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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (52 page)

BOOK: Juicio Final
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—¿Y bien? —preguntó por fin—. ¿Ahora qué?

—Ya lo ve —dijo Brown—, no es gran cosa como ciudad. Siempre ha estado a la sombra de Pensacola y Mobile. Pero yo no conocía ni deseaba otra cosa. Incluso cuando hice el servicio militar o cuando me trasladé a estudiar a Tallahassee, sabía que lo que quería era volver aquí. ¿Y usted, Cowart? ¿Cuál es su hogar?

Cowart pensó en la pequeña casa de ladrillo en que se había criado. Quedaba algo alejada de la calle y en el patio delantero había un gran roble. En el porche había un columpio medio resquebrajado que nunca utilizaban y que se había oxidado con el paso de los años. Sin embargo, casi de inmediato la imagen de la casa se difuminó y ante él apareció el periódico de su padre, veinte años atrás, visto a través de sus ojos infantiles, antes de la existencia de los ordenadores y la maquetación electrónica. Era como si su conocimiento del mundo hubiera pasado por el tamiz de aquellas desvencijadas mesas de acero gris, la tenue luz de los fluorescentes, la cacofonía de los teléfonos sonando continuamente, las tumultuosas voces de la sala de reuniones, el pitido de los tubos de vapor que unían la redacción con la sala de tipógrafos, el repiqueteo de los dedos en aquellas antiguas máquinas de escribir que plasmaban el resumen de los acontecimientos del día. Había crecido sin desear otra cosa que marcharse, pero interpretando esa partida como un regreso a lo mismo, aunque en grande y mejor. Por fin, Miami. Uno de los mejores periódicos del país. Una vida definida en palabras. «Tal vez una muerte definida en palabras también», pensó.

—No tengo hogar —contestó—, sólo mi trabajo.

—¿No son lo mismo?

—Supongo. Cuesta distinguir.

El teniente asintió.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó de nuevo Cowart.

Brown no tenía una respuesta clara.

—Bueno —dijo—, ya sabemos quién mató en verdad a Joanie Shriver. —Y pensó: «Lo sabía, siempre lo supe.» Sin embargo, tampoco pudo dejar de pensar que ahora las cosas habían cambiado.

—Es intocable, ¿verdad? —preguntó Cowart.

—Por los tribunales no lograremos nada. Confesión bajo tortura, registro ilegal. Por ahí, nada.

—Y yo tampoco puedo tocarlo —añadió Cowart con amargura.

—¿Por qué? ¿Qué pasaría si escribiera un artículo?

—No quiera saberlo.

De improviso, Brown acercó el coche a la acera y frenó. Se volvió hacia el periodista.

—¿Qué pasaría? —repitió la pregunta con aspereza—. ¡Dígamelo, joder! ¿Qué pasaría?

Cowart meneó la cabeza.

—Le diré lo que pasaría: si escribo un artículo se nos echarán a la yugular. ¿Cree que la prensa ya se cebó con usted? Pues no tiene ni idea de lo que son capaces cuando detectan sangre en el agua. Todos querrán su parte del pastel. En su vida habrá visto tanto micrófono, tanto bloc de notas ni tanta cámara. Un policía y un periodista imbéciles arruinan sus carreras al dejar libre a un asesino. No habrá periódico o noticiario que no mate por la noticia.

—¿Y qué pasaría con Ferguson?

Cowart arrugó el entrecejo.

