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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (69 page)

—No voy armado —dijo, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba—. Y no he hecho nada. No necesita el arma.

Brown no movió la pistola un centímetro y Cowart notó un fugaz asomo de duda y nerviosismo en el rostro de Ferguson, pero al punto se desvaneció. Su voz había sonado como la de un hombre intocable. Cowart miró a Brown y cayó en la cuenta: «No puede tocarlo.»

El asesino se volvió hacia Cowart, ignorando al policía. Esbozó una lenta sonrisa que provocó un escalofrío al periodista.

—¿Usted también ha venido por lo mismo, señor Cowart? Esperaba la visita del teniente, pero creí que usted habría entrado en razón. ¿O le ha traído algún otro motivo?

—No. Sigo buscando respuestas —le respondió Cowart con voz ronca.

—Pensaba que en nuestra charla del otro día habría encontrado todas las respuestas. No se me ocurre qué otras preguntas puede tener, señor Cowart. Pensaba que las cosas habían quedado bastante claras. —Pronunció las últimas palabras con un tono áspero.

—Las cosas nunca quedan del todo claras —respondió Cowart.

—Bueno —dijo Ferguson señalando a Brown—, ya tiene una respuesta. Acaba de ver cómo se comporta este hombre. Destroza mi puerta y me amenaza con una pistola. Seguro que se está preparando para arrearme otra paliza. ¿Qué piensa sonsacarme a golpes esta vez, teniente?

Brown no respondió.

Cowart negó con la cabeza y dijo:

—Esta vez no habrá errores.

Ferguson montó en súbita cólera y tensó los brazos.

—No puedo decirles nada —les espetó Ferguson.

Dio un paso hacia el periodista, pero se detuvo. Cowart vio que luchaba por mantener el control. Lo logró y se apoyó contra una pared.

—Yo no sé nada. Por cierto, teniente, ¿dónde está su compañero? Si van a darme otra paliza echaré de menos al detective Wilcox. Va a necesitar su ayuda, ¿no le parece?

—Tú sabrás decirme dónde está… —repuso Brown con tono cortante—. Eres la última persona que lo vio.

—¿No me diga? —Al parecer, Ferguson se había pasado la noche en vela preparando las respuestas, como si supiera lo que iba a suceder aquella mañana. Elevó la voz—. ¿Puedo bajar las manos si vamos a hablar?

—No. ¿Qué le pasó a Wilcox?

Ferguson sonrió de nuevo y, a pesar de la negativa, bajó las manos.

—Y yo qué coño voy a saber. ¿Se ha ido a alguna parte? Espero que al infierno. —Ensanchó la sonrisa con gesto burlón.

—A Newark —dijo Brown.

—Pues Newark es el mismísimo infierno —respondió Ferguson.

El teniente entornó los ojos. Tras una breve pausa, Ferguson dijo:

—Nunca lo he visto por allí. Maldita sea, llegué a Pachoula ayer mismo por la noche. Desde Jersey es un viaje bastante largo. ¿Dice que Wilcox estaba en Newark?

—Él te vio. Te persiguió.

—¡Alto ahí! Yo de eso no sé nada. La otra noche un blanco pirado empezó a perseguirme, pero no logré verle la cara. En ningún momento se acercó lo suficiente. De todas formas, lo perdí de vista en un callejón. Llovía mucho. No sé qué le pasó. Ya sabe, en mi barrio hay persecuciones a todas horas. No es extraño tener que largarse por piernas en un momento dado. Y le aseguro que no me gustaría estar en el pellejo de un blanco que ande solo de noche por allí, ya me entiende. Es un lugar muy poco recomendable. Allí la gente te arranca el corazón para canjearlo por una raya de coca.

Volvió la mirada hacia Cowart.

—¿No es así, señor Cowart? Claro que sí, te arrancan el corazón.

Matthew Cowart sintió una ira tan repentina como abrumadora. Miró a Ferguson y la rabia y la frustración lo embargaron. Se acercó a él y le hincó el bolígrafo en el pecho.

