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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (39 page)

14
Confesión

Tanny Brown estuvo escuchando a través de la puerta del apartamento de Cowart. Podía percibir cómo los distantes sonidos del tráfico urbano penetraban en la quietud de la oscuridad y se entremezclaban con el soniquete de un insecto verde que se estrellaba una y otra vez contra la luz del vestíbulo. Se puso manos a la obra en cuanto oyó que en el apartamento adyacente un par de voces subían de volumen entre risas para luego desvanecerse. Por un segundo se preguntó qué clase de broma era ésa. Volvió a escuchar a través de la puerta; del apartamento de Cowart no llegaba ruido alguno. Cogió con suavidad el pomo de la puerta y lo giró levemente hasta que encontró resistencia. Cerrado. Observó el pestillo de la parte superior y comprobó que estaba echado.

Apretó el puño, contrariado. No soportaba la idea de tener que llamar al timbre. Quería colarse subrepticiamente en el apartamento, como un caco, para sorprender a Cowart y de ese modo sonsacarle la verdad.

Oyó un sonido metálico a su espalda y, dándose la vuelta, trató de refugiarse bajo una sombra. En un acto reflejo se llevó la mano a la pistolera. Era el ascensor, que subía a otro piso. Distinguió el pequeño haz de luz deslizarse entre las puertas y pasar de largo. Suspiró, preguntándose a qué tanto sobresalto. Fatiga e incertidumbre. Volvió la vista a la puerta, pensando que si alguien le sorprendía de esa guisa, llamaría sin duda a la policía, tomándolo por un intruso con malas intenciones.

«Lo cual es precisamente la verdad», pensó con un toque de humor.

Brown respiró hondo, sacudió la cabeza para despejarse y se concentró en su propósito. Notó el latir del odio en las sienes y de pronto se enfureció y empezó a aporrear la puerta.

Cowart se encontraba sentado en el suelo con las piernas cruzadas en medio de los restos de su apartamento. Al oír el estallido de aquellos golpes como disparos de pistola, su primer pensamiento fue permanecer inmóvil como un ciervo cegado por un faro; el segundo fue protegerse y esconderse. Lo que hizo, sin embargo, fue levantarse y dirigirse con paso inseguro en la dirección del estruendo.

Cogió aire y preguntó:

—¿Quién está ahí?

«Soy el señor Problemas», pensó Brown, y dijo:

—Teniente Tanny Brown. Quiero hablar con usted. —Hubo un momento de silencio—. ¡Abra!

A Cowart le entraron ganas de soltar una carcajada. Abrió la puerta y asomó la cabeza.

—Todo el mundo quiere hablar conmigo hoy. Pensaba que sería otro de esos capullos de la tele.

—Pues no, soy yo.

—Pero apuesto a que las preguntas serán las mismas —dijo Cowart—. ¿Cómo me ha encontrado? No figuro en la guía y el redactor jefe nunca le daría mi dirección.

—No ha sido difícil. Usted me dio su número de teléfono cuando intentaba sacar a Bobby Earl de la prisión. Bastó con llamar a la compañía telefónica y decirles que era un asunto de la policía.

Los ojos de ambos hombres se encontraron y Cowart sacudió la cabeza.

—Tendría que haberme imaginado que vendría. Hoy todo parece salirme mal.

Brown hizo un gesto con la mano.

—¿Voy a tener que instalarme aquí o puedo pasar?

Al periodista la situación debía de parecerle cómica, pues se sonrió y volvió a sacudir la cabeza.

—Claro. ¿Por qué no? De todas formas pensaba ir a verle.

Terminó de abrir la puerta. La estancia estaba a oscuras.

—¿Encendemos la luz?

Cowart se acercó a la pared y encendió el interruptor. El detective se quedó asombrado ante el desbarajuste que iluminó la lámpara del techo.

—Santo cielo, Cowart. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Lo han atracado?

El periodista volvió a sonreírse.

—No, sólo ha sido un pronto. Y no tengo ganas de recogerlo. Va a tono con mi estado anímico.

