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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

Irania (3 page)

—Es que, Señora… si me llega a decir que quería solomillos para hoy, yo los hubiera encargado con tiempo —dijo la mujer, con un fuerte acento gallego—. ¡Mire! He tenido que llamar a varias carnicerías y ¡mire, mire, qué me han traído! —La cocinera disgustada mostraba con sus manos enrojecidas de los detergentes, los trozos de carne dispuestos en una bandeja de loza.

A mí me parecieron perfectos, aunque no los miré por más de dos segundos, me dieron náuseas.

—Está bien, Rosa, no se preocupe —contesté.

—¡Ya! Para la Señora todo está bien —la oí murmurar—, pero luego el Señor cuando vea esta porquería en su plato me fundirá con los ojos. Siempre lo deja todo para el último momento —continuó mientras pelaba una cebolla.

Dejé a Rosa refunfuñando y subí a mi dormitorio casi arrastrando los pies. El embarazo me daba mucho sueño y me tumbé sobre la colcha de suave terciopelo gris. Sentí frío y me tapé con el cubrecama. Quería pensar en mi futuro hijo, en cómo sería su carita, si sería niño o niña, pero volvía a revivir una y otra vez en mi mente las palabras de Lila mientras acariciaba mi vientre. Pensamientos negativos me robaban la alegría y la esperanza. Tras unos minutos mirando el techo me dormí, hasta que el golpeteo de la puerta me sobresaltó.

—¿Sandra? —escuché.

Me desperté con una extraña sensación todavía presente en mi cabeza, parecía haber tenido una conversación. Algo no va bien, sentí. La sensación se disipó del todo al entrar la mujer en la habitación.

—Hola Marta —la saludé somnolienta.

—¡Tía, espabila que vamos tarde! —exclamó mi cuñada ataviada con un chándal, zapatos de tacón cuña y unas enormes gafas de sol.

Miré el reloj, me parecía que acababa de tumbarme pero habían pasado dos horas. Lo peor de la situación era que sentía no haber descansado nada y me levanté floja, sin energías.

—Estás horrible recién levantada —comentó mirándome por encima de las gafas.

Entré en el vestidor seguida de mi cuñada, que comenzó hablándome del bolso más
chic
del momento, mientras se probaba uno de mis sombreros.

Al verla pensé que estaba espléndida con él. Yo nunca me había atrevido a ponérmelo. Recuerdo que le vi uno parecido y me lo compré pensando que me sentaría bien. Pero estaba equivocada, era un sombrero para Marta.

—Quédatelo, a ti te queda mejor —le dije.

Me sonrió y me dio un beso en la mejilla.

—¡Gracias, cuñadita! Si te lo tengo dicho, a ti no te favorecen. Llevas los hombros demasiado encorvados.

—Lo sé, tú eres Marta con sombrero y yo un sombrero con alguien debajo —solté con cinismo.

—¡Vaya! Estamos de bajón, para variar —me contestó con una mueca infantil en su rostro.

Marta era más menuda que yo, y yo no era precisamente una mujer alta. Quizá me veía más baja de lo que era porque mis padres y mi hermana Aurora medían casi el metro ochenta. Pero mi cuñada estaba excesivamente flaca, se le marcaban los huesos de los pómulos de una manera cómica y todavía los acentuaba con una gran cantidad de colorete rosado. Ella se veía hermosa, pero a mí me parecía que rozaba la anorexia. Aunque yo no era la más adecuada para juzgarla; yo no me cuidaba con las comidas, pero gracias al yoga tenía un peso aceptable.

A pesar de su delgadez, Marta siempre conseguía atraer las miradas allí donde iba. Su belleza no era alarmante pero era seductora, atrevida y con un gran temperamento. Se hacía notar y solo por eso parecía más guapa de lo que realmente era. Tenía un aura magnética.

—¿Sabes que solo harán cuatrocientos? —me dijo mientras señalaba el bolso de una famosa actriz de
Hollywood
en una revista— He encargado uno para mí en una tienda de París. Si me lo hubieras dicho, quizá te habría conseguido uno. Pero siempre te quedas embobada. Así no conseguirás destacar nunca.

En el automóvil, de camino al club, Marta continuaba con su incesante verborrea. Creía que nadie podía hablar tanto y tan seguido como ella. Era impresionante. Y recuerdo que en todo el trayecto ni siquiera me había preguntado por mi estado. Seguía teniendo la desagradable sensación de que todo el mundo había descansado al enterarse del ansiado embarazo y ahora a nadie le importaba el proceso que conllevaba.

Mi mente, presa del aburrimiento, comenzó a divagar; imaginaba un hipotético futuro después de haber dado a luz, en el cual todos venían a visitar al nuevo miembro de la familia. Pasado el tiempo, todos seguían con sus vidas y dejaban de preguntar por mí y por mi hijo.

No era consciente de que la presión en el estómago crecía con las imágenes que iba viendo pasar por mi mente. Podía ver con claridad mi destino. ¿Quizá soy vidente también?, me pregunté. Aquellas imágenes eran tan reales que me perturbaban.

