—¿La escopeta? ¿De dónde sacó la escopeta?
—Fui a
Pensacola
, al Sears de allí, después de que me curaran en la clínica. Todavía tengo la tarjeta de Sears de Buck y la pagué con eso. Estaba muy asustada, señor Brown. Y cuando lo oí aparcar su vieja furgoneta ahí fuera sabía que venía a matarme, lo sabía. —Rompió a llorar de nuevo.
—¿Vio que llevaba la pistola en la mano antes de dispararle?
—No lo sé. Estaba oscuro y yo estaba tan asustada…
Brown hablaba en voz baja pero muy clara. Todavía tenía en la mano el álbum con las fotos de los niños.
—Intente recordar, señora Collins. ¿Qué fue lo que vio? —El teniente miró al oficial uniformado, que asintió con un gesto de comprensión—. Bien, usted no habría disparado si no hubiera visto que él la estaba apuntando con un arma, ¿verdad?
La mujer lo miró fijamente, con perplejidad.
—Usted no habría disparado —continuó él—, a menos que temiera por su propia vida, ¿correcto?
—Correcto —repitió ella lentamente.
—No a menos que usted supiera que el uso de un arma letal era el único recurso que le quedaba, ¿correcto?
En el rostro de la mujer se atisbo un asomo de comprensión, a pesar de que Brown sabía que no había entendido ni la mitad de las palabras que había empleado en sus preguntas.
—Bueno —dijo ella con un hilo de voz—. Vi que levantaba una cosa hacia mí…
—Y usted sabía que tenía una pistola porque la había amenazado y había disparado contra usted antes…
—Eso es, señor Brown. Yo tenía miedo.
—¿Y no pudo correr a esconderse en algún lugar?
La mujer hizo un aspaviento.
—¿Dónde quiere que me esconda aquí dentro? No hay donde meterse.
Brown asintió con la cabeza y volvió a mirar las fotos de los niños.
—¿Tres niños? ¿Todos con él?
—No, señor. Buck no era su padre y nunca le gustaron mucho. Supongo que le recordaban a mi anterior marido. Pero ellos son buenos chicos, señor Brown. Muy buenos chicos.
—¿Dónde está su padre?
—Dijo que se iba a Louisiana para conseguir trabajo en una plataforma petrolífera. Pero eso fue hace casi siete años. O sea que se fue. No éramos marido y mujer, ni mucho menos.
Tanny Brown iba a formular otra pregunta cuando comenzó el alboroto fuera. Se oyó un griterío y una discusión entre policías. La mujer dio un grito sofocado, encogiéndose en el sillón.
—Es su hermano. Me matará. ¡Dios mío!, seguro que me mata.
—No, no lo hará —masculló Brown.
Devolvió a la mujer las fotos y ella estrechó el álbum contra su pecho. A continuación el teniente le indicó al agente uniformado que vigilara la puerta y él se asomó fuera.
Desde la puerta vio que dos agentes intentaban retener a un hombretón enfurecido que se revolvía como un oso. Los de la policía científica se habían apartado. El hombre bramaba, iba dando tirones y sacudidas, empujando a los policías.
—¡Buck, Buck! —gritó al cadáver—. ¡Dios mío, Buck, no me lo puedo creer! ¡Dios mío, suéltenme! ¡Suéltenme, cabrones! ¡Voy a matar a esa puta! ¡La voy a matar!
Se abría paso arrastrando consigo a los policías. Otros dos agentes le cerraron el paso, pero uno cayó derribado por un puñetazo. Los curiosos y mirones comenzaron a silbar y gritar, contribuyendo así a aumentar la cólera del hombre.
—¡Voy a matar a esa zorra, joder! —gritaba fuera de sí.
Las luces de los coches patrulla iluminaban su rostro desencajado. Soltó una patada a uno de los policías que intentaban retenerlo y le dio en la espinilla. El agente lanzó un grito de dolor y cayó agarrándose la pierna.
