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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (38 page)

—Sí. Por favor. ¿Lo harías tú?

—Me encantaría. Me llevará unos días, pero me pondré a ello ahora mismo. Se lo diré a los de arriba. ¿Seguro que no te importa compartir el caso conmigo?

—No. En absoluto.

Edna señaló la pantalla.

—Mejor que tengas cuidado de no ser demasiado explícito sobre la confesión de Sullivan. Puede que haya más puntos conflictivos. No escribas nada que no puedas probar.

Cowart no sabía si reír o echarse a llorar.

—Deberías tenerle mucho respeto al viejo Sully. Jamás le puso las cosas fáciles a nadie —añadió ella mientras se marchaba.

Cowart vio cómo Edna McGee atravesaba la redacción en dirección al jefe y al momento empezaban a hablar animadamente. Luego los observó repasar la declaración transcrita. De pronto el jefe sacudió la cabeza y vino presuroso a su mesa.

—¿Es verdad? —preguntó.

—Eso dice Edna —contestó Cowart—. Yo no lo sé.

—Pues tendremos que comprobar punto por punto.

—Parece que sí.

—¡Dios! ¿Y cómo va el artículo?

—Pues como las declaraciones del difunto. Muchas afirmaciones sin confirmar, no acabo de saber qué hay de verdad en todo ello, surgen muchos interrogantes. Así va.

—Echa toda la leña en la descripción y ándate con ojo con los detalles. Necesitamos tiempo.

—Edna me ayudará.

—Bien. Ahora mismo empezará a hacer llamadas. ¿Cuándo crees que podrás seguir adelante?

—Necesito descansar un poco.

—Está bien. Y en cuanto a los detectives…

—Enseguida estoy con ellos.

Cowart volvió a mirar su texto. Arrancó las palabras de Sullivan de la libreta y cerró el artículo con el «Casi nada, ¿no?».

Pulsó unas teclas, la pantalla se apagó y el texto se envió automáticamente al jefe de redacción para ser medido, revisado, editado e insertado en la primera plana. Ya no sabía si lo que había escrito era verdad o mentira. Por primera vez en su vida como periodista, era incapaz de distinguir la una de la otra de tan imbricadas como estaban en su cabeza.

Shaeffer y Weiss estaban de muy mal humor.

—¿Dónde está? —preguntó la detective apenas entró en la sala de reuniones.

Los tres mecanógrafos estaban grapando cuartillas en la gran mesa donde se organizaban las reuniones vespertinas. Al ver el enfado de los policías, salieron de la sala presurosos, dejándose olvidada una pila de cuartillas. Cowart no contestó. Su mirada fue a posarse sobre el gran ventanal. La luz del sol se reflejaba en la bahía. Era posible divisar la columna de vapor de un transatlántico que se dirigía a la ensenada del Gobernador para poner rumbo a alta mar.

—¡Que dónde está! —repitió Shaeffer—. ¿Dónde está la explicación de las muertes de su madre y su padrastro?

Le puso una cuartilla de la transcripción delante de los ojos.

—Aquí no pone una sola palabra —dijo casi a voz en grito.

Weiss le apuntó con el dedo.

—Explíquese ahora mismo. Ya estoy harto de rodeos, Cowart. Podemos arrestarle como testigo y meterle en el calabozo.

—No me iría mal —contestó, fingiendo tanta indignación como los detectives—, así podría dormir un poco.

—¿Saben qué? Ya estoy harto de que amenacen a mi compañero —dijo la voz del redactor jefe detrás de Cowart—. ¿Por qué no se buscan la vida por ahí? ¿O acaso pretenden que Matt solucione el caso por ustedes?

—Él ya tiene la solución del maldito caso —contestó Shaeffer con una voz dulce y desafiante.

Hubo un momento de tenso silencio, hasta que el redactor jefe señaló las sillas.

—Sentémonos —ordenó secamente—. Y tratemos de arreglar esto.

