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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (65 page)

Pero Cowart se percató.

—¿Qué nos está ocultando, detective?

Ella no tuvo elección.

—Los padres de Sullivan —dijo—. Ferguson tenía razón. No fue él.

—¿Cómo?

Entonces la detective les explicó todo lo que le había contado Michael Weiss: la Biblia, el guardia, el hermano.

Cowart se mostró sorprendido y sacudió la cabeza.

—Rogers —dijo—. ¿Quién lo iba a decir? —Pero no era ningún disparate. Rogers estaba al tanto de todo cuanto sucedía en Starke. Para él habría sido pan comido, pero aun así…—. Hay algo que no entiendo —continuó—. Si realmente fue Rogers, ¿por qué Sullivan se obstinó en contarme que Ferguson estaba implicado en el asesinato, si luego iba a escribir el nombre de Rogers en la Biblia?

Brown se encogió de hombros.

—Era la mejor manera de garantizar que alguien salía impune de un asesinato. Múltiples sospechosos. A usted le cuenta una cosa y deja pruebas que apuntan en otra dirección. Sólo hay que esperar a que un abogado defensor saque partido de eso. No obstante, creo que lo hizo porque era un hombre enfermo. Enfermo y lleno de maldad. Fue la manera que encontró de arrastrar a todo el mundo consigo hacia el infierno que le aguardaba: a usted, a Ferguson, a Rogers… y a tres policías a los que ni siquiera conoce.

Hubo un breve silencio.

—Así que puede que Rogers lo hiciera y puede que no —dijo Cowart—. Ahora mismo, el viejo Sully debe de estar ahí abajo desternillándose de todos nosotros. —Hizo un gesto con la cabeza—. ¿Entonces qué significa esto?

—Significa —dijo Shaeffer— que ya podemos olvidarnos de Sullivan. Olvidarnos de sus rompecabezas. Ocupémonos de Ferguson y sus víctimas. ¿Tres, es eso?

—Realizó siete viajes al Sur. Siete, que sepamos.

—¿Siete?

Cowart levantó los brazos en señal de rendición.

—No sabemos cuáles fueron para inspeccionar y cuáles para actuar. Lo que sí sabemos… ¡joder! Lo que sospechamos es que hay tres niñas. Una blanca y dos negras. Y Wilcox.

—Cuatro —dijo Shaeffer en voz baja.

—Cuatro —dijo Brown bruscamente. Se puso en pie como queriendo demostrar que el cansancio era algo negativo y comenzó a caminar por la habitación como un preso en una celda—. ¿No ven lo que está haciendo? —preguntó de pronto.

—¿Qué?

El tono de Brown traslucía una urgencia que hacía vibrar su voz. Miró a la joven detective.

—¿Qué es lo que hacemos nosotros? Tiene lugar un crimen y lo primero que hacemos es suponer que, aunque se trate de un caso poco frecuente, encajará en una categoría reconocible y definida. O sea, creemos que tendrá las mismas características que otros cien, ¿vale? Eso es lo que nos enseñan y eso es lo que esperamos. De modo que salimos a la calle en busca de los sospechosos habituales. Los mismos sospechosos que en otras cien ocasiones resultan culpables. Analizamos todo cuanto hallamos en la escena del crimen con la esperanza de que un fragmento de cabello o una gota de sangre o una muestra de fibra apunte hacia algún candidato de esa lista previa. Y lo hacemos así porque la alternativa es aterradora: que alguien sin relación alguna con ninguna prueba haya cometido el asesinato. Alguien que uno no conoce, que nadie conoce, que tal vez ya se encuentre a mil kilómetros del lugar de los hechos. Y que lo hizo por un motivo tan retorcido que nadie puede tomar en cuenta ni entender. Cuando ése es el caso, uno tiene una opción entre un millón de reunir pruebas para ir a los tribunales y tal vez ni siquiera eso. Por eso fuimos de inmediato a por Ferguson cuando mataron a Joanie Shriver. Porque teníamos un crimen y él estaba en la lista… —Miró a Shaeffer y luego a Cowart—. Pero ahora, ya ven, él lo ha descubierto. —Se golpeó la palma de la mano con el puño para enfatizar sus palabras—. Ha descubierto que la distancia lo ayuda a mantenerse a salvo, que cuando llega a algún pueblo pequeño para matar, nadie lo conoce. Nadie le prestará atención. Y nadie lo verá cuando atrape a su víctima. ¿Y a quién atrapa? Ya aprendió qué sucedía si raptaba a una niña blanca. De manera que ahora va a lugares donde la policía no tiene tantos recursos y la prensa no está tan al corriente, y atrapa a una niña negra, porque eso no atrae la atención de nadie, al menos no como Joanie Shriver. Así que se desplaza y actúa, luego regresa aquí y vuelve a la universidad, y nadie lo busca. Nadie. —Hizo una pausa antes de añadir—: Excepto nosotros tres.