—Me mentiste —le espetó—. Me mentiste antes y me estás mintiendo ahora. Tú lo mataste, admítelo. Y también mataste a Joanie. Los mataste a todos. ¿A cuántos? ¿A cuántos, maldita sea?

Ferguson se irguió.

—No diga insensateces, señor Cowart —respondió con fría serenidad—. Ese hombre —señaló a Brown— le ha llenado la cabeza de cosas absurdas. Yo no he matado a nadie. Ya se lo dije el otro día. Y se lo repito ahora.

Volvió la vista hacia el policía.

—No tiene con qué amenazarme, teniente. Absolutamente nada que pueda sostenerse más de un minuto ante un tribunal, nada que cualquier abogado no pueda hacer picadillo. No tiene nada de nada.

—Yo lo tengo todo —dijo Cowart.

Ferguson le lanzó una mirada furibunda y el periodista notó un calor repentino en la cara.

—¿Cree tener en sus manos algún dato relevante sobre la verdad, señor Cowart? Pues no, no lo tiene.

Ferguson apretó los puños con fuerza.

Brown avanzó echando chispas.

—¡Que te den por culo, Bobby Earl! Vendrás conmigo a comisaría. Vamos…

—¿Me está arrestando?

—Sí. Para empezar, por el asesinato de Joanie Shriver, por segunda vez. Y también por obstrucción a la justicia, por ocultación de pruebas y por mentir bajo juramento. Y como testigo material de la desaparición de Wilcox. Con eso tendremos de sobra.

El rostro de Brown parecía de acero. Introdujo la mano libre en el bolsillo de la chaqueta y sacó unas esposas. Elevó el arma a la altura de la cara de Ferguson.

—Ya conoces el trámite. De cara a la pared con las piernas abiertas.

—¿Me está arrestando? —repuso Ferguson dando un paso atrás. Elevó el tono de voz, la ira volvía a embargarlo—. Ya fui exento de ese crimen. Y el resto no son más que tonterías. ¡No puede detenerme!

El teniente le acercó el arma al entrecejo.

—Mírame —dijo lentamente, el gesto desencajado de rabia—. No deberías haber dejado que te encontrara, Bobby Earl, porque ahora todo ha terminado para ti. En este preciso instante. Se acabó.

—No puede acusarme de nada —insistió Ferguson, riéndose fríamente—. Si pudiera, habría venido aquí con todo un ejército. No habría traído a un miserable periodista cuyas preguntas idiotas no llevan a ninguna parte. —Escupía las palabras como insultos—. Quedaré en libertad, teniente, y usted lo sabe. —Se rió—. Libre como un pájaro.

Pero las palabras de Ferguson contradecían los movimientos nerviosos de su cuerpo. Inclinaba los hombros hacia delante, el ir y venir de sus pies era constante, como si estuviera preparándose para recibir un golpe en un combate de boxeo.

Brown se percató de ello.

—Dame un motivo —dijo—. Sabes que me encantaría.

—No pienso ir con usted —dijo Ferguson—. ¿Tiene una orden?

—Vendrás conmigo —siseó Brown—. Quiero ver cómo vuelves al corredor de la muerte, ¿me oyes? Ése es tu sitio. Esto se acabó.

—Nunca se acabará —respondió Ferguson, retrocediendo.

—¡Nadie irá a ninguna parte! —exclamó una voz quebrada.

Los tres hombres se volvieron.

Cowart vio los dos cañones de la escopeta antes que a la menuda y enjuta abuela de Ferguson. Apuntaba con el arma a Tanny Brown.

—Nadie irá a ninguna parte —repitió—. Y mucho menos al corredor de la muerte.

Brown desvió rápidamente su pistola hacia el pecho de la mujer, agazapándose mientras lo hacía. Ella llevaba un fantasmal camisón blanco que ondeaba en torno a su figura cada vez que se movía. Tenía el pelo recogido y los pies descalzos. Era como si hubiera cambiado la comodidad de su cama por una pesadilla. Apretaba la culata del arma bajo el brazo, apuntando al policía, exactamente igual que había hecho el día que disparó a Cowart.