Caminó hasta el centro de la sala y encontró una butaca volcada. La puso de pie, dio un paso atrás y le indicó al detective que se sentara. Quitó de encima del sofá unos papeles que fueron a parar al suelo y se derrumbó en el espacio libre.

—Estoy cansado —dijo Cowart—. No duermo mucho. —Se frotó la cara con las manos.

—Yo tampoco duermo mucho últimamente —contestó Brown—. Demasiadas preguntas. Y muy pocas respuestas.

—Eso tendría en vela a cualquiera.

Se observaron con mirada exhausta. Cowart sonrió y movió la cabeza en respuesta al silencio.

—¿No va a preguntarme nada? —le dijo al detective.

—¿Qué está pasando?

Cowart se encogió de hombros.

—Una pregunta demasiado genérica; no puedo contestar a eso.

—Wilcox me dijo que sea lo que fuere lo que Sullivan le dijo antes de poner su culo en la silla, le hizo pasar un mal rato. ¿Por qué no me cuenta de qué se trata?

Cowart volvió a sonreír.

—¿Eso dijo? Muy propio. Wilcox tiene hielo en las venas. Ni parpadeó cuando activaron la descarga eléctrica.

—¿Y por qué iba hacerlo? ¿No irá a decirme que derramó siquiera una lágrima por Sullivan?

—No, claro que no. Pero…

Brown le interrumpió:

—Bruce Wilcox ve las cosas a su manera.

—Sí, puede —contestó el periodista, asintiendo con la cabeza—. No sé. O sea que quiere saber qué me contó Sullivan. Si le digo que me confesó un sinfín de asesinatos, ¿se quedará satisfecho?

—Puede. Sí.

—Ya veo. La muerte también es un negocio para usted. Como lo era para Sully.

—Supongo que podríamos decirlo así, aunque no me parece la mejor manera de expresarlo. —Brown contempló a aquel hombre despeinado y su apartamento revuelto. Se preguntó cuánto aguantaría antes de cogerlo por el cuello y sacarle las respuestas a bofetadas.

Cowart se retrepó en su asiento, como si retomara el hilo de algo.

—Sully me lo contó todo. Ancianos, ancianas, jóvenes, gente de mediana edad, chicas, chicos. Dependientes de gasolineras y turistas. Cajeros de autoservicios y gente que simplemente pasaba por ahí. Pim, pam. Se cruzan con la persona equivocada; él los coge, los mastica y los escupe a un lado. Cuchillos, pistolas, a algunos los estranguló con sus propias manos o los golpeó con bates, a otros los descuartizó, les disparó o los ahogó. Un buen catálogo de muertes violentas. Un tipo con recursos, ¿eh? Desagradable, muy desagradable. Uno se pregunta adónde irá a parar el mundo, ¿qué ha hecho uno para merecer tanta maldad? ¿Es que no basta con oírsela relatar a alguien durante horas? ¿Explica eso mis… vacilaciones? ¿Era ésa la palabra?

—Puede.

—Pero usted no me cree.

—No.

—Usted cree que hay algo más que me preocupa y se ha tomado la molestia de venir hasta aquí a preguntarme qué es. Su consideración me conmueve.

—No es consideración para con usted.

—No, ya me imagino que no. —Cowart soltó una risa amarga—. Me encanta —continuó—. ¿Quiere algo de beber, teniente? Mientras seguimos con el numerito.

Brown reflexionó un momento y levantó los hombros con gesto de «adelante, ¿por qué no?». Luego se retrepó en la butaca y vio cómo Cowart iba a la cocina y volvía al cabo de unos segundos con una botella, un par de vasos y seis latas de cerveza bajo el brazo.

—Whisky barato —anunció el anfitrión—. Y cerveza, si lo prefiere. Esto es lo que bebemos los reporteros en mi periódico. Nos servimos una cerveza, bebemos un par de sorbos y luego le echamos un chupito de whisky. Ayuda a entrar en calor. Y alivia las tensiones del día en un periquete. Hace que uno se olvide de que trabaja más horas que el reloj por un sueldo escaso y un futuro de risa.

Cowart preparó sendas copas.

—Perfecto. A su salud —dijo, y se bebió la mitad en unos pocos sorbos.

Brown le imitó y el brebaje le quemó la garganta. Hizo una mueca.