—¿Y Wilcox? —preguntó Cowart.

Brown lanzó un hondo suspiro.

—Está muerto —respondió con rotundidad.

—Eso no lo sabemos —dijo Shaeffer. La idea le resultaba inconcebible. Sabía que era cierto pero no soportaba escucharlo.

—Muerto —repitió Brown, elevando la voz—. En algún lugar de por aquí. Por eso Ferguson ha huido. Es su regla número uno: matar y ponerse a salvo. Matar anónimamente. Utilizar la distancia. Una fórmula de lo más sencilla. —Miró fijamente a la joven detective—. Está muerto desde el momento en que usted lo perdió de vista.

—No debió haberlo dejado solo —dijo Cowart.

Ella se enfureció.

—¡Yo no lo dejé solo! ¡Él me dejó a mí! Intenté detenerlo. ¡Joder, no sé por qué tengo que aguantar esto! ¡Ni siquiera tengo por qué estar aquí!

—Sí, tiene que estar aquí —replicó Cowart—. ¿No lo entiende, detective? Ahí fuera hay un tipo muy malo. El motivo: juicios erróneos, equivocaciones, mala suerte, lo que sea. Si lo unimos todo, la conclusión es que el teniente lo dejó escapar… —dijo Cowart señalando con descaro a Brown—. Que yo lo dejé escapar… —Se tocó el pecho y luego señaló a Shaeffer—: Y ahora usted también lo ha dejado escapar. Así es. —Respiró hondo—. De hecho, sólo uno de nosotros logró atraparlo: Wilcox. Y ahora…

—Está muerto —repitió Brown, de pie en el centro de la habitación. Apretó los puños y los fue relajando poco a poco—. Y nosotros somos las únicas personas que realmente lo buscan. —Y también señaló a la joven—: Ahora usted está en deuda, como nosotros.

Ella sintió un repentino mareo, como si estuviese en la embarcación de pesca de su padrastro durante una marejada. Pero sabía que era verdad. Ellos tres habían creado el problema. Y ahora estaba en sus manos hallar una solución. «Wilcox y unas niñas —pensó—. Estos dos no tienen ni idea. No saben lo que significa que te arrojen al suelo y te ataquen, lo que significa ser consciente de que están a punto de matarte y no poder hacer nada para evitarlo.» Le pasó por la cabeza una imagen fugaz del horror que aquellas niñas experimentaron en sus últimos minutos. Eso la sobrecogió y reavivó su determinación.

—Pero antes hay que encontrarlo —dijo—. ¿Alguna sugerencia?

—Florida —respondió Cowart lentamente—. Creo que ha regresado. Es lo que conoce. Es donde creerá que está más seguro. Sólo le preocupan dos cosas: el teniente Brown y yo. No creo que a usted la relacione con todo esto. ¿La vio con Wilcox?

—No creo.

—Bueno, tal vez eso sea una ventaja.

Cowart se volvió hacia Brown. No podía borrar de su mente algo que Sullivan le había dicho: «Hace falta ser un hombre libre para ser un buen asesino, Cowart.» El periodista cayó en la cuenta de que Ferguson lo sabía, así que lo dijo.

—Pero usted y yo, bueno, es diferente. Necesita saber que se ha librado de nosotros. Entonces podrá continuar con su carnicería sin preocuparse de que nadie le siga la pista.