Tanny Brown bajó de la caravana y se dirigió hacia el hermano del muerto. Se colocó justo delante.
—¡Cállese! —le espetó.
El hombre enloquecido lo miró fijamente, vacilando por un instante. Luego comenzó a dar bandazos de nuevo.
—¡Mataré a esa puta! —gritó.
—¿Es éste su hermano? —preguntó Brown a voz en grito.
El hombre se retorcía intentando liberarse de los policías.
—Ella mató a Buck y ahora voy a por ella. ¡Puta! ¡Date por muerta, pedazo de zorra! —exclamó.
—¿Es éste su hermano? —repitió Brown.
—¡Te mato, zorra vieja! ¡Te mato!… ¿Quién eres tú, negro?
El epíteto racial le dolió, pero no se inmutó. Se planteó la posibilidad de meterle el puño en la boca, pero se lo pensó mejor. Aquel hombre tenía que ser muy estúpido para insultarlo, aunque probablemente no tanto como para no presentar una denuncia. Tuvo una breve visión de una enorme pila de documentos.
Uno de los policías que intentaban retener al hombre sacó la porra. Brown lo detuvo con un gesto y se acercó a unos centímetros de la cara del desquiciado.
—Soy el teniente de policía Theodore Brown, hijo de puta, y dentro de un segundo se me van a hinchar los cojones y entonces desearás no tenerme delante, so cabrón.
El hombre titubeó.
—Ella lo ha matado, la muy puta…
—Eso ya lo has dicho.
—¿Y qué piensan hacer?
Tanny Brown no respondió a la pregunta.
—¿Es tuya la pistola? —le preguntó.
—Sí, es mía. Se la di hace un rato.
—¿Tu pistola? ¿Tu hermano?
—Sí. ¿Piensan arrestar a esa puta o voy a tener que matarla?
Había cesado el forcejeo, pero la voz del hombre había adquirido un tono furibundo, desafiante.
—¿Tú sabías que iba a venir?
—Se lo dijo a todo el mundo en el bar.
—¿Para qué era la pistola?
—Quería asustarla un poco, igual que la otra noche.
Brown se volvió y miró al agente de uniforme apostado en la puerta de la caravana, y a la mujer encogida detrás de él. Miró de nuevo al hombre enfurecido, que permanecía tenso, a la espera, con los brazos sujetos por dos policías.
El teniente se acercó al cadáver y lo miró. Con un tono muy bajo, susurró:
—¿Sabes una cosa? No vale la pena todo esto por ti.
—¿Piensan hacer algo o qué? —preguntó el hombre.
Brown sonrió.
—Desde luego —respondió.
Se giró hacia un agente de la policía científica.
—Tom, ve por la escopeta de la señora Collins.
El hombre fue hasta uno de los coches y volvió con la escopeta. Brown la cogió y tiró del percutor, cargando un cartucho nuevo.
Miró al hermano del muerto y sonrió de nuevo.
—Devuélvele la escopeta a la señora Collins —dijo, y se quedó mirando fijamente el cadáver—. Oficial Davis, ponle a la señora Collins una de esas multas por tirar desechos sin autorización. Tendrá que pagar cincuenta pavos. Y llama a Sanidad y diles que vengan a recoger esta basura.
Señaló al cadáver.
—¡Eh! —saltó el hermano.
—Ponle una multa por disparar a este trozo de mierda y tirarlo aquí fuera.
—¡Eh, qué coño…! —se enardeció el hermano.
—Dile a la señora Collins que si vuelve a tirar otro cuerpo en su patio le costará cincuenta pavos cada vez. —Señaló con el dedo al hermano del muerto—. Como éste de aquí. Dile que tiene permiso para volar la cabeza a este hijoputa. Pero que va a costarle otros cincuenta.
—No pueden hacer eso —dijo el hombre, ahora inquietándose de verdad.