—Sabe a rayos. Estropea tanto la cerveza como el whisky —dijo.

—Cierto —asintió Cowart sonriendo otra vez—. Eso es lo bueno. Coge uno dos sustancias que por separado saben divinamente, las mezcla y obtiene algo asqueroso. Y a continuación se lo bebe. Como nosotros.

El detective dio otro trago.

—Aunque mejora a medida que uno va bebiendo.

—¡Ja! En eso se diferencia de la vida. —Volvió a llenar los vasos, se sentó de nuevo en el sofá, pasó un dedo por el borde del vaso y se quedó escuchando el chirrido—. ¿Por qué iba a contarle nada? —preguntó despacio—. Cuando acudí a usted preguntando por Ferguson, me echó los perros. Su amigo Wilcox. No me lo puso nada fácil, ¿no cree? ¿Era la verdad lo que le interesaba cuando encontramos aquel cuchillo? ¿O sólo quería mantenerse en sus trece? Dígame, ¿por qué tendría que ayudarle?

—Por una razón muy simple. Porque yo puedo ayudarle a usted.

Cowart sacudió la cabeza.

—No lo creo. Y tampoco me parece una buena razón.

Brown se revolvió en su asiento y clavó los ojos en el periodista.

—¿Qué me dice de esta otra? —dijo después de vacilar un instante—: Estamos juntos en esto. Lo estuvimos desde buen principio. Y aún no ha terminado, ¿verdad?

—No —admitió Cowart.

—El problema, a mi parecer, es que estoy metido en algo pero no sé lo que es. Sólo necesito que usted me ilumine un poco.

Cowart se reclinó y se quedó mirando al techo, intentando decidir qué podía decirle al detective y qué era mejor callarse.

—Así es la mayoría de las veces, ¿no?

—¿Cómo?

—Entre polis y periodistas.

Brown asintió con la cabeza.

—Perros y gatos. En el mejor de los casos.

—Tenía un amigo —empezó Cowart— que era detective de homicidios, como usted. Solía decirme que a los dos nos interesaban las mismas cosas, sólo que con finalidades distintas. Durante mucho tiempo ninguno de los dos logró comprender del todo los motivos del otro. Para él, yo sólo quería escribir mis artículos; y para mí, él sólo quería resolver sus casos y trepar escalafones en la jerarquía. Su información me era útil para mis artículos y sus casos se hicieron tan conocidos que lo promovieron en el departamento. Era como una simbiosis. Ambos queríamos averiguar las mismas cosas, necesitábamos la misma información, a veces nos valíamos de los mismos métodos, aunque no siempre lo reconocíamos, y aun así la desconfianza era mutua. Recorríamos la misma calle por aceras distintas, pero jamás nos decidíamos a cruzar la calzada. Tuvo que pasar mucho tiempo para que nos fijáramos en nuestras similitudes y dejáramos a un lado nuestras diferencias.

Brown se rellenó el vaso, empezaba a notar el efecto del licor sobre sus exaltados sentimientos. Bebió un sorbo y miró a Cowart.

—Está en la naturaleza de los detectives el desconfiar de todo lo que escapa a su control. Sobre todo cuando se trata de información.

Cowart sonrió de nuevo.

—Esto es lo que lo hace emocionante, teniente. Sé algo que a usted le gustaría saber. Esto me da ventaja. Generalmente soy yo el que acude a personas como usted en busca de información.

Brown sonrió a su vez, aunque no porque el comentario le resultara gracioso. Fue una sonrisa que hizo que Cowart agarrara su vaso con más fuerza y cambiara de posición en su asiento.

—Pero yo he venido aquí para hablar con usted de otro asunto. Aún no he bebido lo bastante como para olvidarme, ¿sabe, señor Cowart? No creo que haya suficiente alcohol en esta casa para hacer que me olvide de eso. Ni en todo el mundo lo habría.

El periodista se inclinó hacia delante.

—Le diré lo que vamos a hacer, teniente. Usted quiere información y yo también quiero información. Hagamos un trato.

El detective dejó su vaso.

—¿Qué trato?

