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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

Irania (9 page)

—Lo que me faltaba ahora, verte hasta en la sopa — me dijo con dureza al cruzármelo por los pasillos.

Terminé por ir a primera hora del almuerzo, cuando casi no había nadie en el comedor, para tomarme un descanso. En aquella hora solo estaba el personal de limpieza y algunos técnicos de laboratorio.

Uno de esos días conocí a Miguel Garrido, de unos cuarenta años, medio calvo, bajito con una gran barriga. Aunque comíamos juntos cada día, me pareció un hombre introvertido en extremo. Debió de hacer un gran esfuerzo para pronunciar dos palabras seguidas, la primera vez que se acercó a mí, con la excusa de que mi mesa era la más soleada de la sala.

Miguel y yo solo nos veíamos durante la hora del almuerzo. A menudo me preguntaba por mi estado de salud. Creía que era muy atento o que sabía mis antecedentes. Aunque era hombre de poca conversación, hice uso de las enseñanzas de mi madre que me decía que todos teníamos algo en común por pequeño que fuera. Entonces encontré algo que nos unía: el jazz. Así comenzamos a charlar sobre eventos, clubes y artistas nuevos y antiguos del mundo del jazz.

Él me había mostrado su confianza enseñándome orgulloso las fotos que llevaba en la cartera de su familia. Se veía que era un hombre responsable y también un devoto creyente.

—Su padre es un hombre muy poderoso —me dijo un día, mientras hacía una pajarita de papel con una servilleta. Lo hacía a menudo, observé que era una persona muy nerviosa de los que nunca pueden tener los dedos quietos, esto me ponía nerviosa también a mí.

—Sí lo es —le dije—. Tiene muchos contactos con gente importante. Si él dice amén, todos se santiguan.

Debió notar cierto desprecio en mi voz. Algo que le movió a decirme:

—Nadie debe ser más poderoso que Dios.

Me miró fijamente con sus ojos marrones, cansados y ligeramente amarillentos. Su frente y su coronilla brillaban. No lo conocía demasiado pero lo noté más nervioso de lo habitual aquel día. Parecía querer decirme algo, como si esperara que leyera entre líneas. Miró hacia los lados con los ojos sin mover su cabeza. Me pareció cómica su actitud.

—Nadie está por encima de las leyes de la naturaleza. No todo vale por la ciencia.

En aquel momento entró un grupo de cinco hombres con batas blancas, había comenzado el turno de fábrica.

Miguel se levantó y se marchó dejándome con una molesta sensación en el pecho.

La fiesta de cumpleaños de Marc me obligó a recordar el por qué mi hermana y yo no teníamos una relación más estrecha. Aurora me había visitado en el hospital dos veces, me había traído flores y me había sonreído como ella sabía hacerlo. Había cumplido con su papel delante de la familia, pero luego no volví a verla hasta ese día. Su invitación era formal y fría como nuestra relación, pensé cuando la leí al recogerla del buzón.

Hacía muchos años que habíamos dejado de ser hermanas, para convertirnos en un familiar molesto. Lo único que me animaba a asistir era volver a ver a mis tres sobrinos.

Aurora era cinco años mayor que yo. Era el vivo retrato de mi madre, en todos los sentidos. Era la hija perfecta, por lo menos así lo había visto yo desde mis ojos. Jamás dio motivos de crítica y su conducta era ejemplar. Colmaba por ambas todas las esperanzas que mis padres pusieron en nosotras.

Mi hermana vivía en Masnou, una localidad costera muy cercana a la capital, desde que se casó muy joven con Beltrán Masspujol; un empresario del metal y político a tiempo parcial, trece años mayor que ella, muy del agrado de mis padres. Su marido era aficionado al mar y allí tenía cerca su velero. A veces nos habían invitado a navegar con ellos, sobre todo cuando iban mis padres, pero nunca a mí y a Joan solos. A mí no me sorprendía pero a Joan le molestaba, decía que eran unos prepotentes.

Cuando nos recibió ese tibio día de invierno, nos saludó a Joan y a mí con amable gesto. Llevaba un traje de chaqueta de alta costura francesa, sus favoritos, en un tono beige con decoraciones en oro. Era demasiado sobrio, incluso para mi gusto. Mi hermana llevaba el pelo corto y con volumen, un estilo que la hacía aparentar diez años más de los que tenía.

De pronto sentí un grito detrás de mí y algo que se agarraba a mis piernas. Era mi sobrina Aina. Mi hermana jamás entendió porqué la pequeña, que apenas me veía, sentía tanto cariño por mí. Percibía que no le gustaba demasiado, como si yo tuviera algo malo que pudiera contagiarla. Me entristecía no poder tener una relación más estrecha con ella. Le había rogado en ocasiones que me dejara llevarla a la playa de paseo o que me permitiera quedarse a dormir en mi casa, pero mi hermana siempre me negaba con la excusa de que la extrañaría solo al darse media vuelta.

—Aina, estás preciosa con ese vestido —le dije.

