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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (55 page)

BOOK: Juicio Final
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Estaba aturdida, pero el entusiasmo de su colega y una súbita sensación de que podía escurrírsele entre los dedos su caso más importante hasta la fecha le permitieron superar todas sus dudas. Recorrió la habitación con la mirada. Parecía como si en su interior se hubieran disipado todas las sombras.

—Tal vez debería pasar página y volver a casa —dijo por fin.

—Bueno, haz lo que estimes oportuno. Por mí, no hay ningún problema. Aquí hace mucho mejor tiempo, eso sí. ¿No hace frío ahí arriba?

—Hace frío. Y llueve.

—Pues ya ves. Pero ¿y ese Ferguson?

—No es trigo limpio, Mike —se oyó decir de nuevo.

—Vale, entonces, haz una cosa. Ve y comprueba sus horarios, da una vuelta por allí para cerciorarte de que su coartada es tan buena como él dice, luego habla con ese poli amigo mío y vuelve a casa. No será una pérdida de tiempo si pones a la policía local tras su pista. A lo mejor se está cociendo algo ahí arriba. En todo caso, lo único que tengo previsto para los próximos días son entrevistas al personal que trabajó en el corredor. Nuestro sargento es sólo uno de una larga lista. Ya sabes, preguntas rutinarias, nada que vaya a inquietarlo. Creerá que no es más que uno de tantos. Y luego: ¡zas! Esperaré a que llegues tú. Quiero ver cómo lo machacas. Mientras tanto, satisfaz tu curiosidad. Después vuelve aquí. —Hizo una pausa, y añadió—: ¿A que soy un jefe razonable? Ni gritos ni juramentos. Supongo que no tendrás quejas…

Shaeffer sonrió.

Cuando colgó se preguntó qué debía hacer. Recordó la ocasión en que su madre la empaquetó junto a todas las pertenencias que pudo embutir en la vieja camioneta y se marcharon de Chicago. Había sido a última hora de un día gris y ventoso, cuando la brisa encrespaba el lago Michigan: una aventura y una pérdida. En aquel instante había tomado definitiva conciencia de que su padre había muerto y de que ya no volvería jamás. No había sido al abrir la puerta de su casa y encontrarse con dos oficiales uniformados y cara de circunstancia. Tampoco en el funeral, y ni siquiera cuando el gaitero interpretó la conmovedora canción fúnebre; y tampoco las muchas veces que notó cómo sus compañeros de clase la miraban con la cruel curiosidad que suscita la pérdida en los niños. Fue aquella tarde, al subir a la camioneta de su madre.

Se dio cuenta de que en la infancia, y también en la vida adulta, hay ocasiones como aquélla, momentos en que todo te arrastra en una dirección. Decisiones tomadas. Pasos dados. La inexorabilidad de la vida. Y ahora había llegado la hora de tomar una de aquellas decisiones.

Ferguson le vino a la mente. Lo vio sentado en aquel sofá raído, sonriéndole con sorna, burlándose de ella. «¿Por qué?», se preguntó de nuevo. La respuesta le surgió al instante: porque ella le estaba preguntando por el homicidio equivocado.

Se recostó en la cama. Decidió que todavía no estaba preparada para olvidarse de Robert Earl Ferguson.

La suave lluvia y la escasa luz natural se prolongaron hasta la mañana siguiente, trayendo consigo un frío húmedo y penetrante. El cielo gris parecía fundirse con el marrón sucio del río Raritan, que discurría a orillas del campus de Rutgers, de ladrillo y hiedra. Shaeffer cruzó el aparcamiento con el escaso abrigo de su gabardina y sintiéndose como una especie de refugiada.

No tardó mucho en verse atrapada por el parsimonioso ritmo de la burocracia universitaria. En el departamento de criminología, tras explicar a una secretaria el motivo de su visita, la enviaron a un edificio administrativo. Allí, un ayudante del decano le dio una lección sobre la política de protección de datos de los alumnos aunque, pese a su propensión al sermoneo, finalmente la autorizó a entrevistarse con los tres profesores a los que buscaba. Encontrarlos supuso una tarea igual de ardua. Los horarios de atención eran dispares. Los números de teléfono particulares no se facilitaban. Sacó a relucir su placa, pero no consiguió impresionar a nadie.

