Por aquel entonces, Olivia acababa de divorciarse de su tercer ¿o era su cuarto? marido, pero aún así —o quién sabe si precisamente por eso— su mayor deseo era tener un hijo. Según llegó a confesarle a Fuguet, en los últimos años lo había intentado todo sin éxito: tratamientos de fertilidad, inseminaciones, fecundación in vitro, curanderos, charlatanes, rogativas. «En realidad sólo me falta vender mi alma al diablo. Y lo haré, puedes estar seguro, cuando no me quede más remedio, pero antes me gustaría que me ayudaras.» Eso le había dicho la tercera vez que acudió a su consulta, muy poco antes de que comenzaran los periódicos encuentros en casa de él. La carrera profesional de Pedro Fuguet no era tan corta como para ignorar que existen mujeres capaces de cualquier cosa con tal de tener un hijo. Y las que están diagnosticadas desde muy jóvenes como estériles más aún. En sus años de MIR, Fuguet había visto cosas increíbles. Mujeres que hipotecan su casa o se prostituyen con tal de pagarse una inseminación artificial. Mujeres que engañan a maridos que ellas suponen estériles con el único propósito de quedar embarazadas. Mujeres que hasta llegan a robar criaturas del nido y luego aseguran que son suyas. «Yo también estoy dispuesta a eso y a lo que haga falta. Tú me ayudarás ¿verdad, Fug? Júralo.»
El entonces se había reído diciéndole que no necesitaba convertirse en una asalta cunas, que había otros métodos para conseguir su deseo. Primero, porque ella era aún joven pero es que, además, suponiendo que su problema fuera irreversible, existía siempre la posibilidad de una adopción. Algo que, a pesar de no estar casada en ese momento, con su dinero e influencias no tenía por qué ser demasiado difícil.
Así empezó todo. Las primeras conspiraciones a las que se refería Olivia habían sido muy inocentes. Consistían en cosas tan relativamente sencillas para Fuguet como extenderle un certificado médico en el que se aseguraba que Olivia no estaba sometiéndose a ningún tratamiento de fertilidad, requisito éste obligatorio para iniciar los largos y complicados trámites de una adopción. Un punto, por cierto, sobre el que las autoridades no admiten engaños. Era falso que ella no estuviera en tratamiento. Como pronto descubrió Fuguet, Olivia seguía intentándolo mes tras mes con uno de esos ginecólogos de moda en Madrid «… Pero lo hago sólo por si suena la flauta, Fug. Todas las mujeres que estamos en esta triste situación jugamos a dos barajas ¿tú me comprendes verdad?»
Naturalmente que la comprendía y, a medida que ella se refugiaba más en él, ayudarla se convirtió en su único deseo. En realidad lo habría hecho sin contrapartida alguna, por una mirada, por una sonrisa siquiera, pero Olivia se había mostrado mucho más generosa que todo eso, y fue por aquel entonces cuando comenzaron a hacerse frecuentes sus citas fuera de la consulta, sus divinos encuentros en la casita de ferroviario. «Porque ahora, además de ser mi médico y mi cómplice, eres mi amante, Fug», le dijo una tarde, y aquel título que era tanto más grande que todo lo que Pedro Fuguet jamás se había atrevido a soñar, le pareció muy poca contrapartida a cambio de esa primera falsificación que ella le había solicitado, una que, por cierto, es bastante común desde que se han puesto de moda las adopciones. Pasaron varios meses, seis o tal vez siete. En una ocasión Olivia había quedado embarazada y Fuguet, a pesar de ser ginecólogo, a pesar también de saber las remotísimas posibilidades de que tal cosa fuera posible, llegó a fantasear con la idea de que el bebé fuera suyo y no de una probeta. Sin embargo el cuerpo de Olivia no logró retener aquel feto más allá de unas semanas y las ilusiones de ambos se malograron. Ni uno ni otro se detuvieron demasiado a sentir lástima de sí mismos; había que seguir adelante. Olivia debía ocuparse de la desesperante carrera de obstáculos a la que las autoridades someten a las personas que aspiran a adoptar un bebé: papeleos, entrevistas psicológicas, cursillos, súplicas, sobornos… Y durante toda esta larga ordalía, él estuvo a su lado, ayudándola a preparar las entrevistas, conjurando sus temores, mirando hacia otro lado mientras ella intentaba comprar voluntades. «Dios mío, parece que se aprovechan de la desesperación de personas como yo, cuántos requisitos estúpidos, cuántas trabas, eso por no mencionar que, en mi caso, al tratarse de una maldita adopción monoparental todo es mucho más difícil. Tal vez debería buscarme un nuevo marido. ¿Tú qué opinas, Fug?»
(Por un divino segundo él pensó que le estaba proponiendo matrimonio. Pero no, claro que no, las reinas nunca se casan con mendigos ni las damas con vagabundos, a menos que sea en una película de Walt Disney.)
—Estoy harta de todo, Fug, voy a agenciarme un marido para que no me den más la lata. Bueno, para eso y también porque se me está acabando la pasta. Qué vida ésta en que la felicidad resulta siempre tan cara.
