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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (32 page)

—¿Ya lo ha aprendido? —preguntó Cowart.

Wilcox negó con la cabeza.

—Todavía no ha surtido efecto. La clase todavía no ha terminado. —Sonrió—. Está un poco pálido. ¿Le preocupa algo? —Antes de que Cowart pudiera responder, Wilcox le susurró—: ¿Cuáles son sus últimas palabras? Es medianoche.

Una puerta lateral se abrió y el alcaide entró en la sala. Lo seguía Blair Sullivan, flanqueado por dos guardias y arrastrado por un tercero. Tenía la cara rígida y pálida, y aspecto cadavérico; de hecho, todo su cuerpo nervudo parecía más pequeño y enfermizo. Llevaba una sencilla camisa blanca con el cuello abotonado y unos pantalones azul marino. El sacerdote con alzacuellos y Biblia en mano iba a la zaga del grupo con expresión compungida; se dirigió al lateral de la sala, deteniéndose sólo para encogerse de hombros hacia el alcaide, y abrió la Santa Biblia. Empezó a leer en voz muy queda. Cowart observó que Sullivan abría los ojos de par en par al ver la silla y desviaba la miraba hacia el teléfono de pared, y que durante una fracción de segundo las rodillas le flaqueaban.

No obstante, recobró la compostura casi al instante y aquella vacilación se desvaneció. Cowart pensaba que era la primera vez que veía a Sullivan reaccionar de una manera ligeramente humana. Después todo empezó a discurrir rápidamente, con el movimiento espasmódico de una película muda.

Sentaron a Sullivan en la silla y dos guardias empezaron a ajustarle las abrazaderas de piernas y brazos. Unas correas marrones de cuero le aprisionaban el pecho, frunciéndole la camisa. Un guardia le colocó un electrodo en la pierna; otro, apostado detrás de la silla con un capuchón en las manos, se preparaba para cubrir la cabeza de Sullivan.

El alcaide dio un paso al frente y empezó a leer una orden de ejecución con ribete negro firmada por el gobernador de Florida. Cada sílaba avivaba el miedo de Cowart, como si fuera dirigida a él. El alcaide leía apresuradamente, hasta que respiró hondo y procuró hablar más despacio. Su voz sonaba extrañamente metálica y remota. Había altavoces empotrados en las paredes y micrófonos ocultos en la sala de ejecución.

El alcaide acabó la lectura. Se quedó un instante mirando la hoja como si buscara algo más para leer. A continuación, levantó la mirada y la posó en Sullivan.

—¿Cuáles son sus últimas palabras? —preguntó en voz baja.

—Que ya puede irse al infierno. Deme la puta corriente —dijo Sullivan con una voz trémula poco propia de él.

El alcaide hizo una seña con la mano derecha, la que sostenía la orden de ejecución enrollada, al guardia apostado detrás de la silla, y éste colocó con poca delicadeza el capuchón y la máscara de cuero negro sobre la cabeza del condenado. Luego conectó un largo conductor eléctrico al capuchón. Sullivan empezó a retorcerse, en un repentino impulso contra las correas que lo sujetaban. Cowart vio cómo los dragones tatuados en los brazos cobraban vida cuando los músculos temblaron y se tensaron. Los tendones del cuello se le pusieron tirantes como los cabos de una embarcación azotada por el viento. Sullivan gritó algo, pero las palabras fueron sofocadas por un barboquejo de cuero y el protector que le habían introducido entre los dientes y la lengua. Las palabras se convirtieron en gruñidos y quejidos inarticulados, que aumentaban o disminuían de volumen según la intensidad del pánico. La sala de testigos permanecía en silencio, salvo por el lento inspirar y espirar de una respiración atormentada.

Cowart se fijó en que el alcaide asentía de manera casi imperceptible hacia un tabique que había en la parte posterior de la sala de ejecución. Atisbo una pequeña rendija y, por un instante, vio un par de ojos.

Los ojos del verdugo.

Echaron un vistazo al hombre sentado en la silla, y luego desaparecieron.

Se oyó un ruido sordo.

Alguien jadeó; otra persona tosió con fuerza; se oyeron unos cuantos insultos en voz baja. Las luces se atenuaron unos momentos, y luego el silencio volvió a apoderarse de la sala.

A Cowart le faltaba el aire, como si una ruano le oprimiese el pecho fuertemente. Observó inmóvil cómo el color de los puños de Sullivan había pasado de rosáceo a pálido y luego a gris.

El alcaide volvió a hacer un gesto de asentimiento hacia el tabique posterior.

Un remoto generador escupió un zumbido y sacudió el reducido espacio. Cowart empezó a percibir un ligero olor a carne chamuscada que le revolvió el estómago.

Transcurrieron unos segundos mientras el médico esperaba a que los 2,500 voltios se descargaran de aquel cuerpo sin vida. Luego se le acercó y sacó un estetoscopio de su maletín negro.

