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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (70 page)

—No te preocupes, volveré a encontrarte.

—Aunque lo haga, eso no significará nada porque volveré a quedar en libertad —le respondió Ferguson—. Siempre quedaré libre, Tanny Brown. Siempre.

Que fuera o no un mero alarde carecía de importancia. Las palabras fueron pronunciadas y resonaron en el espacio que los separaba.

Cowart pensó que aquello era el mundo al revés: el asesino quedaba libre y el policía no podía moverse. Quiso hacer algo, pero no supo qué. El miedo y la amenaza lo obnubilaban como una terrible pesadilla. «Tengo que hacerlo», se ordenó, y se dispuso a decir algo, pero en ese momento vio que los ojos de Ferguson se abrían como platos. Después oyó el grito estridente y al borde de la angustia.

—¡Quietos!

Era Andrea Shaeffer, agachada y en posición de tiro, con los brazos extendidos, la pistola amartillada y apuntando a Ferguson. Estaba tres metros por detrás de la anciana, en el pasillo que conducía a la cocina, por la que había entrado sin que nadie la oyera.

—¡Baje la escopeta! —ordenó, tratando de camuflar la ansiedad con el volumen de su voz.

Pero la anciana no obedeció. En lugar de bajar el arma, se dio la vuelta con movimientos entrecortados, como en las películas antiguas, y buscó a la detective con el cañón de la escopeta, dispuesta a disparar.

—¡Suéltela! —gritó Shaeffer. Los dos cañones, como ojos de depredador, la apuntaban al pecho. Sabía que la duda solía ir acompañada de la muerte y en esa ocasión no podía fallar.

Cowart abrió la boca y farfulló algo indescifrable.

—¡Dios mío, no! —exclamó Brown, pero sus palabras se perdieron en el eco de la detonación: Shaeffer había disparado.

La pistola dio una sacudida en sus manos pero ella, repentinamente frenética, la dominó. Tres disparos sacudieron la quietud de la mañana, tres fogonazos que iluminaron fugazmente las habitaciones de aquella cabaña pequeña y oscura.

El primero elevó a la anciana y volvió a dejarla en el suelo, como si no pesara más que un suspiro. El segundo dio contra la pared, de la que salieron despedidos fragmentos de yeso y madera. El tercero hizo añicos una ventana y se desvaneció en el aire de la mañana. La abuela de Ferguson levantó los brazos y la escopeta cayó estrepitosamente al suelo. La anciana cayó hacia atrás, golpeándose contra la pared y quedando inerte en el suelo, con los brazos extendidos como en actitud de súplica.

—¡Dios mío, no! —volvió a gritar el teniente Brown, y corrió hacia la mujer, luego vaciló.

Apartó la vista de la mancha carmesí que se extendía por el camisón de la anciana y se fijó en Cowart, que estaba inmóvil, pasmado, con la boca entreabierta. El periodista pestañeó, como si acabara de despertar de un mal sueño y dijo para sí «Dios mío»; y de repente se volvió hacia la puerta destrozada.

Ferguson había desaparecido.

Cowart señaló la puerta y farfulló sin palabras, sólo con agitación y desconcierto. Brown corrió hacia allí.

Shaeffer entró en la habitación con las manos temblorosas, la mirada clavada en la mujer agonizante.

Brown salió al porche y el silencio lo asustó; el mundo parecía un paisaje informe de niebla y luces del alba. No se oía nada. Ninguna señal de vida. Escudriñó el patio y luego se asomó al lateral de la casa, desde donde divisó a Ferguson corriendo hacia el coche aparcado detrás.

—¡Alto! —le gritó.

Ferguson se detuvo, pero no para rendirse: en la mano derecha empuñaba un revólver de cañón corto. Disparó dos veces y las balas silbaron cerca del teniente. Brown se sorprendió al percibir que las detonaciones eran las del arma de Wilcox. Un maremoto de furia estalló en su interior.

