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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

Irania

 

Sandra Ros es miembro de una familia de clase social alta, en la que no encaja debido a sus trastornos mentales. A pesar de los esfuerzos que hace por integrarse y ser aceptada en su mundo, se siente solitaria e incomprendida. Después de años de una aparente mejoría, una noche, tras un terrible brote psicótico que padece, pierde a su hijo en un accidente. Durante el coma tiene una experiencia mágica y espiritual en la que recupera parte de unos increíbles dones que irá descubriendo a lo largo de la narración. Pero al despertar no recuerda nada.

Inma Sharii

Irania

Mi historia comienza cuando termina mi vida

ePUB v1.0

AlexAinhoa
29.11.12

Título original:
Irania

©Inma Sharii,2011

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

Para todo aquel que alguna vez ha tenido que traspasar los límites de lo convencional, sin más garantías que su propia convicción. Para aquél y aquella que ha tenido que enfrentarse a las dudas, los juicios preestablecidos de lo que es correcto y normal. Para aquellos inconformistas y soñadores que van abriendo caminos a pesar del rechazo y el ridículo social. Para todos aquellos que miran cada noche las estrellas a la espera de una señal. Para aquellos que ven luces dónde otros solo ven sombras. Para las almas valientes que van despejando senderos de zarzas y espinas en solitario, por amor al prójimo. Para aquél o aquella que un día decidió parar la televisión y buscó fuentes alternativas que nutrieran su sed de conocimiento. Para todas las almas que despiertan cada día y para todas aquellas que todavía no lo harán, pero no por incapacidad, sino por amor.

Inma Sharii

Prefacio

Mi historia comienza cuando termina mi vida. Tuvo que ser así, ahora lo sé y nadie pudo impedirlo. Me habían enseñado a creer que no tenía elección, que debía conformarme con quien decían que yo era. Entonces dejé de soñar, dejé de creer en mí, me abandoné y enfermé por dentro de locura.

Yo morí, mi muerte fue lenta y agónica. De hecho nací muerta y ciega, como la mayoría de las personas de este mundo; en una sociedad que jamás se pregunta por qué hace lo que hace, si lo hace porque lo siente o porque le dijeron que así debía ser. Pero yo me rebelé y perdí mil batallas, pero gané la libertad.

Dicen que estoy enferma porque veo lo que otros no ven. Ellos no me entienden pues me juzgaron antes de amarme. Si me hubieran amado tal como soy la pesadilla que viví no habría sido necesaria. ¡Qué distinto habría sido todo! Yo solo quería ser feliz y sentirme amada. ¿Acaso pedía tanto?

Ahora miro atrás y casi no reconozco el rostro que aparece en la fotografía de la tumba. Ya nada queda de Sandra Ros. Me duele no encontrarla en los rincones de mi memoria, pero ya no puedo alcanzarla. ¿Acaso fue real? ¿Alguna vez existió?

He tenido que llegar hasta aquí para recordarte. Recordar me da fuerzas para seguir creciendo y para seguir teniendo esperanzas.

Sé que hay algo más
, me transmiten sus tristes ojos. Ella lo sabe, sabe que nada ni nadie, puede apagar la llama de la verdad que habita en un pequeño cajón del corazón. Por eso resistió, latente, a la espera que una ligera brisa de confianza la avivara.

Entonces me levanto del frío mármol y acaricio con las yemas de los dedos cada una de las letras que forman su nombre. Luego apoyo la frente sobre la piedra y cierro los ojos.

Sé que me estás escuchando. Se hará justicia, te lo prometo. Ahora ven conmigo, adéntrate en mis recuerdos. No temas. Tú tienes la suerte de estar ahí fuera. A ti ya no podrán hacerte daño. Pero yo tengo la necesidad de explicártelo.

Te preguntarás quién soy. Esta misma pregunta costó la vida de Sandra pero también a descubrir el viaje de mi alma.

Porque no puede contenerse tanta vida en una sola existencia.

Yo soy Irania.

Yo soy la que yo soy.