Cowart vio que Shaeffer respiraba hondo y hacía un esfuerzo por no perder los estribos.

—Está bien —dijo con suavidad—. Sólo queremos una declaración completa, y ahora mismo. Luego les dejaremos en paz. ¿De acuerdo?

Cowart asintió. El redactor jefe añadió:

—Si Matt consiente, de acuerdo. Pero una amenaza más y se acabó la entrevista.

Weiss se dejó caer sobre una silla y sacó una libreta de notas. Shaeffer hizo la primera pregunta.

—Por favor, explique lo que me dijo en la prisión de Starke. —La detective no le quitaba la vista de encima, estudiando todos sus movimientos.

Cowart la miró a los ojos. «Así es como se mira a un sospechoso», pensó, y dijo:

—Sullivan me aseguró que había planeado los asesinatos.

—¿Eso dijo? ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas? ¿Y por qué diablos no están en la cinta?

—Me hizo apagar la grabadora. No sé por qué.

—Bien. Continúe.

—Sólo fue un detalle en medio de la conversación.

—Está bien. Siga.

—De acuerdo. Ya sabe que me hizo ir a Islamorada. Me dio la dirección y demás. Me dijo que me entrevistara con las personas que vivían allí. No me dijo que iban a estar muertas. Nunca me dio detalles de ningún tipo, sólo insistió en que fuese…

—¿Y usted no le exigió explicaciones antes de ir?

—¿Para qué? Tampoco me las habría dado. Era un tipo inflexible. Sabía que iba a morir. Por eso fui sin hacer preguntas. Tampoco es tan increíble.

—No, claro. Siga.

—Cuando volví a visitarle en la celda me pidió que le describiese las muertes, que le contara todos los detalles: dónde estaban, cómo habían muerto, todo lo que recordase del escenario del crimen. Se mostró particularmente interesado en saber si habían sufrido. Cuando terminé de contarle todo lo que recordaba, se mostró satisfecho. Obscenamente satisfecho, diría yo.

—Siga.

—Le pregunté que a qué venía tanta alegría y me dijo: «Porque los he matado yo.» Le pregunté cómo lo había hecho y contestó: «Todo puede conseguirse, incluso en el corredor de la muerte, si uno está dispuesto a pagar por ello.» Le pregunté qué había pagado él, pero se negó a revelarlo. Dijo que era cosa mía averiguarlo y que él se iría a la tumba sin despegar los labios. Le pregunté cómo lo había preparado, pero no contestó. Luego me preguntó: «¿No le interesa mi legado?» Entonces me dijo que encendiera la grabadora y empezó a confesar los demás crímenes.

Las mentiras salían de su boca una tras otra. Se sorprendió de la facilidad con que las soltaba.

—¿Cree que hay alguna relación entre la confesión subsiguiente y los crímenes del condado de Monroe?

«He aquí la cuestión», pensó Cowart. Se encogió de hombros.

—Es difícil de decir.

—Pero ¿cree usted que le contó la verdad?

—Sí, a ratos. Es decir, está claro que cuando me envió a esa casa sabía que algo iba a ocurrir. Debía de saber que iban a matarlos. Creo que consiguió lo que se proponía. Pero sobre cómo pagó el encargo…

Shaeffer se levantó.

—Muy bien —dijo—. Gracias. ¿No recuerda nada más?

—Si lo recuerdo se lo haré saber.

—Querríamos llevarnos las cintas originales.

—Ya veremos —atajó el redactor jefe—. Todavía no es posible.

—Puede que contengan más pruebas —dijo la detective.

—Aún tenemos que sacar copias. Quizá para esta tarde, a última hora. Entretanto pueden llevarse una de las transcripciones.

—De acuerdo —dijo. La detective parecía ahora bastante relajada—. ¿Y si necesito ponerme en contacto con usted? —le preguntó a Cowart.