—Para él sería más fácil. Se limitaría a negarlo. Sonreiría a la cámara y diría: «No, señor. Yo no hice nada. Habrán manipulado las pruebas.» Dirá que se la hemos jugado, que todo ha sido una trampa tendida por un poli resentido. Dirá que usted ha manipulado unas pruebas encontradas en otro lugar, en algún lugar donde Sullivan me hubiese recomendado buscar, como pasó con el cuchillo. Usted me habría convencido para hacerlo, o me habría engañado, da lo mismo, y yo me dedicaría a cubrirle las espaldas. Y mucha gente se lo creería. Ya le sacó una confesión a golpes, ¿qué tal si cambiamos de estrategia? —Brown fue a abrir la boca, pero Cowart no había terminado—. Imaginemos que nos demanda por difamación. ¿Se acuerda de Visión fatal? El tipo interpuso una demanda sin ningún fundamento y al momento todo el mundo pareció olvidarse de que había sido condenado por asesinar a su mujer y sus hijos y se puso a examinar con lupa lo que Joe McGinniss había o no había dicho. ¿Cree que alguien se va morder la lengua? ¿Que se van a cortar? ¿Qué dirá cuando Barbara Walters o ese bastardo de Mike Wallace le aborden en su mesa con las cámaras grabando y los focos haciéndole sudar y le pregunten: «O sea que fue usted quien permitió que le dieran una paliza al señor Ferguson?, ¿no? ¿Sabía que eso viola la ley? ¿Ignoraba que si eso se descubría Ferguson quedaría en libertad?» ¿Qué beneficio sacará de hacer declaraciones? ¿Cómo va a responder a esas preguntas, teniente? ¿Cómo logrará demostrar que no fue usted quien depositó esas pruebas en casa de Ferguson? Dígame, porque de verdad me gustaría saberlo.

Brown le lanzó una mirada hostil.

—¿Y qué pasaría con usted?

—Oh, conmigo se cebarían igual. Este país está habituado a los asesinos, son una especie conocida. Pero ¿el fracaso? Ah, el fracaso siempre es un hueso jugoso. Los errores y las meteduras de pata no van con el espíritu americano. Toleramos el asesinato, pero no la derrota. Ya lo estoy viendo: «Señor Cowart, ganó usted el Pulitzer por decir que este hombre era inocente. ¿Qué espera ganar diciendo que no lo es?» Y peor aún: «¿Culpable? ¿Inocente? ¿En qué quedamos, señor Cowart? O lo uno o lo otro. ¿Por qué no lo dijo antes? ¿A qué esperaba? ¿Qué trataba de encubrir? ¿Qué otros errores ha cometido? ¿Es consciente de la diferencia entre una verdad y una mentira, señor Cowart?» —Cogió aliento—. Tiene que entender una cosa, teniente.

—¿Cuál?

—Que aquí sólo habrá dos personas a las que todo el mundo considerará culpables: usted y yo.

—¿Y Ferguson?

—Le molestarán un tiempo, pero saldrá bien librado. Puede que incluso quede como un héroe en determinados círculos. Le idolatrarán aún más que ahora.

—Libre…

—Libre para hacer lo que más le plazca.

Cowart abrió la puerta y bajó del coche. Se quedó de pie en la acera, dejando que la brisa templara sus emociones. Observó la calle y se detuvo en una antigua barbería que ostentaba aún el tradicional cilindro giratorio; se quedó mirando el movimiento sin fin de los colores, siempre avanzando pero sin llegar a parte alguna. Apenas si se percató de que también Brown había bajado del coche.

—Supongamos que ya lo está haciendo —dijo con enervante frialdad a la espalda de Cowart—. Otra Dawn Perry. Desaparecerá un día de éstos. «¿Puedo ir a nadar a la piscina? Sí, pero vuelve antes de la cena…» Ahora ya sabemos lo que le gusta, ¿verdad, Cowart?

—Ya.

—Y nada podrá impedir que siga dedicándose a su actividad favorita antes de aquellas cortas vacaciones en el corredor de la muerte, ¿no?

—No. Nada. ¿Qué sugiere, detective?

—Una trampa —dijo Brown con aire cansino—. Tendámosle una trampa. Si no podemos endilgarle un caso viejo, cacémosle con uno nuevo.

Cowart supo sin necesidad de girarse que el odio confería una expresión pétrea a Brown.

—Siga —pidió.

—Algo que no deje lugar a dudas sobre su autoría. Que cuando yo lo detenga y usted escriba la noticia, a nadie le quepa la menor duda. ¿Me explico? Ninguna duda. ¿Puede escribir un artículo así, Cowart? ¿Un artículo que no le deje ninguna escapatoria?