Capítulo 1

Lleida, 1986

—¡Cállate! No hables o nos encontrarán —dijo Aurora tirando varias veces de mi mano.

—Tata, tengo miedo, no me gusta este juego, está muy oscuro —le dije entre sollozos, aferrándome fuertemente a su cintura.

Se oyeron rumores a lo lejos, voces de hombre, luego cánticos como los que se oyen en los conventos, pero más pérfidos y tenebrosos.

De pronto escuchamos unos pasos firmes y pesados crujir la tierra que cubría el suelo acercarse en nuestra dirección.

Salió un quejido de mi garganta.

Mi hermana me tapó la boca y me dijo en voz baja:

—Sandra, no te muevas. Ahora vamos a jugar al escondite.

—Vale, pero luego vamos a casa a merendar —contesté enfurruñada.

—¡No están, Señor! —exclamó una ronca voz de hombre a lo lejos—¡Las niñas se han escapado!

Aurora tiró de mi mano y me condujo por un túnel oscuro, lúgubre y húmedo. Mis pequeñas piernas no podían seguir sus pasos.

—¡Cogedlas! ¡Que no salgan de aquí!

Mi hermana aceleró el paso, casi me llevaba a rastras.

—¡No quiero jugar más! —me quejé.

—¡Corre! —gritó Aurora.

Me detuve en seco y solté la mano de Aurora.

—¡Tata, espera! Mi bolsito, se ha roto —le dije mientras me agachaba al suelo para buscarlo.

—¡Corre Sandra! —escuché a lo lejos.

De pronto sentí unos pasos detrás de mí.

—¿Tata? —Pregunté—¡Mira ya lo he encontrado! —le dije a mi hermana, entusiasmada con mi bolso, ajena a todo peligro. Pero ella ya no estaba.

Giré mi rostro y una luz me cegó la visión. Asustada eché a correr, pero tropecé y caí de bruces en el suelo. Probé el sabor de la tierra en mi boca.

De pronto sentí una fría garra sobre mi pierna.

—¡No, suéltame! —chillé mientras pataleaba—¡Tata ayúdame, me comen por los pies!

Barcelona,

veinticuatro años después

Cuando extendió el frío gel sobre mi vientre me encogí por unos segundos. Con los ojos fui siguiendo la pantalla a la vez que observaba con detenimiento las facciones del doctor Aranda.

Olía a recién afeitado. Quizá no era consciente, pero cuando levantaba las cejas o se rascaba el mentón, mientras miraba el monitor, conseguía poner todas mis neuronas en alerta. Aunque siempre había tratado de ser amable conmigo, yo sentía que le costaba esfuerzo sobrehumano levantar las comisuras de los labios para sonreír. Y en aquel instante lo necesitaba, un poco de calor, una mano amiga en aquella fría habitación.

Salió un largo suspiro de mi boca.

Pensé que me habría gustado escoger otro especialista, pero ni tan siquiera en eso tuve libertad de elección.

—Está todo correcto, señora Ros, no debe preocuparse —me dijo—. ¿Seguro? —insistí—. Las pequeñas pérdidas entran dentro del cuadro sintomático normal, en el segundo mes de gestación. Mientras me vestía detrás del biombo, no pude evitar pensar en Joan. Este pensamiento tiñó de gris la alegría que había sentido minutos atrás.

Al salir del consultorio me dirigí a la cafetería que tenía la clínica en la planta baja. Había quedado allí con mi madre. La encontré sentada, de espaldas a la puerta. Miraba por la cristalera que daba a un jardín interior lleno de palmeras exóticas. Debía estar absorta en sus pensamientos, porque yo sabía que no le gustaban las plantas y llevaría, por lo menos, varios minutos removiendo el café con la cucharilla. Era una manía que tenía que me desesperaba.

El ruido de mis zapatos de tacón hizo que girara su rostro.

Al verme me escaneó con rapidez. Debió ver una ligera sonrisa en mis labios, algo que hizo que terminara su angustia. Entonces las facciones le cambiaron y se levantó de golpe de su asiento.