—¿Y cómo se librará de nosotros?

El periodista soltó un largo suspiro.

—El otro día cuando lo vi, amenazó a mi hija. Sabe dónde vive con su madre, en Tampa.

Brown comenzó a decir algo, luego se detuvo.

—Por eso…

—Cuénteme con qué lo amenazó —pidió el detective.

—Se limitó a decir que sabía dónde vivía. No dijo qué pensaba hacer. Sólo que sabía quién era mi hija y que eso me impediría escribir un artículo sobre él. Especialmente sobre alegaciones no demostradas que lo relacionaran con otros crímenes.

—¿Es eso cierto?

—¿Usted qué cree? —respondió el periodista indignado.

—¿Piensa que se dirige allí? ¿A Tampa? ¿A…?

—A arrancarme el corazón. Son palabras suyas.

—¿Y usted lo cree?

Cowart negó con la cabeza.

—No. Yo creo que piensa que ha conseguido cerrarme la boca. Que ya no tiene que hacer nada para mantenerme callado.

El teniente le lanzó una mirada furibunda.

—Yo también tengo hijas —dijo—. ¿Las amenazó?

—No. No las mencionó en ningún momento.

—También sabe dónde viven, Cowart. Todo el mundo en Pachoula sabe dónde vivo.

—Ferguson no mencionó nada al respecto.

—¿Sabía Ferguson que cuando usted estaba en su apartamento y él lo amenazaba, yo estaba fuera en el coche? ¿Sabía que yo estaba allí cerca?

—No lo sé.

—¿Por qué no las mencionó, Cowart? ¿Por qué no iba a funcionar conmigo la misma amenaza?

Cowart meneó la cabeza.

—Él sabe que usted no se detendría.

Brown asintió.

—Al menos eso lo ha entendido, señor periodista. Entonces, ¿qué piensa hacer Ferguson conmigo? Si yo soy el único problema que le queda, ¿cómo piensa deshacerse de mí?

A Cowart sólo se le ocurrió una explicación.

—Probablemente quiera hacerle a usted lo mismo que le hizo a Wilcox. Tenderle una trampa y… —Hizo una pausa—. Tal vez me equivoque. Tal vez llegó a la conclusión de que lo mejor era huir. Boston, Chicago, Los Angeles, cualquier ciudad con grandes barrios marginales. Podría desaparecer y, si tuviera paciencia, esperar una temporada para volver a las andadas.

—¿Y cree que tendría la paciencia necesaria? —preguntó Shaeffer.

Cowart negó con la cabeza.

—No. Tampoco sé si él piensa que necesita paciencia. Ha ganado todas las partidas. Es arrogante, está en racha y cree que no podemos atraparlo. Y en el supuesto de que diéramos con él, ¿qué podríamos hacerle? Ya nos ha vencido más veces. Seguro que cree que puede lograrlo de nuevo.

—Lo que significa que sólo hay un lugar al que puede estar dirigiéndose en este momento —terció Brown bruscamente. Los miró—. Sólo un lugar: donde todo comenzó.

—Pachoula —dijo Cowart.

—Pachoula —asintió el teniente—. Su hogar. Mi hogar. El lugar donde se siente seguro. A pesar de que allí todo el mundo lo odie, es donde sigue sintiéndose cómodo y seguro. Un buen lugar para comenzar y para acabar. Y allí es donde ha ido, estoy seguro.

Cowart asintió con la cabeza y señaló el teléfono.

—Pues llame. Ordene que vigilen la casa de la abuela. Haga que lo detengan.

Brown vaciló un instante y se dirigió hacia el teléfono. Marcó rápidamente los números y aguardó. Tras unos segundos, dijo:

—¿Central? Soy el teniente Brown. Páseme con el oficial de guardia. —Un silencio—. ¿Randy? Soy Tanny Brown. Mira, ha surgido algo. Algo importante. No quiero entrar en detalles ahora, pero necesito que me hagas un favor. Asigna un par de coches patrulla para que vigilen el colegio todo el día. Y pon otro coche delante de mi casa. Que el agente le diga a mi padre que llegaré lo antes posible y se lo explicaré todo, ¿de acuerdo?