—¡Alto, hijo de la gran puta! —volvió a tronar, y salió corriendo por el porche, devolviendo los disparos.

Sus balas no alcanzaron a Ferguson, pero impactaron en el coche, una de cuyas ventanas estalló. Aquel fragor diabólico inundó el aire de la mañana.

Ferguson volvió a disparar mientras corría hacia la hilera de árboles que había al fondo del descampado. Brown tomó posición en el extremo del porche y se ordenó afinar la puntería. Respiró hondo y con los ojos enrojecidos de furia y dolor vio pasar por la mira de la pistola la espalda del asesino. «¡Ahora!»

Y apretó el gatillo.

La pistola se movió en su mano y el tiro se desvió, impactando contra el tronco de un árbol.

Ferguson se volvió, miró a Brown y disparó otra vez antes de desaparecer en la oscuridad del bosque.

En cuanto Brown salió por la puerta, Shaeffer corrió hacia la anciana. Se arrodilló, con la pistola aún en la mano, extendió la mano libre y palpó suavemente el pecho de la mujer, como un niño cuando toca algo para comprobar si es real. Al levantar la mano tenía los dedos manchados de sangre. La anciana respiró por última vez con un sonido sordo y entrecortado al inspirar. Después exhaló el último suspiro. Shaeffer se quedó mirándola fijamente y luego se volvió hacia Cowart.

—No tenía opción… —dijo.

Esas palabras sacaron del trance catatónico al periodista. Cruzó la habitación y recogió la escopeta del suelo. La abrió rápidamente y comprobó que las dos recámaras estaban vacías.

—Vacía —dijo.

—Oh, no —respondió Shaeffer.

Él le entregó la escopeta.

—Oh, no —repitió ella en voz baja—. ¡Mierda! —Miró al periodista en busca de consuelo. De pronto parecía tremendamente joven—. No tuve opción —repitió.

En el exterior, oyeron el estampido de los disparos.

Cowart se agachó instintivamente. Entre las detonaciones, el silencio era más profundo y denso, y él se sintió como un nadador en medio del océano. Cogió aire y corrió hacia la puerta. Shaeffer lo siguió.

Vio a Brown en la esquina del porche, disparando ansiosamente con su revólver ya vacío. El gatillo resonaba en vano, hasta que el teniente comenzó a recargar su arma.

—¿Dónde está? —preguntó Cowart.

Brown repuso:

—¿Y la anciana?

—Ha muerto —respondió Shaeffer—. Yo no sabía…

—Usted no podía evitarlo…

—La escopeta estaba vacía —añadió Cowart.

Brown lo miró con gesto de resignación. A continuación se incorporó y señaló hacia el bosque.

—Voy tras él.

Shaeffer asintió con la sensación de estar siendo arrastrada por una corriente invisible. Cowart también asintió.

El teniente bajó del porche de un salto y se lanzó a cruzar el claro a paso ligero, camino de las sombras que comenzaban unos cincuenta metros más allá. Fue acelerando el ritmo a medida que avanzaba, de modo que, al llegar a la oscura vegetación que había engullido a Ferguson no corría muy deprisa pero sí lo suficiente para compensar los minutos que el asesino le llevaba de ventaja.

Era consciente de que los otros dos iban jadeando tras él a unos metros de distancia, pero no les prestó atención. En lugar de esperarlos, se adentró en la frondosidad del bosque, con la mirada fija en un estrecho sendero, sabiendo que su presa no tardaría en aparecer en medio de la espesura. Se dijo: «Este también es mi territorio. Yo también me he criado aquí. Lo conozco tan bien como él.» Continuó avanzando.

El calor iba creciendo, absorbiéndoles la energía a medida que se internaban en la maraña de ramas y enredaderas. Sin abandonar el estrecho sendero, Shaeffer y Cowart seguían a Brown con el impulso de su determinación. El teniente avanzaba sin parar, intentando anticiparse a los movimientos de Ferguson.