—¡Me alegro mucho por vosotros hija mía! —Dijo mientras me abrazaba con fuerza—. Sabía que lo conseguirías. Con la llegada del bebé todo cambiará—añadió.

Respondí con una sosa mueca.

No se percató que mi cuerpo estaba tieso como una escoba. Pensé que escuchar la noticia de que mi embarazo iba
viento en popa
iba a hacerme sentir inmensamente feliz, sin embargo permanecía impasible ante los abrazos y caricias de felicitación de mi madre. Parecía irónico que ella sintiera más ilusión que yo misma, pero así era; estaba muerta de miedo.

—Joan no ha podido venir —murmuré.

Ella ladeó su cabeza y me pellizcó el mentón. Debí de parecerle tonta o frágil. De aquellas mujeres que necesitan siempre que sus maridos estén a su lado en cada momento. Pensé que iba a responderme lo que le había oído decir a mi hermana: que en sus tiempos estas cosas eran solo de mujeres y que los padres, solo veían al hijo después de nacido y aseado. En condiciones, según sus palabras.

Joan había olvidado nuestra cita. Le había dejado varios mensajes a su secretaria para que me llamara urgentemente, pero no había obtenido respuesta. En aquellos instantes sentía que no le importaba demasiado y no llegaba a comprender el motivo.

—Es normal, hija, tiene mucho trabajo; ya sabes que está con un proyecto muy importante —me contestó.

No me sorprendió su respuesta, siempre terminaba excusándolo. Tenía una vena machista que me había querido inculcar desde niña. Para ella era normal pero yo, aunque no decía nada, me rebelaba en mi interior.

—Siempre son importantes —murmuré.

Pero no me servía de nada. Mi rebeldía terminaba en muecas, gestos y algún resoplido que otro, no me atrevía a exteriorizar más allá. Me habían domesticado muy bien. Tenía un rol que interpretar en una función teatral. Una obra en la que yo era la hija de una familia que venía de abolengo tan rancio, que incluso contábamos con unas gotitas de sangre real. Todos los miembros de la familia se tomaban su papel muy en serio. Y querían que yo también lo hiciera. Y lo intenté.

Tenía todo lo que se podía comprar con dinero pero yo no era feliz. Sé que es un dicho manido y conocido pero en mi caso era verdad. Quizá esta situación para otros era un regalo, pero para mí no lo fue. Mucho antes de saber quién era yo, mi vida se había basado exclusivamente en satisfacer los deseos de mis padres, en todos los sentidos. Pero de esto me di cuenta después de años de luchar contra mí misma.

Cuando me sentía mal, cosa frecuente, visitaba a mi amiga Lila. Ella era vidente. Lila era mi secreto y me gustaba que siguiera siendo así. Yo no fumaba, tampoco bebía, las consultas del tarot eran mi vicio, mi cortina de humo. Su salita se había convertido en mi reino de magia particular. Una hora donde podía ser yo misma, desplegar todas mis angustias y mis miedos sin sentirme criticada ni juzgada por nadie.

La primera vez que la llamé me puse nerviosa, bueno, la segunda, porque la primera vez colgué el teléfono al oír su voz y no volví a llamar hasta pasados unos días. Había escuchado tantas cosas y tan confusas sobre las videntes que en el último instante me eché atrás. Pero me había gustado su nombre y solo por eso y porque estaba lejos de mi barrio, me animé a pedirle una cita. No sé porqué lo hice, ni siquiera recuerdo lo que estaba haciendo en ese momento. Lo que sé es que yo estaba mal, mucho peor de lo que quería reconocer. Estaba frustrada con mi vida, amargada o incluso depresiva. Había llegado a un punto de inflexión donde las situaciones que vivían ya no daban para más. Había succionado la vitalidad de mi entorno, hasta casi no dejar resquicio de alimento. Eso era: alimento, necesitaba alimento para mi espíritu y en mi familia ya no podía encontrarlo. No era consciente de esto pero yo buscaba y buscaba aquello que pudiera darme una chispa de magia, pues ya había dejado de creer en el mundo que habían construido otros para mí.

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