—Señora Ferguson —dijo el teniente en voz baja, ya en posición de tiro—, por favor baje el arma.

—No te llevarás al chico —repuso ella con ferocidad.

—Señora Ferguson, cálmese y entre en razón…

—No me hables de entrar en razón. Te digo que no te llevarás a mi chico.

—No me ponga las cosas más difíciles de lo que ya son.

—Me importa un bledo que sean difíciles. He tenido una vida difícil. A lo mejor morir será más fácil.

—No hable de ese modo, señora. Déjeme hacer mi trabajo. Todo saldrá bien, ya lo verá.

—Ahora no intentes engatusarme con buenas palabras, Tanny Brown. Lo único que has hecho ha sido traer problemas a esta casa.

—No —replicó Brown con suavidad—, no he sido yo quien ha traído los problemas. Ha sido este chico suyo.

Brown había ido imprimiendo a su discurso el acento sureño, como si intentara hablar el mismo idioma que un extranjero desorientado.

—Tú y ese maldito periodista. Tendría que haberos matado antes. —Se volvió hacia Cowart y le espetó—: Usted sólo ha traído odio y muerte.

Cowart no respondió. Pensó que había algo de verdad en lo que decía la anciana.

—No, señora —continuó calmándola Brown—. No he sido yo ni ha sido el periodista. Ha sido su chico. Usted lo sabe.

Ferguson se apartó a un lado, como calculando el alcance de la onda expansiva del disparo. Su voz sonó con una cruel serenidad.

—Vamos, abuela. Mátalo. Mátalos a los dos. —La anciana compuso una expresión de asombro—. Mátalos. Adelante. Hazlo ya —continuó Ferguson, retrocediendo en dirección a la anciana.

Brown dio un paso adelante, con el arma aún preparada para disparar.

—Señora Ferguson —dijo—, la conozco desde hace mucho tiempo. Y usted conocía a mi gente, a mis primos; antes íbamos juntos a la iglesia. No me obligue a…

Ella lo interrumpió con resentimiento.

—¡Todos me dejasteis sola hace muchos años, Tanny Brown!

—Mátalos —susurró el nieto, acercándose a ella.

Brown giró la cabeza hacia Ferguson.

—¡Alto ahí, cabrón! ¡Y cierra el pico!

—Mátalos —repitió Ferguson.

—No está cargada —dijo Cowart de pronto. Continuaba clavado en la misma posición, deseando desesperadamente ponerse a cubierto pero incapaz de que su cuerpo reaccionara ante el miedo—. Utilizó la última bala conmigo el otro día. No está cargada —insistió con su farol.

La anciana se volvió hacia él.

—Si piensa eso es que usted es un estúpido. —Miró con frialdad al periodista—. ¿Quiere apostar la vida a que no tenía más cartuchos?

Brown continuaba apuntando a la mujer.

—No quiero disparar —le advirtió.

—A lo mejor yo sí —respondió ella—. Sólo te digo una cosa: no volverás a llevarte a mi nieto. Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver.

—Señora Ferguson, usted sabe lo que el chico ha hecho…

—No me importa lo que haya hecho. Es lo único que me queda y no pienso dejar que lo apartes de mí otra vez.

—¿Usted llegó a ver lo que le hizo a aquella niña? —preguntó Cowart de repente.

—Me da igual —contestó la anciana—. Eso no es asunto mío.

—Ella no fue la única —se obstinó Cowart—. Ha habido otras. En Perrine y Eatonville. Niñas negras, señora Ferguson. También ha matado niñas negras.

—No sé nada de ninguna niña —respondió con voz ligeramente temblorosa.

—Y también ha matado a mi compañero —añadió Brown en voz baja, como si hablando más alto corriera el riesgo de que la situación se descontrolara por completo.