Si fue después de esta última declaración de intenciones cuando comenzó a fraguarse su desgracia, Fuguet no llegó a ser consciente en aquel momento. Ahora, en cambio, con la perspectiva que dan los años y la distancia, aquellas palabras de Olivia se le antojaban anticipatorias de todo lo que ocurriría poco después. Y lo primero que sucedió fue que a ella le denegaron el certificado de idoneidad para adoptar. La suerte de las personas depende a menudo de pequeñas mezquindades, de la necesidad de un funcionario o funcionaría de demostrar quién manda y Olivia tuvo esa mala fortuna. Bastó que coincidiera la presencia de una inspectora muy poco sensible a los encantos de Olivia con el soplo que recibió de que continuaba con los tratamientos de fertilidad para que la declararan no idónea. Eso cerraba toda posibilidad legal de adopción, pero Olivia no estaba dispuesta a darse por vencida. Después de una tarde los dos en la cama, ella entregada a las más terribles manifestaciones de autocompasión y Fuguet al divino placer de consolarla y acunarla como una niña, Olivia desnuda y muy pálida se secó las lágrimas y lo miró a los ojos.
—Ayúdame, Fug, tú eres el único que puede.
—No sé qué más puedo hacer —le respondió él—. Ya me he metido en un lío extendiéndote un certificado falso por el que seguro me abrirán expediente. Sabes que por ti soy capaz de cualquier cosa pero…
Nunca debió pronunciar aquellas palabras porque con una determinación, con una calma que a Fuguet se le antojó terrible, Olivia comenzó a desgranar su próxima petición:
—Mi felicidad está en tus manos, sólo tienes que hacer lo que yo te diga.
—¿Y qué es eso, mi vida?
Olivia acababa de liberarse del abrazo de Fuguet y lo miraba erguida, desnuda y fría, como una estatua.
—He estado haciendo mis averiguaciones. Hay otros métodos para conseguir un bebé y son muy sencillos para alguien como tú.
—¿Como yo? —había repetido él genuinamente sorprendido—. No sé a qué te refieres.
Olivia entonces comenzó a hablar de un mundo sórdido del que Fuguet no tenía noticia o que, en el mejor de los casos, consideraba una leyenda urbana. Habló de los vínculos que unen a ciertos médicos de renombre con abortistas y a éstos con comadronas y enfermeros sin escrúpulos. Habló también de clínicas privadas, en apariencia respetables, en las que conviven partos normales con otros que no lo son tanto. Lugares en los que adolescentes, apenas niñas a veces, dan a luz y luego se les retiran sus bebés, en ocasiones por voluntad propia, otras asegurándoles que la criatura murió en el parto. Habló por fin del nada desdeñable negocio que se mueve alrededor de estos alumbramientos y lo hizo con tal precisión y abundancia de datos que a Fuguet no le quedó duda de que había dedicado muchas horas y no poco dinero a hacer sus averiguaciones. «Estás loca —la interrumpió entonces—. Aun suponiendo que ese submundo que dices exista, yo desde luego no quiero tener nada que ver con él. Además, piensa un poco Olivia. Una vez que te entreguen a la criatura ¿Cómo vas a legalizarla? ¿Y cómo te asegurarás de que esos desalmados no te harán chantaje una y mil veces, que te compliquen la vida con…?»
Ella le dejó hablar. Luego, fría y muy pálida, se levantó de la cama y comenzó a vestirse ante él. Lo hizo lentamente, con tal deliberación que a Fuguet no le cupo la menor duda de que era la última vez que la veía, a menos que hiciera algo por retenerla. Olivia comenzó primero por ponerse su collar, luego los anillos, los pendientes. Se puso a continuación la blusa negra cubriendo muy poco a poco el pecho desnudo, demorándose en abrochar uno a uno los botones. Era un juego perverso porque su pubis continuaba ahí, expuesto para que él pudiera admirarlo. A continuación se agachó para ponerse los zapatos, que eran altos y tan provocativos… «Dios mío, que acabe esta tortura —pensó Fuguet—. Olivia, vida mía. Olivia, mi amor.» Alargó entonces una mano deseando desesperadamente tocarla y, contra todo pronóstico, ella se lo permitió. Estaba helada.
Dos días más tarde comenzó para Pedro Fuguet la parte de su existencia que él desearía borrar para siempre, fingir que nunca tuvo lugar. Ojalá —había pensado mil veces desde entonces— que la vida se pareciera un poco más al maravilloso mundo de internet en el que basta con pulsar la tecla
supr
o
delete
para que todo desaparezca sin dejar rastro. Pero no. La vida no tiene tecla
supr.