Ella me sonrió dulcemente mientras ladeaba su rostro presa de la timidez.

Aina era un ángel de cabellos oscuros y ojos almendrados como los míos, aunque mil veces más chispeantes y abiertos. Mi madre decía que era un rastro genético de mi bisabuela; una siria, de la que se enamoró perdidamente el mujeriego de mi bisabuelo, en uno de sus viajes para exportar mercancías. Siempre puntualizaba que mi bisabuela era de la aristocracia, y la mujer más bella y exótica que jamás se había visto en Barcelona. Cuando mi madre hablaba de mi bisabuela, siempre era para justificar mi aspecto, antes de teñirme de rubio. En parte por eso lo hice, para dejar de sentirme más rara entre ellos, de lo que me sentía por dentro. Sentía que Aina y yo éramos para ella como una mancha sucia que jamás iba a borrarse del linaje familiar.

Nunca llegué a creérmelo, lo de que era de sangre real, pero lo de hermosa sí era cierto. Había visto retratos al óleo de ella, en casa de mi abuela y era una joven muy bella.

Me habría gustado conocer a mi bisabuelo. Imaginé que debió ser un hombre de mucho carácter y personalidad en su época, al traer a una musulmana a tierras cristianas. Mi abuela me había contado de pequeña que su madre murió joven,
le había matado la envidia y los celos
. Me dijo.

Yo le pregunté:
¿Por qué abuela?
Y ella me contestó:

La envidia de los hombres por no poder poseerla y los celos de las mujeres porque jamás podrían equipararse a ella.

Ahora siento una gran sabiduría en sus palabras. El daño tan profundo que pueden hacer los malos pensamientos que vertimos hacia otros. No hay palabra gratuita, no hay comentario superficial, todo se escucha aquí y allí y todo resuena hacia el alma, seamos o no conscientes de ello.

Aina me cogió de la mano y me adentró en su casa. Se la veía feliz y radiante con su vestido rosa y verde a juego con los zapatos. Parecía una muñeca.

—¿Te enseño mis juguetes? —me preguntó a la vez que estiraba de mi brazo para subirme al piso superior.

—Cariño, ahora no —le dijo mi hermana tirando de ella. Aina hizo una mueca de disgusto.

Mi hermana nos acompañó a Joan y a mí hasta la carpa que había montado para los comensales en el grande y amplio jardín de su hogar. Una pareja disfrazada de payasos preparaban su función mientras los adultos charlaban y comían bajo la carpa. Había personas, con disfraces de personajes de dibujos animados, rodeados de niños curiosos, y monitores supervisando la gincana que habían preparado para la fiesta.

Un grupo de niños botaban en la cama elástica, entre ellos mi sobrino Andreu que me saludó con la mano.

Joan se disculpó y caminó hasta el marido de mi hermana, le dio un apretón de manos y le rió algún chiste.

Mi madre me hizo un gesto para que me acercara a ella. Hablaba con una mujer que yo no conocía.

—Hola hija —me dijo, luego me dio dos besos casi sin rozar mis mejillas— mira te presento a la señora Magí, es concejala de sanidad. Resulta que su hijo y Aina van a la misma clase. ¿No te parece increíble? Está ayudando a tu padre desde el Ministerio.

La saludé sin mucho entusiasmo. Solo pensar la tarde que me esperaba comenzó a dolerme la cabeza.

Cuando los niños se agolparon delante del pequeño escenario para ver el espectáculo de los payasos Aina tiró de mi mano, me sacó del jardín y me llevó por la puerta trasera de la cocina hasta el salón.

—No me gustan los payasos —me dijo riendo.

—A mí tampoco —le contesté.

Había pasado un rato y reíamos juntas sentadas sobre la alfombra. Preparábamos helados de plastilina sobre una pequeña mesa de juguete, cuando me preguntó:

—¿Tía Sandra, por qué mi mamá no te quiere?

Su pregunta me dejó helada. No supe qué decirle porque no sabía la respuesta.

—Sí me quiere, bueno… ¡Claro que me quiere!— le sonreí, pero mi sonrisa era forzada.

Aina ladeó su cabeza y se metió el dedo en la boca.

—Ella dice que estás muy malita. Le dijo a papi que los bebés no se meten en tu barriga porque estás loca y ves
monstruos
verdes.

Las lágrimas nublaron mis ojos. No pude remediarlo, aquellas palabras aun dichas por un alma inocente me dolieron profundamente. En aquel momento pensé que tenía razón, que hasta un niño podía apreciar la locura que envolvía todo a mi alrededor.

Aina se acercó a mí y me abrazó.

Aunque me esforcé por no mostrar delante de ella mis sentimientos no pude evitar que las lágrimas corrieran sin freno por mis mejillas.

—¡No llores, tita! Ese bebé era muy feo.

Aina comenzó a llorar también. Su empatía y sensibilidad eran muy fuertes.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —interrumpió Aurora. Ambas nos sobresaltamos. Su rostro estaba lleno de una mezcla de ira y preocupación.