¿Qué pasa luego? ¿Qué viene después de todo esto?

Me percaté de mi evasión cuando Marta le gritó al aparcacoches del club para que nos abriera la barrera del aparcamiento que al parecer no reconocía la tarjeta.

Estar en la zona zen del club era como sumergirme en un mundo paralelo. Los olores de las barritas de incienso que venían de los pasillos y el buda de bronce que nos saludaba en el recibidor me llenaban de paz al instante. Varias veces le había preguntado a la gerente qué tipo de incienso utilizaba o dónde había comprado la música que sonaba en toda la planta. Ansiaba lograr en mi propia casa el ambiente que respiraba en el centro, pero me parecía que nunca olía igual, ni las velas brillaban con tanta calidez. En mi ímpetu por conseguir algo de aquella armonía para mi hogar, compré un buda de metro sesenta para el salón, pero con todo el dolor de mi alma, tuve que deshacerme de él pasadas unas semanas: Joan solo verlo se enfureció. Me negué a quitarlo pero como siempre, mis padres al final me convencieron:

—No podéis permitiros decantaros externamente por una religión, recibís muchas visitas de personas muy influyentes que podrían verse ofendidos —argumentaron.

No soportaba la complacencia de mi madre en todo lo que mi padre decía. Echaba de menos contar con su apoyo cuando se trataba de manejar los temas de la casa o la ropa a mi gusto. Recordaba la vez que mi padre se mofó de mí al verme aparecer en una cena familiar con un conjunto de pulseras, collar y pendientes de plata antigua traídos de Jordania. Tenía diecisiete años, pero no tuvo ningún reparo en ridiculizarme delante de todos mis primos comparándome con una gitana o una mora. Ellos rieron como si fuera un insulto venir de cualquier cultura que no fuera la nuestra, y en todo esto mi madre permaneció impasible. Siempre complaciente. Dándole la razón.

Había tenido que insistir en que el yoga solo era ejercicio para el cuerpo y que no tenía que ver con la religión. Nunca quedaron convencidos por mi asistencia regular a las clases, hasta que escogieron ellos mismos el lugar donde debía de practicarlo: el
Inanna spa centre,
un club privado donde se ofrecían masajes de todo tipo; clases de taichí, pilates, yoga; una extensa carta de tratamientos estéticos de última generación, piscinas climatizadas, piscinas exteriores, canchas de pádel y tenis. Un centro al que solo podía accederse por expresa invitación de otros socios.

Por aquel entonces, no entendía el exceso de control que seguían ejerciendo mis padres cuando ya rozaba la treintena. Me sentía asfixiada y manejada por mi familia pero tampoco hacía nada para cambiarlo. Tampoco pensaba que tuviera otra alternativa, al fin y al cabo eran mi familia, y yo no tenía a nadie más.

Después de cambiarnos de ropa, nos dirigimos a la sala donde practicábamos yoga dos tardes por semana. La sala «Agua», como la llamaban, era una amplia estancia de suelo de parquet. Una de las paredes era de losas de piedra natural color gris. Por ella resbalaba el agua, desde el techo hasta el suelo, sin hacer más que un leve gorgoteo al descender. Esa pared era la decoración principal, por no decir la única decoración con la que contaba la sala, amén de tres preciosas drusas de medio metro de alto, de puntas transparentes de cuarzo.

Nos sentamos en las gruesas colchonetas y esperamos un largo rato mientras el resto de alumnas llegaban. Mi sitio favorito era al lado de la pared de cristal donde podía contemplarse un patio interior de estilo japonés, con guijarros negros y blancos, y una viva y frondosa planta de bambú. En medio habían colocado una fuente y carpas doradas en su interior, porque según el feng shui atraían el dinero y la prosperidad.

Comenzamos a impacientarnos por el retraso de nuestra profesora. Mientras, Marta aprovechaba para seguir cuchicheando en mi oreja sobre alguna de las compañeras allí presentes.

—¿Has visto que mal le han dejado los labios a la mujer de Artur Biges? Parece un besugo.

Marta soltó una carcajada sin importarle lo más mínimo romper el silencio de la clase.

No pude dejar de sonreír el crudo comentario de mi cuñada. Aunque no compartía que se mofara de la gente, tenía que reconocer que era muy divertida. Siempre conseguía arrancarme una sonrisa. En el fondo, envidiaba la manera tan simple que tenía de ver la vida. Habría querido ser como ella, que tan fácil era de contentar.

No dejaba de fascinarme como se había integrado a una clase social a la cual no pertenecía. Había conseguido, en poco tiempo, ser de las más demandadas en las fiestas de la alta sociedad. Se movía como pez en el agua debido a su elegancia, encanto y desparpajo.

Tenía que reconocer que era la responsable de mi fondo de armario y de que fuera halagada por mi buen gusto. Había llegado a convertirme en la copia falsa de Marta Barrull. Lo sabía, pero también sabía que esto gustaba a mi familia y lo acepté sin más.

