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Authors: Paulo Coelho

La bruja de Portobello (9 page)

“Nacemos, crecemos y hemos sido educados con la máxima de que el tiempo es dinero. Sabemos exactamente qué es el dinero, pero ¿sabemos cuál es el significado de la palabra
tiempo
? El día tiene veinticuatro horas y una infinidad de momentos. Tenemos que ser conscientes de cada minuto, saber aprovecharlo para lo que hacemos o simplemente para la contemplación de la vida.

Si desaceleramos, todo dura más. Claro, puede durar más el lavar los platos, o la suma de saldos, o la compilación de créditos, o el listado de las notas provisionales, pero ¿por qué no utilizarlo en cosas agradables, alegrarse por el hecho de estar vivo?

El principal ejecutivo del banco me miraba con sorpresa. Estoy seguro de que quería que siguiese explicando detalladamente todo lo que había aprendido, pero algunos de los presentes empezaban a sentirse inquietos.

Entiendo perfectamente lo que quiere decir —comentó. Sé que sus trabajadores trabajan con más entusiasmo, porque hay al menos un momentos al día en el que entran en contacto consigo mismos. Me gustaría felicitarlo por haber sido lo suficientemente flexible como para permitir la integración de enseñanzas no ortodoxas, que están dando tan excelentes resultados.

“Pero como estamos en una convención, y estamos hablando de tiempo, dispone de cinco minutos para concluir su presentación. ¿Sería posible intentar elaborar una lista de puntos principales que nos permitan aplicar esos principios en otras oficinas?

Tenía razón. Todo aquello podía ser bueno para el trabajo, pero también podía ser fatal para mi carrera, así que decidí resumir lo que habíamos escrito juntos.

Basándome en observaciones personales, he desarrollado junto a Sherine Khalil algunos puntos, sobre lo que estoy dispuesto a debatir con quien esté interesado. Ésos son los principales:

“A) Todos tenemos una capacidad desconocida, y que permanecerá desconocida para siempre. Aun así, puede ser nuestra aliada. Como es imposible medirla o darle a esta capacidad un valor económico, nunca es tendida en consideración, pero como estoy hablando con seres humanos, seguro que entienden a qué me refiero, al menos en teoría.

“B) En mi oficina, tal capacidad fue provocada a través de una danza, basada en un ritmo que, si no me equivoco, procede de los desiertos de Asia. Pero el lugar en el que surgió es irrelevante, siempre que la gente pueda expresar con su cuerpo lo que quiere decir su alma. Sé que la palabra “alma” aquí puede ser malinterpretada, así que sugiero que la cambiemos por “intuición”. Y si esta palabra tampoco es asimilable, podemos utilizar “emociones primarias”, que parece que tiene una connotación más científica, aunque exprese menos fuerza que las palabras anteriores.

C”) Antes de ir a trabajar, animé a mis trabajadores a que bailasen por lo menos una hora, en vez de hacer gimnasia o ejercicios de aeróbic. Bailar estimula el cuerpo y la mente, empiezan el día exigiéndose creatividad a sí mismos, y utilizan esa energía acumulada en sus tareas de la oficina.

D”) Los clientes y los empleados viven en un mismo mundo: la realidad son simples estímulos eléctricos en nuestro cerebro.

Lo que creemos que “vemos” es un impulso de energía en una zona completamente oscura de la cabeza. Así que podemos intentar modificar esta realidad si entramos en la misma sintonía.

De alguna manera que no puedo entender, la alegría es contagiosa, igual que el entusiasmo y el amor. O como la tristeza, la depresión, el odio; cosas que pueden percibir “intuitivamente” los clientes y los demás empleados. Para mejorar la eficacia, hay que crear mecanismos que mantengan estos estímulos positivos presentes.

Muy esotérico —comentó una mujer que dirigía los fondos de acciones de una oficina de Canadá.

Perdí un poco la compostura: no había conseguido convencer a nadie. Fingiendo ignorar su comentario, y utilizando toda mi creatividad, busqué un final técnico:

El banco debería destinar una partida del presupuesto a investigar cómo se produce este contagio, así obtendríamos muchos más beneficios.

Aquel final me parecía razonablemente satisfactorio, así que decidí no utilizar los dos minutos que todavía me quedaban.

Cuando acabó el seminario, al final de un día agotador, el director general me llamó para cenar (delante de todos los colegas, como si intentara demostrar que me apoyaba en todo lo que había dicho). Nunca antes había tenido esta oportunidad, e intenté aprovecharla lo mejor posible; empecé a hablar de objetivos, plantillas, dificultades de las bolsas de valores, nuevos mercados. Pero él me interrumpió: le interesaba más saber todo lo que yo había aprendido con Athena.