—La confesión. Ésa es la primera parte del trato, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Cuénteme entonces la verdad sobre esa confesión, y yo le contaré la verdad sobre Ferguson.

Brown se quedó sentado con la espalda muy recta, como si el recuerdo le entumeciera el cuerpo y las palabras.

—Señor Cowart —contestó despacio—, ¿sabe lo que pasa cuando uno ha vivido siempre en un lugar pequeño? Que si algo no funciona, puede olerlo en el aire, no sabe exactamente cómo, quizás en cómo el calor se deja sentir a mediodía y se desvanece al atardecer. Es como saberse las notas de una melodía: cuando la banda las toca, es como si ya las hubieras oído antes. No es que todo marche siempre a pedir de boca; también suceden cosas terribles. Pachoula no es tan grande como Miami, pero eso no quita que también tengamos maridos que pegan a sus mujeres, camellos adolescentes, putas, usureros, chantajistas y asesinos. Pasan las mismas cosas, sólo que es menos descarado.

—¿Y Bobby Earl?

—La cagó de buen principio. Yo sabía que planeaba matar a alguien. No sé si era su manera de caminar, de hablar, o esa risita que soltaba cuando le paraba yendo en coche. De donde procedía no podía esperarse otra cosa, era como un perro adiestrado para pelear. Trasladarse a la ciudad no hizo más que empeorar las cosas. Destilaba odio. A mí me odiaba, y a usted; lo odiaba todo. Iba a la deriva, haciendo tiempo hasta que el odio lo corrompiera por completo. Durante todo ese tiempo, él sabía que yo lo seguía. Sabía que estaba esperando. Y sabía que yo sabía que él también estaba esperando.

Cowart se quedó contemplando los entornados ojos del detective y pensó que Ferguson no era el único que destilaba odio.

—Deme detalles.

—No hay muchos. Una chica que asegura que la siguió hasta su casa. Otra dice que la quiso montar en su coche; al parecer se ofreció a llevarla. Trataba de ser amable. Una patrulla vecinal lo pilló merodeando por el barrio con las luces apagadas a medianoche. Había habido alguna violación y agresiones en los condados vecinos, pero los peritos no pudieron relacionarlas con él. Otra patrulla lo sorprendió en la puerta del colegio una semana antes de la desaparición y el asesinato de la niña, era justo la hora de salir de clase y él no supo explicar qué estaba haciendo ahí. Joder, pero si incluso pasé su nombre a la red nacional y pregunté a la policía de Nueva Jersey si en Newark tenían algo. Pero nada.

—Hasta que un día Joanie Shriver aparece muerta, ¿verdad?

Brown suspiró. El alcohol lo había apaciguado un poco.

—Exacto. Un día Joanie Shriver aparece muerta.

Cowart miró fijamente al teniente.

—Hay algo que no me está contando.

Brown lo reconoció con un gesto.

—Era la mejor amiga de mi hija. Y amiga mía también.

El periodista asintió con la cabeza.

Brown habló en voz baja:

—Su padre es el dueño de una cadena de ferreterías. Eran del abuelo, quien, cuando yo iba al colegio, me consiguió un empleo como hombre de la limpieza. Era uno de esos hombres que no prestaban atención al color de la piel, aunque en esos tiempos todo el mundo se fijaba en eso. ¿Recuerda lo que pasaba en Florida a principios de los sesenta? Había marchas, sentadas, quemas de cruces. Y a pesar de todo, él me dio un empleo. Me ayudó cuando entré en la universidad. Y cuando volví de Vietnam me recomendó en el cuerpo de policía. Hizo algunas llamadas y movió un par de hilos. Le debían algunos favores. ¿Cree que eso no significa nada? Y su hijo era amigo mío. Trabajábamos juntos en la ferretería. Nos contábamos chistes, hablábamos de nuestros problemas, de nuestras ilusiones de futuro. No era algo habitual en aquellos tiempos, aunque a usted todo eso seguramente no le diga nada. Pero para mí, señor Cowart, significa mucho. Nuestras hijas jugaban juntas. Y si tiene alguna idea de lo que eso significa, entenderá por qué no consigo dormir por las noches. Les debo un par de favores. Aún se los debo.

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