Aunque me agobiaba su apretada agenda fingía divertirme, accedía a acompañarla porque había conseguido abrirme puertas en la sociedad que antes estaban vetadas debido a los rumores que corrían sobre mi estado mental. Y esto era muy importante para mis padres, que ni con todo el dinero que poseían lo habían conseguido.

No era consciente del daño que esto me causaba, porque cuanto más intentaba tapar quien yo era, más insistía el subconsciente en recordármelo.

Después de quince minutos esperando, la gerente del centro entró acompañada de un joven de unos treinta años vestido con un pantalón ancho y camiseta blancos:

—Siento la espera, queridas —dijo la mujer con voz de pito.

Siempre pensé que con esa voz, nunca podría haberse dedicado a dar clases de yoga. La sentí falsa, de esas personas que aparentan ser amables por obligación.

—Os presento a Kahul, será vuestro profesor mientras nuestra querida Dilita se recupera de un aparatoso accidente que ha tenido este fin de semana.

Ninguna de las asistentes emitió lamentos por lo sucedido a la profesora de yoga. El apuesto profesor había captado la atención y la curiosidad de las mujeres. Los comentarios a baja voz y las sonrisas se hicieron palpables, descarados.

La gerente le indicó con la mano dónde estaba el equipo de música y después salió de la sala.

Kahul caminó hacia el aparato de música y conectó su MP3.

Marta me dio un codazo y luego me guiñó un ojo:

—Ahora sí que no pienso faltar a ninguna de las clases —me dijo cerca del oído.

Kahul se acuclilló ante nosotras y nos saludó con las manos unidas sobre el corazón:


Namasté —
dijo en tono melodioso .


Namasté —
contestamos todas en desacorde.

Kahul comenzó a dirigir las
ásanas.
Empezó con posturas fáciles. Pensé que quería probar nuestro nivel de experiencia y aunque la mayoría del grupo llevábamos más de dos años practicándolo en aquel mismo centro, algunas alumnas comenzaron a comportarse de manera extraña.

—Profe, no me sale —dijo Lidia, una compañera de las más veteranas de clase.

Se acercó a ella y la ayudó a estirar la pierna.

—Así está mejor. Déjala completamente estirada. ¿Notas el tendón cómo se estira? —le preguntó mientras señalaba con su mano la parte interior de la pierna de Lidia.

—Lo noto, sí lo noto —contestó Lidia con un tono que sonó lascivo.

Se oyó una risa ahogada a su lado.

Otra compañera lo llamó:

—Maestro, me duele aquí al girar el hombro ¿Es normal? —le preguntó mientras señalaba su nuca.

Kahul se acercó a ella y le dijo en voz baja, aunque lo suficientemente clara como para que pudiéramos oírlo todas:

—Soy profesor de yoga, no fisioterapeuta.

Volvieron a oírse risas y murmullos.

Kahul permaneció unos segundos en el centro de la sala, en completo silencio. Nos miró a todas luego soltó un largo suspiro, pero sin dejar de sonreír.

A continuación se sentó en el suelo y nos mostró una nueva postura, una que nunca habíamos realizado.

Me pareció muy complicada y Kahul acudió:

—Si sientes dolor, coloca los brazos un poco más hacia ti —dijo mientras me recolocaba los brazos más cerca del cuerpo, para que sintiera el estiramiento con más precisión.

Desprendía un agradable aroma que no supe identificar.

—Gracias —le dije.

Nuestras miradas se cruzaron durante unos segundos.

La cercanía de Kahul consiguió ponerme más tensa, pero gracias a eso pude apreciar su hermoso y relajado rostro, de mandíbula angulosa y pómulos marcados. Su tono de piel era bronceado y saludable. Tenía el pelo castaño y liso. Lo llevaba recogido en un pequeño moño desaliñado sobre la coronilla, que le daban un aire femenino que no restaba ni un ápice de su evidente masculinidad. Aunque era delgado tenía los hombros anchos y las manos grandes y suaves.

Para evitar que notara el sonrojo que sentía que hervía en mis mejillas, decidí girarme hacia Marta, que me esperaba con un burlón gesto de incesante parpadeo de pestañas. No supe hacia dónde mirar.

Tras los ejercicios, Kahul nos propuso dedicar el final de la clase para meditar.

Las alumnas se miraron unas a otras, extrañadas.

Se oyeron rumores.

—Aquí nunca hemos meditado —dijo Lidia—, Dilita nos decía que era muy difícil y que nos resta tiempo para realizar los ejercicios que tonifican la figura.

Kahul fue observando una a una a todas las asistentes. El silencio comenzó a sentirse molesto. Cuando llegó a mí y fijó sus profundos ojos marrones no pude sostenerle la mirada por más de dos segundos.

Después de un momento, habló:

—Bien, entonces comenzaremos con una relajación y ya iré viendo —dijo en tono firme, pero su orden sonó amable.

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