Y eso fue todo. Cowart vio cómo los funcionarios rodeaban el cuerpo de Sullivan, desplomado en la pulida silla de roble. Eran como actores de teatro preparándose para desmontar un escenario después de la última función de algún fracasado espectáculo. Él y los otros testigos se quedaron con la mirada fija, tratando de captar la imagen del rostro de aquel hombre inerte cuando lo trasladaron de la silla eléctrica a una bolsa negra para cadáveres. Pero lo hicieron demasiado rápido para que nadie viera si los globos oculares le habían estallado o si la piel se le había llenado de manchas rojas y costras negras. Enseguida lo sacaron en una camilla por una puerta lateral. Cowart pensó que era algo horrible, pero en el fondo mera rutina. Tal vez ésa fuera la faceta más aterradora de todo aquello. Había presenciado el tratamiento industrial del mal: muerte enlatada y embotellada y repartida con la matinal parafernalia del lechero.

—Un malo menos —dijo Wilcox con serena satisfacción—. Todo ha terminado… —Echó un vistazo a Cowart—. Salvo los gritos.

Cowart recorrió los pasillos de la cárcel con el resto de los testigos hacia donde se habían aglomerado los demás miembros del contingente de prensa y los manifestantes. Las luces de las cámaras de televisión invadían el vestíbulo, concediéndole una especie de resplandor espiritual. El suelo pulido relucía y las paredes encaladas parecían vibrar con la luz; se dispuso un banco con micrófonos tras un estrado improvisado. Cowart intentaba deslizarse hasta un lateral de la sala, no lejos de la puerta, cuando el alcaide se aproximó a la concurrencia, levantando la mano para eludir preguntas; allí no había sombras tras las que ocultarse.

—Les leeré un breve comunicado —dijo con voz tensa—. Luego responderé a sus preguntas y los funcionarios que han sido testigos de la ejecución los mantendrán informados.

Como hora oficial de la muerte, se estableció las 00.08. El alcaide dijo con monotonía que un representante del fiscal general del estado había estado presente cuando preparaban a Sullivan para la ejecución y durante el procedimiento, para asegurarse de que la normativa se cumplía escrupulosamente, para que luego nadie pudiera alegar que a Sullivan se le habían negado sus derechos, que lo habían hostigado o golpeado; pues, de hecho, eso mismo había ocurrido más de una docena de años atrás, cuando el estado había reimplantado la pena de muerte con la ejecución de un patético criminal llamado John Spenkelink. También dijo que Sullivan había rechazado la preceptiva y última petición de clemencia, justo antes de entrar en la sala de ejecución. Citó así las últimas palabras del difunto:

—«Ya puede irse a la obscenidad. Deme la obscena corriente.»

Las cámaras zumbaban y soltaban chasquidos, como una bandada de pájaros mecánicos alzando el vuelo al unísono.

Después, el alcaide dio paso a los tres periodistas que habían asistido como testigos. Uno por uno, fueron leyendo de sus libretas, refiriendo con serenidad los detalles de la ejecución. Todos estaban pálidos, pero mantenían la voz firme. La mujer de Miami dijo que los dedos de Sullivan se habían puesto rígidos y que, con la primera descarga, sus manos se habían convertido en puños y la espalda se le había arqueado en la silla. El periodista de
Saint Petersburg
había advertido la momentánea vacilación de Sullivan nada más ver la silla. Por su parte, el del
Tribune
de Tampa dijo que Sullivan había fulminado con la mirada a los testigos y que, cuando le ajustaron las correas, parecía más enfadado que nunca; asimismo, se había fijado en que uno de los guardias había tenido problemas para ajustar una de las correas que le sujetaban la pierna derecha. El periodista añadió que el cuero se había deshilachado con la intensidad de la descarga y que, después, estuvo a punto de romperse con la fuerza de los espasmos que la corriente provocaba en Sullivan. Finalmente, recordó a los presentes que se trataba de descargas de 2,500 voltios.

Cowart oyó una voz conocida a su espalda. Se giró y vio a los dos detectives del condado de Monroe.

Andrea Shaeffer le preguntó con dulzura:

—¿Qué le dijo, señor Cowart? ¿Quién mató a esas personas?

Sus ojos grises se clavaron en los de Cowart y éste sintió una descarga de distinta índole.

—Los mató él —respondió.

Shaeffer lo agarró del brazo. Pero antes de que la detective siguiera con el interrogatorio, un nuevo clamor recorrió la asamblea.

—¿Dónde está Cowart?

—¡Cowart, es su turno! ¿Qué ocurrió?

Cowart se dirigió a trompicones hacia el estrado, intentando recordar todo lo que había oído. Le temblaban las manos, tenía la cara congestionada y la frente empapada de sudor. Sacó un pañuelo blanco y se secó lentamente la frente, como si así pudiera borrar el pánico que lo embargaba.

Pensó: «No he hecho nada malo. Yo no soy culpable de nada.» Pero ni él mismo se lo creía. Necesitaba un momento para pensar, para saber qué decir, pero no había tiempo. Así que se aferró a la primera pregunta que oyó.

—¿Por qué Sullivan no apeló?