—No me importa. No me importa nada de todo eso.

Ferguson se escudó detrás de la anciana.

—No dejes que se muevan, abuela —dijo. Y desapareció por el pasillo central de la casa.

—No pienso permitir que se vaya —dijo Brown.

—Entonces o tú me disparas a mí o yo te disparo a ti —respondió la vieja.

Cowart vio que Brown tenía el dedo sobre el gatillo. También vio que la punta del arma temblaba ligeramente.

El silencio y la tenue luz de la mañana inundaban la habitación. Ni la anciana ni Tanny Brown se movieron.

«Brown no disparará —pensó Cowart—. Si hubiera querido ya lo habría hecho. Al principio, cuando vio por primera vez la escopeta. Ahora ya no lo hará.» Miró a Brown y supo que una marejada de sentimientos lo inundaba.

El teniente tenía el estómago encogido y notaba una desagradable acidez en la lengua. Miró fijamente a la anciana, observando su fragilidad de mujer consumida por la edad y, al mismo tiempo, su voluntad de hierro. «¡Mátala! —se dijo. Y pensó—: ¿Cómo podrías hacer algo así?» Intentaba sopesarlo todo en su cabeza, pero la balanza se inclinaba precipitadamente de un lado a otro.

Ferguson volvió a la sala. Esta vez ya iba vestido del todo: sudadera gris, vaqueros y zapatillas de deporte. Llevaba un pequeño petate de lona en la mano. Hizo un último intento.

—Venga, abuela, mátalos de una vez. —Pero su voz no denotaba confianza en que la anciana fuera a hacerlo.

—Márchate —le dijo ella con voz gélida—. Márchate y no vuelvas nunca más.

—Pero abuela… —dijo él, sin cariño ni tristeza, sólo con cierto tono de fastidio.

—No vuelvas a Pachoula. No vuelvas a mi casa. Nunca más. Estáis todos llenos de una maldad que me supera. Márchate a otra parte a hacer lo que sea. Yo lo he intentado —dijo amargamente—. Tal vez no lo haya hecho muy bien, pero he puesto todo mi empeño. Habría sido mejor que murieras de pequeño y así no habrías causado tanto dolor aquí. Ahora coge tu dolor y llévatelo para siempre. Es todo lo que puedo darte ahora mismo. Márchate. Todo lo que pase a partir de que salgas por esa puerta será asunto tuyo, ya no tendrá que ver conmigo. ¿Entiendes?

—Abuela…

—No más sangre, ya no más, después de esto —dijo ella con determinación.

Ferguson se rió y respondió con tono de indiferencia.

—Está bien. Si ésa es tu decisión, me voy. —Se volvió hacia Cowart y Brown. Sonrió y dijo—: Pensé que acabaríamos hoy, pero me temo que no podrá ser. Tal vez en otra ocasión.

—Él no se va —dijo Brown.

—Sí, sí se va —repuso la anciana—. Si lo quieres, tendrás que buscarlo en otra parte, pero no en mi casa. Mi casa, Tanny Brown, no es gran cosa, pero es mía. Y tú te llevarás este condenado asunto a otra parte, igual que él. Te digo lo mismo a ti. Vete. Ésta es la morada del Señor y quiero que continúe siéndolo.

Brown asintió con la cabeza e hizo un gesto de aquiescencia, pero no bajó el arma, sino que continuó apuntando a la abuela mientras el nieto pasaba por su lado, casi rozándolo, y se dirigía a paso cauteloso hacia la destrozada puerta. Los ojos de Brown lo siguieron, y su pistola temblaba ligeramente como queriendo seguirlo también.

—Márchate ya —dijo la anciana. Su voz denotaba profunda tristeza y sus ojos enrojecieron con lágrimas de sufrimiento. Cowart pensó: «Ferguson también ha matado a su abuela.»

Ya en la puerta, Ferguson volvió la vista atrás.

Brown, con furia y frustración, le dijo:

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