De vez en cuando aparecían señales de que Ferguson también iba por aquel sendero: Brown vio una huella en la tierra húmeda y Cowart encontró un desgarrón de la sudadera gris enganchado en un espino.

La tensión y el sudor les nublaban la vista.

Brown recordó la guerra, y pensó: «Yo he estado en sitios mucho peores que éste.» Sintió una mezcla de temor y emoción y continuó. Shaeffer avanzaba con dificultad, sin poder apartar de su cabeza la imagen de la anciana abatida en el suelo de la cabaña, mezclada con un recuerdo difuso de Wilcox desapareciendo en la oscuridad de aquel barrio siniestro. Pensó que la muerte se estaba burlando de ella; cada vez que intentaba hacer lo correcto, le ponía la zancadilla y ella caía de bruces en el error. Tenía muchas cosas que corregir pero no sabía cómo.

Cowart tenía la sensación de que con cada paso se iba adentrando más y más en una pesadilla. Había perdido su libreta y su bolígrafo; una mata de zarzas se los había arrebatado de la mano, produciéndole un corte que le escocía de un modo irritante. Por un instante se preguntó qué hacía allí. Luego se dijo: «Escribir el último párrafo.»

El suelo era cada vez más blando y los zapatos se les quedaban pegados a la tierra. Hacía un calor denso y húmedo. El bosque tenía un aspecto más espeso y tupido a medida que se acercaban al pantano, como si ambos lucharan por la posesión de la tierra. A esas alturas los tres estaban llenos de mugre y barro y tenían rasgones en la ropa. Cowart pensó que en algún lugar la mañana debía de ser despejada y acogedora, pero no allí, no bajo aquel entramado de ramas que tapaba el cielo. Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban persiguiendo a Ferguson. Cinco minutos, una hora, un día… tal vez la vida entera.

De pronto Brown se detuvo, se arrodilló y les indicó que se agacharan. Ellos se acuclillaron junto a él y siguieron la dirección de sus ojos.

—¿Sabe dónde estamos? —preguntó Shaeffer entre susurros.

El teniente asintió.

—Él lo sabe —respondió señalando a Cowart.

El periodista respiró hondo.

—Cerca de donde encontraron el cuerpo de la niña —dijo.

Brown asintió.

—¿Ve algo? —preguntó Shaeffer.

—Aún no.

Guardaron silencio y escucharon. Un pájaro levantó el vuelo entre las ramas de un arbusto. Se oía un ruidito en otro arbusto. «Una serpiente», pensó. Temblaba a pesar del calor. La brisa que soplaba sobre la copa de los árboles parecía muy lejana.

—Está allí —dijo Brown.

Señaló un claro del denso lodazal de bosque y pantano. Los rayos de sol iluminaban un pequeño espacio abierto en el camino. El claro, rodeado por un laberinto de follaje, tenía unos diez metros de largo. Lograron divisar por donde continuaba el sendero, entre dos árboles alejados, como un agujero de oscuridad.

—Atravesaremos ese claro —dijo Brown en voz baja—. Después no se tarda mucho en llegar al agua. El agua se extiende a lo largo de kilómetros, hasta el próximo condado. Ferguson tiene dos opciones: una, continuar pese a la dureza del camino y llegar al otro lado, suponiendo que lo logre sin perderse y sin que le pique una serpiente o lo devore un cocodrilo o algo así, pero tendrá frío y estará mojado y sabe que yo lo estaré esperando; y dos, hacer lo que en realidad quiere hacer: volver sobre sus pasos, acabar con nosotros, coger su coche y no parar hasta la frontera de Alabama.

—Pero ¿cómo va a hacerlo? —preguntó Cowart.

—Intentará tendernos una emboscada. Sabe que si lo logra podrá moverse a sus anchas. —Brown reflexionó un instante antes de añadir—: Exactamente lo que ha estado haciendo hasta ahora.