Era mediodía cuando encontró al primer profesor, comiendo en la cafetería de la facultad. Impartía una asignatura sobre técnicas forenses. Tenía el cabello hirsuto, complexión delgada, vestía un abrigo informal y pantalones caqui, y tenía la irritante costumbre de desviar la mirada hacia un lado cuando hablaba. Shaeffer tenía un único asunto en mente, el momento en torno al cual se habían producido los asesinatos en los cayos, y el caso era que se sentía un poco ridícula investigándolo, especialmente sabiendo lo que sabía sobre aquel sargento de la prisión. De todos modos, era un lugar por donde comenzar.

—No sé qué tipo de ayuda podré prestarle —respondió el profesor entre bocado y bocado de su mustia ensalada verde—. El señor Ferguson es uno de los primeros de la clase. No el mejor, pero sí bastante bueno. Notable alto, tal vez. Sobresaliente no, eso no lo creo, pero es aplicado. Aplicado y constante. Tiene más experiencia práctica que la mayoría de los alumnos. Esto no ha tenido gracia, supongo. Muy bueno con las técnicas. Bastante interesado en la ciencia forense. No tengo quejas.

—¿Y la asistencia?

—Asiste siempre a clase.

—¿Y los días en cuestión?

—Tuvimos clase dos días aquella semana. Sólo veintisiete alumnos. No es fácil esconderse, sabe. Uno no puede enviar a un compañero para que recoja sus trabajos. Martes y jueves.

—¿Y?

—Estuvo aquí. Consta en mi cuaderno. —Recorrió con sus delgados dedos una columna de nombres—. A ver… Sí.

—¿Estuvo aquí?

—No se ha perdido ni una clase. Este mes no. Algunas ausencias anteriores, pero todas justificadas.

—¿Justificadas?

—Quiero decir que me dio una buena razón. Recogió él mismo sus trabajos. Y entregó un trabajo para recuperar las horas. Eso se llama dedicación, especialmente en los tiempos que corren.

El profesor cerró el cuaderno y regresó a su ensalada.

Shaeffer encontró al segundo profesor a la entrada de un aula, en un pasillo lleno de estudiantes que se dirigían a sus clases. Aquel hombre enseñaba Historia del Crimen en Estados Unidos, una asignatura teórica diseñada para acoger a cien alumnos. Llevaba un maletín y varios libros bajo el brazo y no recordaba si Ferguson había asistido a clase en esas fechas específicas, pero en la hoja de asistencia constaba la firma de Ferguson.

El atardecer se acercaba y una luz grisácea llenaba los pasillos de la universidad. Shaeffer se sentía irritada y decepcionada. No es que tuviera muchas esperanzas en que Ferguson hubiera faltado a la universidad cuando se cometieron los asesinatos, pero aun así la frustraba la sensación de estar perdiendo el tiempo. Apenas si había avanzado en su investigación. Rodeada por las incesantes aglomeraciones de estudiantes, incluso Ferguson había comenzado a perder importancia en su cabeza. «¿Qué demonios estoy haciendo aquí?», se preguntó.

Decidió regresar al motel; pero en el último momento decidió llamar a la puerta del tercer profesor. Si no había nadie, se dijo, volvería sin más a Florida.

Encontró su despacho tras varios intentos fallidos y llamó a la puerta con brusquedad. Abrió un hombre achaparrado con gafas redondas estilo años sesenta bajo una maraña despeinada de cabello color arenoso. Vestía una chaqueta holgada de tweed con varios bolígrafos en el bolsillo del pecho, de los cuales uno parecía perder tinta. Llevaba la corbata floja y exhibía una barriga prominente apenas contenida por el cinturón de los pantalones de pana. Por su aspecto, aparentaba haber estado durmiendo la siesta vestido, pero sus ojos escudriñaron con rapidez a la detective.

—¿Profesor Morin?