—¿De veras crees que no? —repuso Brown. Volvió a acercarse y le gritó a la cara—: ¿De veras crees que no?
—¡Eh, Tanny! —dijo uno de los agentes de uniforme—. Puedo prestarle cincuenta a la señora Collins…
Hubo un estallido de carcajadas entre los policías.
—Qué demonios —dijo otra voz—, podemos hacer una colecta. Reunir lo necesario para que pueda volarle los sesos a todos los hijos de puta.
—Apúntame diez —dijo otro policía, frotándose la espinilla.
—¿Os habéis vuelto locos? —dijo el hombre.
Tanny Brown sonrió.
—Un momento, no pueden hacer eso —se desesperó el hombre.
—Mira lo que puedo hacer —musitó el teniente—. Arrestad a este capullo.
—¡Pero qué…! —gritó el hombre mientras un policía lo esposaba.
—Allanamiento de morada. Obstrucción. Agresión a un oficial de policía. Acoso. Y, veamos, ¿qué me dices de conspiración para cometer un asesinato? Ya sabes, por haberle dado una pistola al borracho de tu hermano.
—¡No pueden hacerlo! —repitió el hombre, cada vez más nervioso y asustado.
—Tienes un buen montón de delitos en tu haber, capullo. Y supongo que ni siquiera tienes licencia de armas. Y sumémosle conducción bajo los efectos del alcohol.
—¡Eh!, yo no estoy borracho.
Brown lo miró fijamente.
—Mírame bien —siseó—. Si vuelves a ver esta cara otra vez, tendrás serios problemas. ¿Entendido?
—No pueden hacer esto.
—Lleváoslo —les dijo Brown a los agentes uniformados—. Y dadle una idea acerca de la hospitalidad de este condado.
—Será un placer —murmuró el policía que había recibido la patada, y se llevó al hombre a empellones.
—Con cuidado —dijo Brown. El policía miró dubitativo al teniente—. Vale —cedió éste sonriendo—, aunque tampoco te pases. —Luego dio una última orden—: Y aseguraos de que lo encierren en una celda con los negros más grandes y más capullos de la trena, con los que tengan más mala hostia. A lo mejor ellos le enseñan que no está bien ir insultando por ahí a la gente.
Dos policías soltaron una breve carcajada.
Tanny Brown le dio la espalda al hombre, que protestaba mientras lo arrastraban hacia el coche patrulla, y volvió a la caravana. La mujer estaba dentro, encogida de miedo.
—Señora Collins, tenemos que ir a comisaría —le dijo suavemente—. Allí le vamos a leer sus derechos. Luego quiero que llame al abogado y le pida que venga a ayudarla. ¿Lo entiende?
Ella asintió con la cabeza.
—Tengo que llamar a mis hijos.
—Allí habrá tiempo para eso.
El teniente se volvió hacia el policía uniformado.
—Dile a una de las agentes de ahí fuera que la lleven deprisa. Encárgate de que coma algo por el camino.
—¿Qué cargo se le imputa? —preguntó el agente.
Brown se volvió y miró el cadáver que continuaba tendido en el patio.
—Supongo que disparar un arma dentro de los límites municipales. Eso servirá hasta que yo hable con el fiscal del estado.
Salió de nuevo y echó un último vistazo al cadáver. «Estúpido —pensó—. Realmente estúpido. —Consultó su reloj y pensó—: Muchas muertes esta noche.» La cara del muerto se le fue desdibujando en la mente hasta ser sustituida por el recuerdo de la primera visión del cuerpo de Joanie Shriver, tendida en el centro de varios hombres del equipo de rescate avergonzados e indignados. Se encontraban en la orilla del pantano, con trozos de fango verde pegados a las empapadas botas y al equipo de vadeo. Recordó la sensación de querer tocarla, cubrirla, y su esfuerzo por contenerse y armarse de valor para afrontar aquel caso abominable. Volvió a digerir como pudo aquella imagen. «Todo ha sido culpa mía —había pensado entonces—. Pero yo lo arreglaré. No se me escapará.»