Al periodista le vino el recuerdo de un pescador de Maine que ponía peces muertos en las trampas para langostas antes de echarlas a las oscuras y gélidas aguas de la costa. Fue un verano y él era un chiquillo. Recordó la fascinación que le produjeron aquellas sencillas aunque letales trampas. Una caja hecha de unas pocas piezas de madera y alambre. Las langostas entraban por un extremo, incapaces de resistirse a la tentación del pescado en descomposición; después, tras haber comido, no podían maniobrar para salir por la pequeña entrada. Caían presas de una combinación de codicia, necesidad y limitaciones físicas.

—Puedo escribir ese artículo —contestó. Se volvió y añadió—: Pero las trampas llevan su tiempo. ¿Disponemos de tiempo, teniente? ¿De cuánto?

Brown sacudió la cabeza.

—No tenemos más opción que arriesgarnos.

Brown dejó a Cowart en su oficina y se marchó con la excusa de que debía comprobar si Wilcox tenía ya los resultados preliminares de los análisis de la ropa y la alfombrilla. El periodista se quedó mirando los documentos y fotografías que ya había examinado y a continuación telefoneó al
Miami Journal
. La operadora de la centralita le pasó con Edna McGee. Él se preguntó cuánta gente habría sucumbido a la dulzura de su voz, ignorando que ocultaba una mente resuelta y ávida de información.

—¿Edna?

—Matty, Matty, pero ¿dónde te habías metido? No hago más que dejarte mensajes.

—Estoy en Pachoula, con los polis.

—¿Con ellos? Creí que ibas a Starke para ver si encontrabas algo en la prisión.

—Ése es el paso siguiente.

—Pues yo me daría prisa. El
St. Pete Times
publica hoy que Sullivan dejó allí varias cajas con documentación, diarios, descripciones y no sé qué más. Quizás algo donde se describa cómo tramó los asesinatos. El periódico dice que los detectives de Monroe están estudiando el material. También se han entrevistado con todo el personal que trabajó en el corredor de la muerte durante la estancia de Sullivan. Han conseguido incluso una lista de visitas. Yo he estado haciendo llamadas y artículos de seguimiento, pero el jefe de redacción no hace más que preguntar dónde coño te has metido. Y sobre todo que por qué coño no escribiste tú un artículo antes que el capullo del St. Pete. Está disgustado, Matty, bastante disgustado. ¿Dónde te habías metido?

—En los cayos.

—¿Has sacado algo?

—Nada para el periódico, todavía. Uno o dos titulares que…

—¿Que qué?

—Edna, dame un respiro.

—Mira, Matty, yo en tu lugar me sacaría de la manga un buen titular para ya mismo. Si no, los lobos empezarán a llamar a la puerta en busca de carnaza. No sé si me explico.

—Te explicas. Muy explícita.

Edna rió.

—A nadie le apetece dejar el caviar y pasarse a la comida para perros.

—Gracias, Edna. Es reconfortante hablar contigo.

—Yo sólo te aviso.

—Tomo nota. Bueno, ¿y tú qué has estado haciendo?

—Siguiéndole el rastro a tu amigo Sullivan, un verdadero artista del embuste.

—¿A qué te refieres?

—Verás, de los cuarenta y tantos asesinatos que tenía en su haber, he averiguado que sólo cometió la mitad. Puede que incluso menos.

—Sólo veinte… —Se escuchó pronunciando esas palabras y se dio cuenta de lo estúpidas que sonaban. «Sólo veinte.» Como si eso hiciera a Sullivan la mitad de execrable que a quien hubiera cometido cuarenta.

—Eso es. Estoy segura. Por lo menos sólo esos veinte parecen convincentes.

—¿Y los demás?