Al final, para mi sorpresa, llevó la conversación al terreno personal.

Sé a qué se refiere usted en la conferencia cuando mencionó tiempo. A principios de este año, mientras disfrutaba de las vacaciones durante las fiestas, decidí sentarme un rato en el jardín de mi casa. Cogí el periódico del buzón, nada importante, salvo las cosas que los periodistas habían decidido que debíamos saber, seguir, posicionarnos al respecto.

“Pensé en llamar a alguien de mi equipo, pero habría sido absurdo, ya que todos estaban con sus familias. Comí con mi mujer, con mis hijos y mis nietos, me eché una siesta, cuando me desperté tomé una serie de notas y de repente me di cuenta de que todavía eran las dos de la tarde, me quedaban otros tres días sin trabajar, y por más que adorase la convivencia con mi familia, empecé a sentirme inútil.

“Al día siguiente, aprovechando el tiempo libre, fui a hacerme una prueba del estómago, cuyo resultado, afortunadamente, fue satisfactorio. Fui al dentista, que me dijo que no había problema alguno. Volví a comer con mi mujer, mis hijos y mis nietos, volví a dormir, me desperté de nuevo a las dos de la tarde y me di cuenta de que no tenía absolutamente nada en que concentrar mi atención.

Me asusté: ¿no debería estar haciendo algo? Si quisiera pensar en algo que hacer, no sería un gran esfuerzo (siempre tenemos proyectos que desarrollar, bombillas que hay que cambiar, hojas secas que hay que barrer, ordenar libros, organizar archivos en le ordenador, etc.) ¿Qué tal si afrontaba el vacío total ¿ Y fue en ese momento en el que recordé algo que me pareció muy importante: tenía que ir hasta el buzón, que queda a un kilómetro de mi casa de campo, y enviar unas tarjetas de Navidad que había olvidado encima de la mesa.

“Y me sorprendí: ¿por qué tengo que enviar hoy esas tarjetas?

¿Acaso es imposible quedarme como estoy ahora sin hacer nada?

“Una serie de pensamientos cruzaron mi cabeza: amigos que se preocupan por cosas que todavía no han sucedido, conocidos que saben llenar cada minuto de sus vidas con tareas que me parecen absurdas, conversaciones sin sentido, largas llamadas para no decir nada importante. Ya he visto a mis directores inventando trabajo para justificar su cargo, o a trabajadores que sienten miedo porque no les ha sido entregado nada importante para hacer ese día y eso puede significar que ya no son útiles. Mi mujer que se tortura porque mi hijo se ha divorciado, mi hijo que se tortura porque mi nieto ha sacado notas bajas en el colegio, mi nieto que se muere de miedo por poner triste a sus padres, aunque todos sepamos que esas notas no son tan importantes…

“Me interné en una larga y difícil lucha conmigo mismo para no levantarme de allí. Poco a poco, la ansiedad fue dando paso a la contemplación, y empecé a escuchar mi alma, o intuición, o emociones primitivas, según en lo que crea usted. Sea lo que sea, esa parte de mí estaba ansiosa por hablar, pero siempre estoy ocupado.

“En este caso no fue el baile, sino la completa ausencia de ruido y de movimiento, el silencio, el que me hizo entrar en contacto conmigo mismo. Y, créame, supe muchas cosas sobre los problemas que me preocupaban, aunque todos esos problemas hubiesen desaparecido mientras yo estaba allí sentado. No vi a Dios, pero pude entender con más claridad las decisiones que tenía que tomar.

Antes de pagar la cuenta, me sugirió que le enviase a esa trabajadora a Dubai, donde el banco iba a abrir una nueva oficina y el riesgo era alto. Como un excelente director, sabía que yo ya había aprendido todo lo que necesitaba, y que ahora era cuestión de darle continuidad, la trabajadora podía ser más útil en otro lugar. Sin saberlo, me estaba ayudando a cumplir la promesa que había hecho.

Cuando volví a Londres, le comuniqué la invitación inmediatamente a Athena. Ella aceptó al momento; dijo que hablaba árabe con fluidez (yo lo sabía, debido a los orígenes de su padre).

Pero no pretendíamos hacer negocios con los árabes, sino con los extranjeros. Le agradecí su ayuda, ella no mostró el menor interés por mi conferencia en la convención; sólo me preguntó cuándo debía preparar las maletas.