Cowart respiró hondo y respondió:

—No quería quedarse en prisión esperando a que el estado viniera a buscarlo; así que fue él a por el estado. No es tan extraño. Otros han hecho lo mismo en Texas y Carolina del Norte; como Gilmore, al que ejecutaron en Utah. Es una especie de suicidio, sólo que con consentimiento oficial.

Vio que los reporteros tomaban apresuradas notas, que sus palabras quedaban plasmadas en montones de blocs y libretas.

—¿Qué le dijo cuando volvió a hablar con él?

A Cowart lo paralizaba la desesperación, pero entonces recordó algo que Sullivan le había dicho: si quieres que alguien crea una mentira, añádele un poco de verdad. Y eso hizo. La fórmula del asesino: mezclar verdades y mentiras.

—Quería confesar —dijo—. Fue algo muy parecido a lo que ocurrió hace unos años con Ted Bundy, cuando justo antes de ir a la silla confesó a los investigadores todos los crímenes que había cometido. Eso mismo hizo Sullivan.

—¿Porqué?

—¿Cuántos?

—¿Quiénes?

Cowart levantó las manos.

—Muchachos, necesito descansar. Todavía no se ha confirmado nada de esto. No sé muy bien si estaba diciendo la verdad o no. Pudo haberme mentido…

—¿Mentir antes de ir a la silla? ¡Venga ya! —gritó alguien desde el fondo.

Cowart se irritó.

—Yo no lo sé. Les diré algo que salió de su boca: dijo que si matar le parecía fácil, ¿cómo no iba a resultarle fácil mentir?

Todos los presentes garabateaban sus palabras.

—Miren —añadió Cowart—, si les digo que Blair Sullivan confesó haber asesinado a zutano, pero resulta que dicho crimen no se cometió, o que otra persona fue acusada de él, o que el cuerpo de zutano jamás se encontró, entonces provocaría un caos. Sólo les diré que confesó haber cometido múltiples homicidios…

—¿Cuántos?

—Hasta cuarenta.

El número conmocionó a la multitud. Se hicieron más preguntas a viva voz, y los focos parecieron aumentar de intensidad.

—¿Dónde?

—En Florida, Louisiana y Alabama. También cometió otros delitos, como violaciones y robos.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Durante meses. Puede que durante años.

—¿Y qué nos dice de los asesinatos del condado de Monroe? ¿Sus padres adoptivos? ¿Qué le dijo sobre ellos?

Cowart respiró lentamente.

—Contrató a alguien para que cometiera los crímenes. Al menos, eso me dijo. —Sus ojos se desviaron brevemente hacia Shaeffer y vio cómo ésta se inclinaba hacia su compañero para comentarle algo.

—¿A quién contrató?

—Eso no lo sé. No llegó a decírmelo. —Primera mentira.

—¡Vamos, hombre! Le habrá dado alguna pista o algún nombre.

—No entró en detalles. —La primera engendró la segunda.

—¿Quiere decir que se identificó como el cerebro de un doble homicidio y usted no le preguntó cómo lo hizo?

—Se lo pregunté, pero no me lo dijo.

—Bueno, ¿y cómo se puso Sullivan en contacto con su sicario? Le pinchaban las llamadas, su correspondencia pasaba por un censor y estaba incomunicado en el corredor de la muerte. ¿Cómo lo hizo? —Esta pregunta llegó respaldada por algunos aplausos. Venía de uno de los periodistas que habían presenciado la ejecución.

—Insinuó que lo había hecho a través de una especie de informador interno. —Y pensó: «No es exactamente una mentira, sino una verdad a medias.»

—¡Está ocultando información! —gritó alguien.

Cowart negó con la cabeza.

—¡Queremos detalles! —vociferó otro.

Cowart levantó los brazos.

—Va a publicar todo esto en el
Journal
de mañana, ¿verdad, Cowart?

El resentimiento y la envidia de los reporteros era palpable. Cualquiera de los presentes habría vendido su alma al diablo por estar en su lugar. Todos sabían que algo había ocurrido, y se morían por saber exactamente el qué. La información es la divisa del periodismo y Cowart había invadido su terreno. Sabía que nadie se lo perdonaría jamás… si la verdad salía a la luz.

—No sé lo que voy a hacer —declaró—. No he tenido ocasión de revisarlo todo. Tengo que analizar varias horas de grabación y luego seleccionar qué vale la pena.

—¿Sullivan estaba loco?

—Era un psicópata. Se regía por otra lógica. —Al menos esto era totalmente cierto, pero a continuación vino la pregunta que más temía.

—¿Qué le dijo de Joanie Shriver? ¿Al final confesó la autoría del asesinato de la niña?

Cowart podía limitarse a decir que sí y acabar con todo aquello. Destruir las grabaciones, vivir con su recuerdo. Pero en cambio optó por un camino entre la realidad y la ficción.

—Ella era parte de la confesión —dijo.

—¿La mató él?

—Me explicó punto por punto cómo fue asesinada. Conocía todos los detalles que sólo el asesino podría conocer.

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