—Bien, parece obvio que no los cometió él porque ya hay gente encerrada por ellos, algunos incluso en el corredor de la muerte. Simplemente los integró en el entramado de su propia historia, ¿entiendes? Como aquello que te conté del crimen de la reserva Miccosukkee, por ejemplo. En un momento dado se atribuyó la muerte de una mujer en las afueras de Tampa. Una camarera que conoció en un bar, que pensaba que iban a divertirse un rato y a la que acabó matando, ¿te acuerdas?

—Sí, claro. Recuerdo que no habló mucho de ella, aunque parecía haber disfrutado lo suyo matándola.

—Exacto. Esa misma. Pues bien, todos los detalles eran correctos, excepto uno: el verdadero criminal cometió otros dos asesinatos en la misma zona y actualmente está encerrado en una celda a menos de diez metros de la que ocupaba Sullivan. Añadió ésta a las demás. Hasta que investigué ésta no sonó la alarma. ¿Comprendes ahora lo que hacía ese psicópata? Se atribuía crímenes ajenos, crímenes resueltos y con un culpable entre rejas, y los añadía a su cómputo personal. Lo hizo en un par de ocasiones más, con crímenes atribuidos a otros inquilinos del corredor. Era como un base que se empeña en dar asistencias en los últimos minutos de un partido que ya está ganado. Pretendía hinchar la estadística. —Edna rió.

—Pero ¿por qué?

Cowart pudo sentir cómo ella se encogía de hombros al otro lado de la línea.

—Quién sabe. Puede que por eso los del FBI estuvieran tan interesados en hablar con Sully antes de que palmara.

—Pero…

—Bueno, tengo una teoría. Llámala el postulado de McGee o lo que sea, pero que suene científico. He estado preguntando por ahí, ¿sabes?, y adivina qué. A Ted Bundy se le atribuyen treinta y ocho asesinatos. Puede que más, pero el cómputo oficial es éste, y de eso fue de lo último que habló Sullivan antes de irse también él de cabeza al infierno. Para mí está claro que el viejo Sully quería ganarle por un par. Se han encontrado al menos tres libros sobre Bundy entre los efectos personales de Sully. Curioso detalle, ¿no? La medalla de plata, por decirlo así, se la lleva Okrent, el polaco de Lauderdale, que aún espera en el corredor; ¿te acuerdas de él? El del problema con las prostitutas. El que se las cargaba, quiero decir. Oficialmente se le atribuyen once, pero oficiosamente diecisiete o dieciocho. También estaba en el ala de Sully. ¿Vas comprendiendo, Matty? Sully quería ser famoso. De modo que se tomó algunas libertades.

—Ya veo por dónde vas. ¿Podrías lograr que alguien lo dijera en una declaración y publicarlo?

—Desde luego. Esos tíos del FBI dirán lo que yo quiera. Y también están esos sociólogos de Boston que investigan a los asesinos en serie. He hablado con ellos hace un rato. Están entusiasmados con el postulado de McGee. Así que si me pongo a ello hasta tarde, podría aparecer mañana. O pasado, lo más probable.

—Excelente —dijo Cowart.

—Pero Matty, me sería de gran ayuda si tú tuvieras también algo. Un artículo explicando quién mató a los ancianos de los cayos.

—Estoy en ello.

—Pues manos a la obra. Es el único interrogante por resolver, Matty. Es lo que todo el mundo quiere saber.

—Ya lo sé.

—Le están buscando las cosquillas al jefe de redacción. Quieren que esto pase a manos de nuestro estupendo, magnífico, archimundialmente famoso y para nada incompetente equipo de investigación. Y por lo que he oído, le están presionando mucho.

—Pero esa gente no tiene ni idea de…

—Ya lo sé, Matty, pero hay quien dice que este asunto ya te viene grande.

—No es verdad.

—Yo sólo te aviso. Me imaginaba que te gustaría enterarte de los politiqueos que se cuecen a tus espaldas. Y la noticia del
St. Pete Times
tampoco ayuda mucho. Ni el hecho de que nadie tenga ni puñetera idea de dónde andas el noventa y nueve por ciento del tiempo. El otro día vino a buscarte la detective de Monroe y el jefe tuvo que despacharla a base de mentiras.

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