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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (51 page)

BOOK: Juicio Final
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Brown lanzó una mirada severa a su compañero.

—Vamos, Tanny. Ahí no había más que caca y meados. El analista entró, vomitó y salió. Está en el informe. —Señaló una frase en mitad de las cuartillas—. Mira —dijo titubeando.

Cowart se apartó de repente del coche. Recordó las palabras de Blair Sullivan: «… ojos hasta en el culo.»

—¡Maldita sea! —exclamó, y se volvió hacia Brown—: Sullivan dijo que me anduviera…

El teniente frunció el ceño.

—Me acuerdo de lo que dijo.

Cowart echó a andar hacia la parte trasera de la cabaña. Oyó la voz de la abuela de Ferguson que lo interpelaba, clavándose en sus oídos como una flecha:

—¿Adónde va, joven?

—Ahí atrás —replicó Cowart secamente.

—¡Ahí no hay nada que le importe! —chilló ella—. No puede ir ahí.

—Quiero ver qué hay, maldita sea, quiero verlo.

Brown le seguía a buen paso con la palanca del maletero en la mano. Doblaron la esquina de la casa dejando atrás los rezongos de la anciana al sol abrasador. La letrina, de madera grisácea, estaba en una esquina del terreno. Cowart se acercó. La puerta tenía tupidas telarañas. Cogió la manija y tiró con fuerza; la puerta se abrió a duras penas, chirriando, y se atascó cuando ya estaba medio abierta.

—Cuidado con las serpientes —advirtió Brown aferrando el borde de la puerta y tirando con fuerza. Con un último jalón que hizo temblar la caseta entera, la puerta quedó abierta de par en par.

»¡Bruce! ¡Trae la puta linterna! —gritó Brown.

Agarró la palanca por un extremo y apartó unas telarañas. Un leve crujido hizo retroceder a Cowart al tiempo que una pequeña alimaña huía de la luz del sol que penetraba raudamente.

Los dos hombres quedaron hombro contra hombro mirando la letrina de madera, tallada sobre una tabla pulida por el uso. El hedor era denso y penetrante, un olor que más hacía pensar en la muerte y los años que en el deterioro.

—Ahí debajo —dijo Cowart.

Brown asintió con la cabeza.

—Ahí debajo.

Wilcox, casi sin aliento por las prisas, llegó a su lado y le entregó la linterna a su jefe.

—Bruce —dijo Brown en voz baja—, ¿el chico que examinó esto levantó la letrina? ¿Se metió aquí dentro?

Wilcox sacudió la cabeza.

—Estaba clavada. Recuerdo que eran clavos viejos porque me hizo venir a revisarlo. No había nada que indicase que alguna tabla hubiese sido retirada o sustituida, ni martillazos, ni rayaduras, nada…

—Nada visible a simple vista —dijo Brown.

—Eso es. No hubo nada que nos llamara la atención. —Sus ojos brillaban de disgusto.

—Pero sin embargo… —añadió Brown.

—Ya —asintió Wilcox—. Pero ya te he dicho que el pobre analista entró, miró un poco con la linterna y vomitó. Yo asomé la cabeza conteniendo la respiración, eché un vistazo rápido y me marché. Es decir, nadie pudo comprobar si había algo metido en el agujero…

—Si quisieras esconder algo deprisa pero quisieras asegurarte de meterlo en el último sitio en que alguien husmearía… —La voz de Brown sonaba entre formal e irritada.

—¿Y por qué no enterrarlo en el bosque?

—No habría sido tan difícil de encontrar, y menos con los malditos sabuesos. No es tan seguro. Lo que sí es seguro es que nadie va a meter las narices en un agujero lleno de mierda si no es absolutamente imprescindible.

Wilcox asintió.

—Tienes razón, joder. ¿Crees que…?

De pronto oyeron un inesperado grito a sus espaldas.

—¡Fuera de ahí!

Los tres hombres se volvieron para ver a la anciana encorvada sobre una escopeta de cañones recortados que apoyaba en la cadera.