Por eso, aunque Fuguet procuraba no pensar en aquellos meses que vinieron a continuación, todo permanecía en su memoria, archivado de forma indeleble. Primero el modo en que, siguiendo indicaciones de Olivia, él entró en contacto con un submundo que, para su enorme sorpresa, resultó que existía en su lugar de trabajo: casual o no tan casualmente en esa clínica próxima al paseo de La Habana en la que él pasaba consulta. ¿Puede uno ser tan cándido o ciego que no ve según qué cosas? Por increíble que parezca, así era y, después del primer estupor al descubrir qué respetables nombres formaban parte de aquel entramado clandestino, lo que más llamó la atención de Fuguet fue la forma en la que se conducían las… negociaciones, digamos, y el modo tan profesional de tratar ciertos asuntos. En conversación con compañeros de trabajo que ahora lo miraban con una mezcla de sorna y displicencia como quien dice «también tú eres de los nuestros», aprendió entonces que las formas se mantienen siempre en las transacciones inmorales, tal vez para convencerse unos a otros de que no lo son tanto. Por eso no se hablaba de madres, por ejemplo, sino de «cedentes». Las criaturas no eran bebés sino sólo «adopciones», los médicos y comadronas que atendían este tipo de partos eran «facilitadores», mientras que la mujer que buscaba hacerse con un bebé era «la dienta» y el pago de todo el proceso no era soborno o mordida, naturalmente, sino un simple abono «al contado y nada de cheques, por favor».
Así, tras algunos trámites, paradójicamente mucho menos engorrosos y largos que los de una adopción legal, Olivia ya estaba apuntada para un «advenimiento» que debía producirse un par de meses más tarde. Y una vez entrado en aquel submundo, Fuguet comprobó además con qué rapidez las cosas irregulares comienzan a verse como normales. Uno de aquellos colegas suyos le había indicado, por ejemplo, que, previo pago de una módica suma adicional, podía organizarse para que su «dienta» viera de modo confidencial a la «cedente». «Nada más fácil —había añadido aquel tipo— venid los dos a mi consulta el martes, ella estará ahí con un familiar para su revisión mensual. Porque como ya irás viendo, Fuguet, aquí todo se lleva con rigor y mucha profilaxis. Además, así podréis comprobar la dienta y tú lo guapa que es la cedente.»
Él le había suplicado a Olivia que no acudiera, que para qué añadir más carga emocional a todo el proceso, pero ella, adoptando una vez más esa actitud de helada esfinge que Fuguet tanto temía, le había dicho que daba igual lo que dijese, que iría con o sin él. Por eso, tres días más tarde, a los ya abundantes fantasmas que rondaban la cabeza de Pedro Fuguet se unió uno nuevo. La carita de una niña búlgara de trece años que no aparentaba más de diez u once y a la que su padre había metido en aquel «negocio». Una cara y una expresión entre aterrada y desvalida que, de ahí en adelante, tendría para Fuguet un nombre: Cósima. Conocer el nombre de la cedente estaba totalmente «contraindicado» en aquel submundo, pero sucedió que al padre de la muchacha se le escapó en una ocasión y por eso aquellas tres sílabas pasaron de inmediato a engrosar para Pedro Fuguet las huestes de sus pesadillas. Y si existiera esa bendita tecla
supr
o
delete
en la vida de las personas, él habría hecho desaparecer de su memoria dicha escena presenciada desde detrás de un cristal trucado tras un espejo. Pero, más aún, habría borrado y para siempre lo ocurrido apenas nueve semanas más tarde durante el parto. Aquel acontecimiento tuvo, además, varias notas sórdidas suplementarias porque, para que la cedente y los facilitadores no tuvieran problemas y todo fuera más fácil para la clienta, que había pagado una suma adicional para presenciarlo, el «alumbramiento» no se produjo en la clínica del paseo de La Habana sino en casa de Cósima, en unas condiciones que no podían ser más deplorables. Por eso, entre todos los fantasmas y recuerdos que Pedro Fuguet tuvo años para conjurar sin éxito, había uno que atormentaba sus sueños más que el resto. El grito de la madre—niña tumbada en su cama —tan infantil, tan incongruente con un ratón Mickey dibujado en el cabecero— al ver el rostro aún sanguinolento de su bebé.
Por lo general, y según supo Fuguet más tarde, se tomaban todo tipo de precauciones para que «contratiempos» como éste no tuvieran lugar, pero a veces ocurrían imprevistos. Por eso nadie, ni los facilitadores ni desde luego él, que había presenciado el parto con el alma sobrecogida, pudieron prever lo que iba a ocurrir. La criatura acababa de nacer oculta tras la preceptiva sábana verde, cuando la madre, en una reacción rapidísima e imprevisible en alguien en sus circunstancias, la apartó de un manotazo. Y he aquí por tanto la razón de que ahora Fuguet aún se estremezca al recordar, al revivir cómo aquella madre, aquella niña, suplicaba a gritos que le dejasen dar un beso a su bebé, uno solo, de despedida.
La escena duró apenas unos segundos. De inmediato el padre de Cósima se abalanzó sobre su hija tapándole la boca al tiempo que los facilitadores envolvían a la criatura en una toalla, para llevársela de allí, fuera, lejos, hacia el mundo que entre todos le habían comprado, mientras Fuguet, en una esquina de la habitación, la cara vuelta hacia la descolorida pared, temblaba de arriba abajo sin haberse decidido —cobarde, maldito cobarde— a intervenir.