Todavía hoy no se si era una fantasía esa historia del novio de Scotland Yard. Creo que, si fuera verdad, el asesino de Athena ya estaría en la cárcel, porque no me creo en absoluto lo que contaron los periódicos respecto al crimen. En fin, puedo entender mucho de ingeniería financiera, puedo incluso darme el lujo de decir que el baile ayuda a los empleados de banca a trabajar mejor, pero jamás conseguiré entender por qué la mejor policía del mundo es capaz de cazar a algunos asesinos y dejar a otros sueltos.

Pero eso ya no tiene importancia.

Nabil Alaihi, edad desconocida, beduino.

e alegra mucho saber que Athena tenía una foto mía en el sitio de honor de su apartamento, pero no creo que lo que le enseñé sea de ninguna utilidad. Vino aquí, en medio del desierto, con un niño de tres años de la mano. Abrió el bolso, sacó una grabadora y se sentó delante de mi tienda. Sé que la gente en la ciudad solían darles mi nombre a los extranjeros que quería probar la cocina local, pero le dije que todavía era muy temprano para cenar.

He venido por otra razón —dijo ella—. He sabido por si sobrino Hamid, cliente del banco en el que trabajo, que es usted un sabio.

Hamid no es más que un joven alocado, que aunque diga que soy sabio, jamás ha seguido mis consejos. Sabio era Mahoma, el Profeta, que Dios lo bendiga.

Señalé su coche.

No debería usted conducir sola por un terreno al que no está acostumbrada, ni aventurarse a venir por aquí sin una guía.

En vez de responderme, ella encendió el aparato. De pronto, todo lo que podía ver era a aquella mujer flotando en las dunas, al niño mirando atónito y alegre, y el sonido que parecía inundar todo el desierto. Cuando acabó, me preguntó si me había gustado.

Le dije que sí. En nuestra religión hay una secta que baila para encontrarse con Alá, ¡alabado sea su nombre!
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Pues bien —continuó prestándose como Athena—. Desde niña siento que debo acercarme a Dios, pero la vida me aparta de Él. La música fue una de las maneras que encontré, pero no es suficiente. Siempre que bailo, veo una luz, y ahora esa luz me pide que siga adelante. No puedo seguir aprendiendo sola, necesito que alguien me enseñe.

Cualquier cosa es suficiente —respondí—. Porque Alá, el misericordioso, está siempre cerca. Lleva una vida digna, con eso basta.

Pero parecía no estar convencida. Le dije que estaba ocupado, que tenía que preparar la cena para los pocos turistas que iban a venir. Ella respondió que esperaría lo que fuera necesario.

¿Y el niño?

No se preocupe.

Mientras tomaba las providencias de siempre, observaba a la mujer y a su hijo, los dos parecían tener la misma edad; corrían por el desierto, ser reían, hacían batallas de arena, se tiraban por el suelo y rodaban por las dunas. Llegó el guía con tres turistas alemanes, que comieron y pidieron cerveza; tuve que explicarles que mi religión me impedía beber y servir bebidas alcohólicas.

La invité a ella y a su hijo a cenar, y uno de los alemanes se animó bastante con la inesperada presencia femenina. Comentó que estaba pensando en comprar terrenos, había acumulado una gran fortuna, y creía en el futuro de la región.

Muy bien— fue la respuesta de ella—. Yo también lo creo.

¿No estaría bien que cenásemos en otro sitio para poder hablar mejor sobre la posibilidad de…?

No —cortó ella, dándole la tarjeta—. Si quiere, puede buscar mi oficina.

Cuando los turistas se marcharon, nos sentamos frente a la tienda. El niño se quedó dormido en seguida en su regazo; cogí mantas para los tres y nos quedamos mirando el cielo estrellado.

Finalmente ella rompió el silencio.

¿Por qué Hamid dice que es usted un sabio?

Tal vez porque tengo más paciencia que él. Hubo una época en la que intenté enseñarle mi arte, pero a Hamid le interesaba más ganar dinero. Ahora debe de estar convencido de que es más sabio que yo; tiene un apartamento, un barco, mientras que yo sigo aquí, en medio del desierto, sirviendo a los pocos turistas que vienen. No entiende que me satisface lo que hago.

Lo entiende perfectamente, porque le habla a todo el mundo de usted con mucho respeto. ¿Y qué significa su “arte”?

Hoy te he visto bailando. Yo hago lo mismo, sólo que, en vez de mover mi cuerpo, son las letras las que bailan.

Ella pareció sorprendida.

Mi manera de acercarme a Alá, ¡si nombre sea alabado!, fue a través de la caligrafía, la búsqueda del sentido perfecto de cada palabra. Una simple letra requiere que pongamos en ella toda la fuerza que contiene, como si estuviésemos esculpiendo su significado. Así, al escribir los textos sagrados, está en ellos el alma del hombre que sirvió de instrumento para divulgarlas al mundo.

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