—Estaré por aquí.

—No estará tramando ir a ninguna parte…

—Sí, a casa para descansar.

—Mmm. De acuerdo. Estaremos en contacto por lo de las cintas.

—Llámenme a mí —dijo el redactor jefe.

Ella asintió con la cabeza. Weiss cerró su libreta con brusquedad.

Shaeffer permaneció un instante observando fijamente a Cowart.

—¿Sabe una cosa, señor Cowart? Hay algo que me intriga. En la conferencia de prensa posterior a la ejecución dijo usted que Blair Sullivan le había hablado de la niña de Pachoula.

Cowart notó que algo se le revolvía en las entrañas.

—Cierto… —dijo.

—Pero en la transcripción tampoco hay rastro de eso.

—Me hizo apagar la grabadora. Ya se lo he dicho.

Ella sonrió.

—Es verdad. Sí, supongo que fue eso lo que ocurrió… —Hizo una pausa significativa—. Imagino que llegados a ese punto oiremos la voz de Sullivan diciendo algo como «Apague la grabadora», ¿no?

Cowart, conteniendo el pánico, se encogió de hombros con indiferencia.

—Me habló sobre ese crimen al mismo tiempo que de los asesinatos de Monroe —dijo.

Shaeffer movió la cabeza. Parecía querer estrangular a Cowart.

—Ah, claro. Pero usted no ha dicho eso antes, ¿verdad? Qué raro, ¿no? Dejó que le grabase hablando de todos los crímenes menos de estos dos, ¿correcto? Él, que lo mandó llamar especialmente para que usted fuese la última persona que lo viese vivo. Insólito, ¿no cree?

—No lo sé, detective. Era un tipo insólito.

—Y me parece que usted también, señor Cowart —dijo ella. Luego se dio media vuelta y se marchó con su compañero.

Cowart la siguió con la mirada mientras atravesaba la redacción y desaparecía tras las puertas de salida. Advirtió el vaivén de sus caderas. «Seguro que sale a correr cada mañana —pensó—. Es esbelta y tiene ese aire infeliz e insatisfecho del que practica
footing
.» Deseaba creer que ella se hubiese creído su versión, aunque admitía que era muy difícil.

También el redactor jefe observó cómo la pareja de detectives se marchaba. Entonces respiró hondo y confirmó lo que ya era obvio:

—Matt, esa mujer no se ha creído una sola palabra. ¿Realmente fue eso lo que ocurrió con Sullivan?

—Sí, más o menos.

—No es muy verosímil, ¿no te parece?

—No, no es nada verosímil.

—Matt, ¿qué está pasando aquí?

—Todo es cosa de Sullivan —se apresuró a contestar—. Se dedicó a confundirme. Lo hacía con todo el mundo. Cuando no estaba matando a nadie se dedicaba a eso.

—¿Y qué hay de lo que ha insinuado la detective?

Cowart ensayó una respuesta que tuviera un mínimo de sentido:

—Es como si Sullivan hiciera distingos entre los crímenes. Para él, los de veras importantes, los que no aparecen en la cinta, eran, ¿cómo decirlo?, distintos. Los demás eran como el pan de cada día. Parte de su leyenda. No soy psiquiatra, no sé explicar cómo funcionaba su cabeza.

El jefe asintió.

—¿Es eso lo que vamos a publicar?

—Sí, más o menos.

—Asegurémonos de que si tenemos que pecar de algo sea de exceso de prudencia, ¿de acuerdo? Si algo te genera dudas, no lo pongas. O asegúrate de que está contrastado. Siempre podemos volver a retomarlo.

Cowart trató de esbozar una sonrisa.

—En eso estoy.

—Que sea verdad. Hay más preguntas que respuestas. ¿A quién pretendía encubrir Sullivan? Averígualo, ¿entendido? ¿Trabajarás en esa dirección mientras Edna revisa el resto de la declaración?