—¡Como no os larguéis de ahí, os mando de cabeza al infierno! ¡Fuera!

Cowart se quedó paralizado, pero los dos detectives empezaron a apartarse al punto, uno hacia la derecha, el otro hacia la izquierda, para no ofrecer un blanco compacto.

—Señora Ferguson —empezó Brown.

—¡Calla! —chilló apuntándole con la escopeta.

—Por favor, señora Ferguson… —dijo Wilcox con calma, levantando las manos en un gesto más de súplica que de rendición.

—¡Tú también! —gritó la anciana, dirigiendo la escopeta hacia él—. Y dejad de moveros.

Cowart advirtió que ambos intercambiaban una rápida mirada pero no supo qué significaba.

La anciana se dirigió a él:

—Le dije que no se acercara.

Cowart levantó las manos pero negó con la cabeza.

—No.

—¿Qué quiere decir no? Hijo, ¿es que no ve este cañón? Pienso dispararlo.

Cowart notó que la sangre se le subía a la cabeza. Vio la furia que enmascaraba el miedo en los ojos de la anciana y entonces supo que ella lo sabía todo. «Está ahí —pensó—. Sea lo que sea, está en la letrina.» Fue como si el agotamiento y la frustración de los últimos días se esfumaran en un segundo, sustituidas por la indignación. Sacudió la cabeza.

—No —repitió en voz más alta—. No, señora. Pienso ver qué hay ahí, aunque me cueste la vida. Estoy harto de que me mientan. Harto de que me utilicen. Harto de sentirme como un imbécil. ¿Se ha enterado, vejestorio? ¡Estoy harto!

Cada vez que repetía la palabra daba un paso hacia ella, acortando la distancia entre ambos.

—¡Alto ahí! —bramó la anciana.

—¿Va a matarme? —gritó él—. Eso sí que arreglaría las cosas. Dispararme delante de estos dos detectives. Vamos, maldita sea, ¡vamos!

—¡Lo haré! —gritó ella.

—¡Pues adelante! —replicó él.

Cowart había dado rienda suelta a su cólera. Sus ilusiones acerca de la inocencia de Ferguson se habían visto defraudadas y ahora las emociones lo embargaban.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Máteme a sangre fría, igual que su nieto mató a aquella niña! ¡Vamos! ¿Hará conmigo lo que él hizo con ella? ¿También es usted una asesina? ¿Lo aprendió de usted? ¿Fue usted la que le enseñó a descuartizar a una chiquilla indefensa?

—¡Él no hizo nada!

—¡Y un cuerno!

—¡Atrás!

—¿Y si no, qué? Quizá se limitó a enseñarle a mentir, ¿es eso?

—¡Aléjese de mí!

—¿Es eso? ¡Maldición! ¿Es eso?

—Él no hizo nada. ¡Y ahora retroceda o le vuelo la cabeza!

—Sí que lo hizo. Y usted lo sabe, maldita sea, ¡lo hizo, lo hizo, lo hizo!

La escopeta se disparó.

La detonación hendió el aire por encima de la cabeza de Cowart, que sintió una quemazón y cayó aturdido al suelo. Se oyó cómo un pájaro levantaba el vuelo detrás de la caseta; los dos detectives gritaron al tiempo que desenfundaban sus armas:

—¡Quieta, señora! ¡Suelte la escopeta!

El cielo daba vueltas encima de Cowart y todo olía a cordita. Oía un ruido como de golpetazos por debajo del pitido del disparo, lo que lo confundió hasta que comprendió que era el eco de su propio corazón en sus oídos.

Se incorporó y se palpó la cabeza, luego se miró la mano, empapada en sudor y no en sangre. Levantó la vista hacia la anciana. Los dos detectives seguían voceando órdenes que parecían perderse en el calor y el sol.

La anciana lo miró y le espetó con voz estridente:

—Se lo he advertido, señor periodista, se lo he advertido, le escupiría a la cara al mismísimo Satanás si con ello pudiera ayudar a mi nieto.

Cowart le sostuvo la mirada.