—¿Es usted una alumna?

Ella le mostró su placa y él la estudió un momento.

—Florida, ¿eh?

—¿Puedo hacerle unas preguntas?

—Desde luego. —Le indicó que pasara al despacho—. La estaba esperando.

—¿Esperando?

—Ha venido a preguntar por el señor Ferguson, ¿no es así?

—Sí, correcto —dijo entrando en la reducida habitación.

Había una sola ventana que daba a un patio interior. Una pared estaba repleta de libros y en la otra había un pequeño escritorio y un ordenador. Vio recortes de prensa pegados en las escasas superficies libres. También había tres luminosas acuarelas de flores colgadas de la pared, que contrastaban con el aspecto sombrío del recinto.

—¿Cómo lo sabía? —preguntó Shaeffer.

—Él me llamó. Me dijo que usted vendría a preguntar por él.

—Ya.

—Bueno —empezó el profesor, hablando con el expresivo entusiasmo de quien lleva demasiado tiempo encerrado—, el historial de asistencia a clase del señor Ferguson es más que correcto. Sencillamente intachable. En especial durante el período que a usted le interesa. —Se sentó con brusquedad en una silla que crujió bajo su peso—. Espero que eso aclare cualquier malentendido que haya.

El profesor sonrió, dejando al descubierto una dentadura blanca y uniforme que parecía desentonar con su aspecto desaliñado.

—Es un alumno bastante bueno, ¿sabe? Se lo toma todo muy en serio, ¿entiende?, y eso genera rechazo en los demás. Es muy solitario, pero imagino que el corredor de la muerte tendrá algo que ver con eso. Sí, serio, entregado, muy retraído. Yo no veo eso en muchos estudiantes. Produce cierta inquietud, pero en el fondo estimula. Como el peligro, supongo.

El profesor Morin continuó barbullando:

—Incluso los policías que vienen aquí para dar un impulso a sus carreras lo consideran simplemente un medio para conseguir créditos y progresar. En cambio, el señor Ferguson muestra genuino interés por el estudio.

Había una única silla en un rincón, rayada y gastada por el uso, y Shaeffer la cogió para sentarse. Obviamente estaba pensada para que los alumnos que acudían con sus preocupaciones se sintieran incómodos y permanecieran allí el menor tiempo posible.

—¿Conoce usted bien al señor Ferguson? —preguntó.

El profesor se encogió de hombros.

—Igual de bien que cualquiera. Es un hombre interesante.

—¿En qué sentido?

—Bueno, yo doy clase de Medios de Comunicación y Crimen y él tiene una habilidad natural para la materia.

—¿Y eso?

—Bueno, se le ha pedido en varias ocasiones que expresara sus opiniones. Siempre son, ¿cómo le diría yo?… intrigantes. Quiero decir, uno no da clase todos los días a alguien que tiene experiencia de primera mano sobre el terreno. Y que podría haber acabado en la silla eléctrica de no haber sido por la prensa.

—Cowart.

—Exacto. Matthew Cowart, del
Miami Journal
. Un Premio Pulitzer, y bien merecido, debo decir. Un gran trabajo de periodismo de investigación.

—¿Y cuáles son las opiniones de Ferguson, profesor?

—Bueno, yo diría que está muy sensibilizado con el asunto de la información y las razas. Hizo un trabajo de análisis del caso de Wayne Williams en Atlanta. Planteó el tema de la doble vara de medir, ya sabe, unas normas para informar sobre los crímenes cometidos por la comunidad blanca y otra para los cometidos por la comunidad negra. Una distinción que en este caso suscribo, detective.

Shaeffer asintió con la cabeza.

Morin hacía girar su silla, manteniendo un constante vaivén, sin duda embelesado con su propia voz.

—… Sí, él argumentaba que la falta de atención por parte de los medios de comunicación a los crímenes de la comunidad negra conlleva una reducción de los recursos de la policía, disminuye la actividad de los organismos fiscales y contribuye a dar la imagen de que el crimen es una estructura común de la sociedad. Un punto de vista inquietante. La reducción del crimen a una rutina, supongo. Ayuda a explicar por qué casi un cuarto de la población de varones negros jóvenes está o ha estado entre rejas.