Tanny Brown, luchando con esas visiones de muerte, se dirigió lentamente hacia su coche, convencido de que nada había terminado aquella noche. Ni siquiera la vida que había reclamado el estado.
Estaba a punto de amanecer cuando Bruce Wilcox llamó. Las primeras luces iban ganando terreno a la oscuridad de los árboles y el cielo, y devolvían al mundo sus formas y contornos.
Brown había pasado el resto de la noche tomando declaración a la señora Collins; dos horas de una historia oculta y amarga sobre abusos sexuales y malos tratos, lo cual respondía, más o menos, a lo que él ya se imaginaba. «Las historias son siempre las mismas —había pensado—. Lo único que cambian son las víctimas.» Luego había discutido con un irascible ayudante del fiscal del estado, malhumorado porque lo habían despertado a media noche, y negociado con un abogado que de pronto se había visto desbordado por aquel asunto. Defensa propia, le había insistido al fiscal, que quería acusarla de asesinato en segundo grado. Al final habían convenido imputarle el cargo de homicidio sin premeditación, pues estaban de acuerdo en que si aquella noche se había cometido algún crimen, no era nada en comparación con los que le habían sido infligidos a la mujer.
El agotamiento se había apoderado de él, igual que sus dedos se apoderaban de un bolígrafo para firmar los últimos informes cuando sonó el teléfono en su despacho.
—¿SÍ?
—¿Tanny? Soy Bruce. Borra de la lista a un asesino en serie. Al final lo hizo.
—Venga. ¿Qué pasó?
—Resumiendo, mandó a todo el mundo a tomar por culo y se sentó en la silla.
—Joder. —Brown sintió que su cansancio desaparecía.
—Sí. El viejo Sully fue un hijoputa retorcido hasta el último momento. Pero eso no es lo más interesante.
El teniente percibía la excitación de su colega, el entusiasmo infantil que afloraba en él a pesar de la hora y de lo espeluznante de todo lo sucedido.
—Y bien —dijo—. ¿Qué es eso tan interesante?
—Nuestro chico, Cowart. ¿Sabes?, se pasó todo el día encerrado allí con ese capullo, él solo, escuchando cómo ese cabrón confesaba casi cuarenta crímenes cometidos por toda Florida, Louisiana y Alabama. Un goteo constante. Pero bueno, el caso es que Cowart salió de esa amigable charla blanco como el papel. Luego estuvo a punto de flaquear cuando los buitres de sus colegas le apretaron las tuercas. Lo avasallaron a preguntas de una manera brutal. Me recordó a los combates de lucha libre, ¿sabes?, cuando ves que tu rival te va a machacar y te defiendes como puedes, hasta que sólo te queda esperar a que suene la campana. Pero entretanto te pegan una y otra vez.
—Eso es interesante.
—Sí. Y cuando se cansó de que sus colegas de la prensa lo machacaran, salió de allí como alma que lleva el diablo.
—¿Y adonde se fue?
—Ha vuelto a Miami. Al menos eso dijo, aunque no estoy tan seguro. Se supone que hoy debía reunirse con esos detectives del condado de Monroe. Ellos tampoco estaban demasiado contentos con el amigo Cowart. Sabe algo sobre los asesinatos de allí que no quiere contar.
—¿En serio?
—No lo sé con certeza, sólo es una corazonada. Pero ese tipo ha salido de allí con el estómago revuelto. Y no creo que haya contado ni la mitad.
Brown se recostó en su silla. Le resultaba fácil imaginarse al periodista apabullado por la presión de la información. «A veces preferiríamos no saber ciertas cosas», pensó. Su mente maquinaba a toda velocidad como si estuviera haciendo cálculos.