—¿No le he matado? —preguntó ella.

—Pues no —respondió él, aún confundido.

—No puedo hacerlo —dijo amargamente la anciana—. Quería volarle la cabeza y no he podido. Maldición. —Bajó el cañón hacia el suelo—. Sólo tenía un cartucho —suspiró. Miró a los dos detectives, que se estaban aproximando a ella apuntándola con sus armas, listos para disparar. Clavó los ojos en Brown—. Debería habérmelo reservado para ti —dijo.

—Suelte el arma.

—¿Y ahora vas a matarme, Tanny Brown?

—¡Suelte el arma!

La anciana emitió una carcajada sardónica. Muy despacio, dejó apoyada la escopeta contra la puerta de la letrina. Luego se irguió, cruzó los brazos y lo miró a la cara.

—¿Y ahora vas a matarme? —preguntó de nuevo.

Wilcox se agachó junto al periodista.

—¿Está herido, Cowart?

—No, estoy bien.

El detective lo ayudó a ponerse en pie.

—Joder, ha estado muy cerca. Le ha ido por los pelos.

Cowart sintió una repentina euforia.

—Madre mía —dijo, y rompió a reír.

Wilcox le preguntó a Brown:

—¿Quieres que la espose y le lea sus derechos?

El teniente negó con la cabeza, avanzó y recogió la escopeta. La abrió para revisar la doble cámara. Retiró el casquillo y se lo lanzó a Cowart.

—Esto de recuerdo. —Luego volvió a encarar a la abuela de Ferguson—. ¿Tiene más armas?

Ella negó con la cabeza.

—¿Y ahora piensa hablar, vieja?

Sacudió la cabeza una vez más y escupió al suelo, aún desafiante.

—Muy bien, entonces quédese mirando. ¿Bruce?

—¿Sí, jefe?

—Busca una pala en el trastero.

El teniente enfundó su pistola y le devolvió la escopeta descargada a la anciana, que la tomó con una mueca. Luego se acercó a la letrina y, al tiempo que hacía un gesto a Cowart, dijo:

—Aquí. —Y le tendió un trozo de hierro para que hiciera palanca—. Parece que le toca empezar a usted.

Los viejos maderos crujieron ante las acometidas de la palanca primero; después atacó Wilcox con la pala por el lateral del cubículo. Cuando por fin arrancaron la letrina, quedó al descubierto un fétido agujero abierto en la tierra. Había sido saneado con cal; unos regueros blancos atravesaban el oscuro rastro de desechos.

—Ahí dentro, en alguna parte —dijo Cowart.

—Espero que estéis vacunados —murmuró Wilcox—. ¿Tenéis cortes o heridas abiertas? Hay que andarse con ojo. —Y empuñó la pala—. Fue a mí a quien jodieron el registro hace tres años. Me toca —murmuró con voz grave. Se quitó el abrigo y sacó un pañuelo de uno de los bolsillos. Se lo anudó cubriéndose la nariz y la boca—. Maldita sea —dijo con voz amortiguada por la improvisada mascarilla—. Esto no es un registro legal y tú lo sabes —le recordó a Brown, que asintió—. Maldita sea —repitió Wilcox.

Acto seguido se metió entre el lodo y los excrementos.

Rezongó y masculló una retahíla de improperios, y procedió a excavar las varias capas de inmundicia.

—Mantened los ojos fijos en la pala —dijo entre bufidos—. No quiero que se me pase nada por alto.

Brown y Cowart no contestaron, simplemente se quedaron observando los progresos de Wilcox. El siguió dando paladas con cuidado pero a buen ritmo, abriéndose paso poco a poco entre los desechos.

Resbaló, y aunque encontró asidero antes de caer al pozo, sus brazos y manos quedaron cubiertos de excrementos. Wilcox se limitó a prorrumpir en blasfemias y siguió dando paladas.

Transcurrieron cinco minutos, luego diez. El detective seguía cavando, deteniéndose solamente para toser por culpa del hedor.