—¿Y él acudía a clase?

—Excepto cuando tenía una justificación.

—¿Qué clase de justificación?

—De vez en cuando da charlas y discursos, muchas veces a grupos eclesiásticos de Florida. Por aquí, desde luego, nadie sabe nada de su pasado. La mitad de los alumnos de la clase ni siquiera habían oído hablar del caso hasta el inicio del semestre. ¿Puede creerlo, detective? Eso da una idea del nivel de los alumnos hoy en día.

—¿Ferguson va a Florida?

—De vez en cuando.

—¿Tiene las fechas?

—Sí. Pero creí entender a Ferguson que usted sólo estaba interesada en la semana que…

—No, me interesan también otras fechas.

El profesor vaciló y luego se encogió de hombros.

—Imagino que esto no perjudica a nadie.

Cogió una libreta, pasó las páginas rápidamente y por fin llegó a la hoja de asistencia. Se la entregó a Shaeffer y ella anotó las fechas en que Ferguson se había ausentado.

—¿Es todo, detective?

—Creo que sí.

—Como ve, aquí todo es rutinario y normal. Quiero decir que él encaja en esta universidad. También tiene un futuro por delante, intuyo. No hay duda de que es capaz de conseguir el título.

—¿Encaja?

—Desde luego. Ésta es una universidad grande y urbana. Él tiene sitio aquí.

—En el anonimato.

—Como cualquier alumno.

—¿Sabe dónde vive, profesor?

—No.

—¿Algo más sobre él?

—No.

—¿Y no siente un escalofrío cuando habla con él?

—Impone porque es serio, como dije antes, pero no veo por qué eso debería convertirlo en sospechoso de homicidio. Supongo que él mismo se pregunta si algún día la policía de Florida dejará de interesarse por él. Y creo que se trata de una pregunta legítima, detective, ¿no le parece?

—Un hombre inocente no tiene nada que temer —respondió ella.

—Ya —el profesor meneó con la cabeza—, pero en nuestra sociedad son los culpables quienes muchas veces están a salvo.

Shaeffer lanzó una mirada al profesor, que parecía a punto de embarcarse en una diatriba estilo años sesenta, trasnochada y cuasi radical. Decidió que iba a saltarse aquella clase.

Se despidió y salió de la oficina. No estaba segura de qué era lo que había oído, pero había oído algo. «Anonimato.» Recorrió parte del pasillo hasta que de pronto tuvo la sensación de que alguien la observaba. Se volvió y vio al profesor cerrando la puerta de su despacho. El sonido reverberó en el vacío pasillo. Inspeccionó alrededor en busca de los estudiantes que inundaban antes el lugar y que en aquel momento parecían haber sido absorbidos por los despachos, las aulas y las salas de conferencias.

Sola.

Se encogió de hombros. «Es de día —se dijo— y éste es un lugar público, lleno de gente.» Echó a caminar un poco más deprisa, haciendo resonar sus zapatos en el linóleo brillante. Apretó el paso, amplificando el eco de sus pisadas. Llegó a una escalera que también estaba vacía y se apresuró a bajar. Se detuvo bruscamente al oír cerrarse una puerta y de pronto reparó en que por detrás de ella sonaban pasos precipitados. Se arrimó a la pared y palpó el arma que llevaba en el bolso. Los pasos se aproximaban. Ella se agazapó en un rincón y empuñó el arma sin sacarla. De repente vio aparecer un estudiante joven, cargado de libros y cuadernos, que bajó la escalera a toda prisa pisando fuerte con sus zapatillas de baloncesto. El chico apenas la miró al pasar por su lado; sin duda llegaba tarde a clase. Shaeffer cerró los ojos. «¿Qué me está pasando? —se preguntó, y sacó la mano del bolso—. ¿Qué temo?» Llegó a la salida y divisó las puertas del edificio de enfrente. El cielo de media tarde al otro lado del cristal de la salida se veía gris y lúgubre.

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