Arrancó a Aina de mis brazos y la aupó sobre su pecho.

—¿Qué le has dicho? —me preguntó tras lanzarme una fría mirada.

—Nada, yo…

—No vuelvas a quedarte a solas con ninguno de mis hijos ¡¿Me has entendido?!

Se marcharon de nuevo al jardín con los invitados, dejándome sumida en una profunda amargura, entre lágrimas ácidas y el corazón cuarteado.

Capítulo 7

Si me estalla el corazón

es por lo que aprietan

las verdades.

Aquella húmeda mañana me costó más que nunca llegar a la oficina. Había un tráfico desesperante, más de lo habitual. Mientras miraba absorta por la ventanilla de mi coche, pensé que debía haber cogido el transporte público pero tenía la mala costumbre de ir en coche a todos los lados, aunque estuviera cerca. Conducir mi propio vehículo me generaba una gran satisfacción. Me otorgaba la libertad que tanto ansiaba en mi vida aunque fuera una libertad ficticia, una libertad de cinco quilómetros cuadrados.

Después de tres cuartos de hora en caravana conseguí divisar las instalaciones de Farma-Ros y un humo gris que salía de ellas.

Para mi sorpresa el atasco se había generado allí mismo. Un coche de bomberos ocupaba todo el carril. Había varios guardias en la puerta de la empresa mientras un agente local desviaba el tráfico por una vía alternativa.

Empecé a ponerme nerviosa al observar que el humo oscuro salía de una de las plantas del laboratorio.

Salí del coche dejándolo abierto y corrí hacia la verja de la empresa hasta que el policía que dirigía el tráfico me detuvo.

—No puede pasar señora —me dijo secamente.

—¡Trabajo aquí! —exclamé.

Comencé a rebuscar en mi chaqueta con nerviosismo, encontré mi acreditación y se la mostré. El agente asintió de mala gana con un brusco gesto de cabeza.

El personal había sido evacuado y se agolpaban en los jardines en pequeños grupos. Miraban perplejos como el equipo de bomberos terminaba de apagar las llamas que salían de una de las oficinas técnicas de los laboratorios.

El incendio solo había dañado una parte del edificio aunque el humo, había teñido de negro gran parte de la superficie de la fachada de chapa blanca.

A lo lejos divisé el grupo de directivos, entre ellos estaba mi padre. Suspiré aliviada.

De pronto apareció Joan por la puerta principal acompañado de un policía, varios agentes de paisano y dos sanitarios que llevaban una camilla con un cuerpo tapado.

La gente se agolpaba curiosa y horrorizada a la vez.

Corrí hacia él y le dije:

—¡Gracias a Dios que estás bien! —Me miró. Parecía muy afligido tenía el rostro blanquecino y la bata manchada de tizne.

—Sí casi todos estamos bien —dijo mirando hacia la camilla. Le abracé. Al pasar los camilleros por nuestro lado el brazo carbonizado de una persona se descolgó de la camilla.

La gente emitió una exclamación de sorpresa y asco. Se escuchaban sollozos y lamentos.

Giré el rostro, era una escena impactante.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Joan.

—Un accidente horrible en un laboratorio. Querida será, mejor que vuelvas a casa, tómate el día libre.

—No, yo estoy bien —contesté— pero tú… ¿Cómo estás?

—Sandra —me dijo mi padre—, haz caso a tu marido, hoy no será un día agradable para una persona tan impresionable como tú. Mejor vuelve.

Accedí de mala gana.

—Está bien, subiré a mi despacho para recoger unos informes y los terminaré en casa.

Pasada una hora, la policía descartó la presencia de artefactos bomba y permitió al personal de la oficina el acceso. Los ánimos estaban revueltos. Los administrativos, desconcentrados, los ejecutivos alterados en los pasillos con tazas de café. Nadie parecía hacer su trabajo, todos comentaban quién habría sido el desafortunado.

Presa de la curiosidad me acerqué a un grupo de secretarias de dirección y pregunté:

—¿Sabéis quién es el fallecido? —Me miraron con cara de aflicción.

—Un químico, ¡pobre hombre! —contestó una de ellas. Luego soltó un largo suspiro.

—¡A saber qué diantres hacen ahí abajo! Un día de estos saldremos todos volando por los aires. ¡Ya veréis! —respondió la mujer de más edad. Se notaba que todavía tenía presente el sobresalto en el cuerpo. Le temblaba ligeramente la mano con la cual sujetaba un vaso con manzanilla— Yo tendría que hacer como ha hecho Emilia, coger mi bolso y marcharme para siempre de este sitio.

Las dejé atrás con la conversación del ataque de pánico que había sufrido Emilia y entré en mi despacho.

Agradecí tener la libertad para poder marcharme de la empresa, se respiraba el miedo en cada uno de los rincones del edificio.

Me acerqué a la mesa y rebusqué entre las carpetas.

De pronto noté un malestar generalizado en todo mi cuerpo y luego escalofríos. El vello de mis brazos se erizó.

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