Tras otra media docena de paladas murmuró:

—Debió esconderlo hace un par de años, porque ¿cuánta mierda es capaz de producir esta señora al cabo del año? —Y rió sin ganas.

—¡Ahí! —exclamó Cowart.

—¿Dónde? —preguntó Wilcox.

—¡Justo ahí! —dijo Brown señalando con el dedo—. ¿Qué es eso?

La pala había dejado al descubierto el borde de un objeto sólido.

Wilcox hizo una mueca y se agachó con cuidado para tirar de él. Al extraerlo sonó como una ventosa. Era un objeto rectangular hecho de algún material sintético y resistente.

Brown se puso en cuclillas para verlo, lo cogió por las esquinas y lo levantó.

—¿Sabes qué es esto, Bruce?

—Claro —asintió el detective.

—¿Qué es? —preguntó Cowart.

—Un retazo de alfombrilla de coche. ¿Te acuerdas del coche de Ferguson, de que faltaba un trozo de alfombrilla en el asiento del pasajero? Pues aquí está.

—¿Ves algo más? —preguntó Brown.

Wilcox se giró y hurgó con la pala en el mismo lugar.

—No —contestó—. Espera… Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?

Extrajo de la inmundicia lo que parecía un amasijo de residuos sólidos y se lo alargó a Brown.

—Aquí está.

El teniente se volvió hacia Cowart.

—Mire —dijo.

Cowart observó fijamente y por fin entendió.

Era un fardo formado por unos vaqueros, una camiseta, unas zapatillas y unos calcetines atados con un cordón. Tanto tiempo bajo los desechos y la cal había reducido las prendas a andrajos, pero todavía eran reconocibles.

—Que me aspen si en alguna parte no quedan restos de sangre —dijo Wilcox.

—¿No hay nada más? —preguntó Brown.

El detective hurgó un poco más con la pala.

—Diría que no.

—Entonces sal de ahí.

—Será un placer.

Los tres hombres volvieron al patio sin mediar palabra. Dispusieron los objetos cuidadosamente a la luz del sol.

—¿Podrán analizarse? —preguntó Cowart transcurridos unos instantes.

Brown se encogió de hombros.

—Diría que sí. —Estudiaba los objetos minuciosamente—. Pero no creo que sea necesario.

—Cierto —admitió Cowart.

Wilcox trataba de limpiarse lo mejor posible. De pronto se detuvo y dijo a su compañero:

—Tanny… Lo siento, tío. Tendría que haber sido más meticuloso. Debí habérmelo imaginado.

Brown sacudió la cabeza.

—Ahora sabes más de lo que sabías entonces. No pasa nada. Y yo debería haber repasado el informe del registro. —Seguía inspeccionando los objetos—. Maldita sea —dijo por fin y miró a Cowart—. Pero ahora ya lo sabemos todo.

El periodista asintió.

Los tres hombres recogieron las prendas y el trozo de alfombrilla y miraron la cabaña. La anciana estaba apostada en la desvencijada balaustrada del porche, mirándolos con aspecto abatido. Cowart se fijó en que le temblaban las manos.

—¡Eso no demuestra nada! —exclamó ella, buscando otra vez la confrontación. Levantó un brazo y apretó el puño—. ¡Las cosas viejas se tiran! ¡Eso no demuestra nada!

Los hombres hicieron caso omiso de la anciana, que no obstante no dejó de gritarles; sus palabras atravesaban el patio y ascendían hacia el cielo azul pálido.

—¡Eso no demuestra nada! ¿Es que no me oyes? ¡Maldita sea tu estampa, Tanny Brown! ¡Eso no demuestra nada!

20
Trampas

El teniente Brown condujo el coche sin rumbo definido por las calles donde se había criado. Cowart iba a su lado, esperando a que dijera alguna cosa. A Wilcox lo habían dejado en el laboratorio criminalístico con los objetos encontrados en la letrina. El periodista había dado por sentado que no tardarían en regresar a las dependencias policiales para planear el paso siguiente, pero en cambio se encontró circulando lentamente por las calles de la ciudad.

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