Una pausa.

—No, no. Sólo haz lo que te pido, ¿entendido? Te lo agradezco. No te preocupes por el viejo. Él se las arregla bien. Son las niñas las que me preocupan…

Escuchó y luego agregó:

—No, nada tan específico. Yo me encargaré de todo el papeleo cuando vuelva. Hoy, si puede ser. De lo contrario, mañana. ¿Que qué tienen que vigilar? A cualquiera que les llame la atención. ¿Entendido? Cualquiera.

Colgó.

—Pero no les ha hablado de Ferguson —observó Cowart sorprendido—. Ni una palabra.

—Les he dicho lo suficiente. No nos lleva tanta ventaja. Si nos damos prisa lo alcanzaremos antes de que esté preparado para encontrarse con nosotros.

—Pero qué pasa si…

—Nada de peros, Cowart. Los coches patrulla lo mantendrán alejado hasta que lleguemos nosotros. Y entonces será mío. —Los miró con furia contenida—. De nadie más. Yo acabaré con él. ¿Entendido?

Guardaron silencio hasta que Cowart se dirigió a la cómoda y sacó un horario de vuelos de su pequeña maleta.

—A mediodía hay un vuelo a Atlanta —informó—. A Mobile no hay nada hasta media tarde. Pero podemos volar a Birmingham y desde allí coger un coche. A última hora del día estaríamos en Pachoula.

Brown asintió. Lanzó una mirada inquisitiva a Shaeffer, que masculló en señal de aprobación.

—A última hora del día —repitió quedamente el teniente.

26
Cada oveja a su redil

Atravesaron la frontera entre Alabama y el condado de Escambia, conduciendo rápido mientras el crepúsculo del Golfo los llevaba hacia la noche. El cielo sureño había perdido la luminosidad de su azul satinado, y en su lugar surcaba el horizonte un gris sucio que amenazaba con mal tiempo. Un viento cálido y cambiante soplaba a rachas, las ráfagas ocasionales hacían vibrar las ventanillas del coche, despojándolos del frío y la humedad que arrastraban desde el noreste. Pasaron por delante de granjas polvorientas y zonas de pinos de gran altura, cuya posición erguida y vertical evocó en la mente de Cowart el momento en que los espectadores de un estadio se ponen en pie impulsados por la tensión. La velocidad del coche era reflejo de las dudas que los asaltaban. Todos sentían la urgencia, la necesidad de avanzar a toda prisa, acompañados en todo momento por la incertidumbre. El paisaje pasaba con gran celeridad; apenas parecía haber espacio suficiente para respirar en aquella estrecha carretera. Cowart se agarró al reposabrazos al ver que se aproximaban a un viejo autobús escolar, pintado de blanco reluciente, que avanzaba balanceándose lentamente por el único carril de la carretera. Brown tuvo que pisar el freno para evitar embestirlo por detrás. Cowart alzó la vista y vio que en la parte trasera del autobús, sobre la salida de emergencia, unas palabras escritas a mano en un rojo chillón, entusiasta y alegre rezaban: «¡Aún estás a tiempo de dar la bienvenida a tu salvador!» Debajo, en letras ligeramente más pequeñas, pero igual de recargadas: «Nueva Iglesia Bautista de la Redención. Pachoula, Florida.» Y por último, en el parachoques, una exhortación en letras grandes y pomposas: «¡Sígueme hasta Jesús!»

Cowart bajó la ventanilla y oyó las voces del coro religioso, que se sobreponían a los chirridos y carraspeos del autobús. Aguzó el oído pero no logró entender la letra del canto coral, aunque oía fragmentos de la música.

Brown dio un volantazo y pisó el acelerador. Con una maniobra rápida adelantaron al autobús. Cowart miró las ventanillas y vio a decenas de personas negras que se mecían y daban palmadas siguiendo el zarandeo del vehículo y el ritmo de la música. Sus voces fueron ahogadas por la velocidad y la distancia.

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