—¿Cree que en el claro…? —preguntó Cowart.

—Es un buen lugar para intentarlo.

Shaeffer miró al frente y dijo:

—Así pues, pretende matarnos. ¿Qué vamos a hacer?

Brown se encogió de hombros.

—Impedírselo.

Cowart miró el claro y susurró:

—Al parecer, ese claro es ineludible. Hay que cruzarlo por fuerza, ¿no?

El teniente, casi incorporado, asintió con la cabeza. Volvió a mirar el pequeño espacio abierto y pensó que era un buen lugar para el combate. Sin duda era el lugar elegido por Ferguson. No había forma de rodearlo, y tampoco de evitarlo. En aquel momento pensó en lo injusto que resultaba que la orilla del pantano conspirara con Ferguson para ayudarlo a escapar. Cada rama de árbol, cada obstáculo, les estorbaba a ellos y lo ocultaba a él. Escrutó la hilera de árboles en busca de algún color o alguna forma que no encajara. «Muévete, cabrón —pensó—. Sólo un pequeño movimiento para que yo te vea.» Al no ver ninguno, maldijo para sus adentros.

No veía más opción que seguir avanzando.

—No bajéis la guardia ni un segundo —les advirtió.

Salió al claro revólver en mano, con los músculos tensos y los sentidos alertas. Shaeffer lo siguió a un metro por detrás; sujetaba su arma con las dos manos, pensando: «Aquí se decidirá todo.» Sintió el deseo de hacer una sola cosa antes de morir. Cowart se incorporó y siguió a Shaeffer a otro metro de distancia. Se preguntó si los otros estarían tan asustados como él, y se contestó que eso no importaba.

El silencio los envolvió.

Brown estaba nervioso. La sensación de encontrarse en el punto de mira de Ferguson era acuciante y le quitaba el aire.

Cowart sólo notaba el calor y una vulnerabilidad extrema. Sentía que caminaba a ciegas. Sin embargo, él fue quien se percató de un leve movimiento: la vibración de unas hojas, un chasquido entre los arbustos y un cañón metálico que les apuntaba. Gritó «¡Cuidado!» al tiempo que se arrojaba al suelo, sin poder creer que, en pleno ataque de pánico, hubiera logrado articular una palabra.

Brown se lanzó hacia delante, rodó por el suelo y trató de colocar el arma en posición de tiro, sin saber hacia dónde disparar.

Sin embargo, Shaeffer no se agachó, sino que se dio la vuelta gritando hacia el movimiento y disparando a ciegas. El disparo se desvaneció en el aire. Pero el estruendo de su 9 mm fue ahogado por tres atronadoras detonaciones procedentes del revólver de Ferguson.

Brown lanzó un grito sofocado cuando una bala impactó en el suelo, junto a su cabeza. Cowart intentó pegarse al máximo a la tierra mojada. Shaeffer volvió a gritar, esta vez de dolor, y se desplomó en el suelo como un pájaro con un ala rota, sujetándose el codo herido. Se retorció entre gritos agudos. Cowart alargó el brazo y la arrastró hacia sí mientras Brown se incorporaba, apuntando con el arma aunque sin ver nada. Tenía el dedo en el gatillo, pero no disparó. Al quedarse en silencio, oyó el ruido de los árboles y arbustos entre los que Ferguson corría.

Shaeffer sostenía su pistola sin fuerza, la sangre le corría brazo abajo hacia la muñeca e iba manchando el brillante acero del arma. El periodista cogió la pistola y se puso en pie, siguiendo el rastro de la huida de Ferguson.

No fue consciente de que se estaba saltando el guión.

Disparó.

Sin vacilar, dejó que el estruendo de la pistola borrara toda reflexión acerca de lo que estaba haciendo, apretó el gatillo y disparó las ocho balas que quedaban contra la espesura de árboles y matorrales.

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