—Sí.

—Menuda historia. Alguien trama un asesinato justo antes de su propia ejecución. ¿De qué estamos hablando? ¿Celadores corruptos? ¿El abogado, quizás? ¿Otro de los reclusos? Descansa un poco y luego ponte a ello, ¿vale? ¿Sabes por dónde empezar?

—Sí —respondió Cowart. «No sólo sé por dónde empezar, sino por dónde acabar: Robert Earl Ferguson.»

A pesar del cansancio, Cowart se quedó en la redacción hasta última hora de la tarde. No hizo ningún caso de los reporteros que montaban guardia frente al edificio. Sin embargo, cuando los directores de noticias de todos los canales empezaron a llamar al director ejecutivo, se vio obligado a salir y hacer una declaración breve y poco satisfactoria, lo cual, naturalmente, lejos de sosegarlos los crispó aún más. Al final de la comparecencia no se marchó nadie. Cowart no atendió a las llamadas de los periodistas que pretendían entrevistarlo. Se limitó a esperar la caída de la noche. Cuando hubo aparecido la primera edición, leyó con cautela sus propias palabras, como si éstas pudieran herirle. Introdujo un par de cambios para la segunda edición en los que añadía aún más incógnitas a la confesión de Sullivan y subrayaba la misteriosa esencia de sus actos. Habló una vez más con Edna y el jefe de redacción, fingiendo su voluntad de trabajar en equipo. Luego cogió el montacargas y descendió a las entrañas del edificio, dejando atrás la sala de maquetación, la sección de anuncios clasificados, la cafetería y la planta de rotativas. El edificio temblaba con el zumbido de las máquinas, que iban expulsando miles de ejemplares. Podía sentir el temblor de las rotativas atravesando la suela de sus zapatos.

Uno de los camiones del reparto se lo llevó y lo dejó cerca de su apartamento. Se metió bajo el brazo un ejemplar del periódico del día siguiente y echó a andar, súbitamente aliviado por el anónimo taconeo de sus zapatos sobre la acera.

Echó un vistazo a la fachada del apartamento antes de llegar a la puerta, en busca de más periodistas. No vio a nadie; luego buscó algún rastro de los detectives de Monroe. No sería tan extraño que lo hubieran seguido. No obstante, la calle parecía desierta y Cowart se apresuró a entrar en el vestíbulo. Por primera vez desde que vivía en aquel modesto edificio lamentó su falta de seguridad. Titubeó un instante frente al ascensor, y al final optó por abrir la puerta de emergencia y subir por la escalera; respiraba entrecortadamente y sus pasos resonaban en la contrahuella de linóleo de los escalones.

Abrió la puerta del apartamento y entró. Permaneció un momento en el centro de la estancia, esperando a que se le sosegara el corazón, luego se aproximó a la ventana y se quedó contemplando las oscuras aguas de la bahía. Unas pocas luces se reflejaban inseguras sobre el ondeante charco de tinta negra, devoradas una y otra vez por el vasto océano.

Creía estar solo, pero se equivocaba. No se daba cuenta de que varias personas, pese a encontrarse a kilómetros de distancia, estaban en la habitación con él, como fantasmas, a la espera de su próximo movimiento.

Algunas, por supuesto, se encontraban más cerca. Andrea Shaeffer, por ejemplo, que había aparcado a una manzana y había asistido a su errática fuga con la ayuda de unos prismáticos de visión nocturna, viendo cómo trataba de ocultarse en la oscuridad. Tan concienzuda era su vigilancia que la detective no reparó en Tanny Brown, que cobijado por las sombras del edificio adyacente dejaba que la noche lo ocultara. Brown espió las luces del apartamento de Cowart hasta que se apagaron. A continuación, esperó a que el coche de la detective se adentrara lentamente en las tinieblas de la ciudad antes de moverse, ligero como un gato, hacia el apartamento de Cowart.

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