¿Quiénes son los que sostienen que un patronímico prefigura lo que uno va a ser en la vida? ¿Los esquimales? ¿Los indios sioux? ¿Los bosquimanos tal vez? Y tienen razón, he ahí, en origen, la finalidad de un nombre, abrir camino, crear un personaje, ayudar a inventarse un pasado y más aún un futuro. Por eso, mi hermana Olivia y yo paseamos nuestros bonitos nombres tanto por el sur de Inglaterra en casa de nuestra tía la cantinera como más tarde por la Unión Soviética, con la ventaja de que ambos suenan bien en todos los idiomas. En Moscú, por ejemplo, el ábrete sésamo de nuestros nombres de pila fue extremadamente eficaz, al menos al principio. Allí, y como diría mi hermana Olivia, nos permitieron "pasear desde los terciopelos de las embajadas al olor a repollo de nuestro colegio Máximo Gorki".»
En este punto de la explicación, los dietistas siempre interesados en encontrar a la preocupación de la paciente por su aspecto físico una causa infantil y remota, solían escribir aplicadamente en sus informes la palabra «repollo» y luego la palabra «terciopelo» antes de preguntar: «¿Qué significado tiene para ti la combinación de ambas palabras, Ágata? Háblanos un poco de todo eso.»
La explicación de «repollo» era la más fácil y Ágata solía comenzar por ahí. Relataba cómo, en los tiempos en que ellas vivieron en Moscú, toda la ciudad, todas las repúblicas y todo el grandioso paraíso soviético, olían a berza recocida. Y en la vida de los Sánchez Gómez, tal perfume ambientaba tanto la oscura oficinucha en la que trabajaba su padre como el colegio público en el que ellas estudiaban, para luego reinar omnipresente en el diminuto apartamento proletario que el gobierno facilitaba a los militares «visitantes».
Tal vez fue allí, entre esas tristes paredes que su madre adornaba con tarjetas postales de países extranjeros, como si de obras de arte se tratase, donde Olivia comenzó a soñar. Muchas veces Ágata la había sorprendido calcando el singular contorno del Palacio de Buckingham o el de Versalles en una cuartilla. Entonces pensaba que aquella actividad de su hermana era una forma de matar las horas que no podían matarse ni viendo la televisión (casi inexistente) ni jugando en la calle (veinte grados bajo cero no invitan a ello). Mucho más adelante comprendió que lo hacía por otra razón: igual que los niños aprenden a escribir haciendo palotes, Olivia aprendía los rudimentos de una vida regalada rebordeando sus contornos.
Llegado el momento de describir a su interlocutor la parte del «terciopelo», Ágata solía relatar siempre la misma escena. La vez que, junto a su madre, Olivia y ella asistieron a una función infantil en el Teatro Bolshói invitadas por un tercer secretario de la Embajada de España. La Filarmónica de Moscú tocaba
Pedro y el Lobo,
de Prokófiev, y aquélla sería la primera y única ocasión que ambas tuvieron de ver de cerca cómo era el mundo de sus compañeros de colegio más afortunados, los hijos de diplomáticos de verdad. Porque aunque la escuela a la que acudían era estatal, y por tanto gratuita y popular, estaba de moda entre los diplomáticos extranjeros de entonces matricular allí a sus hijos un par de años durante la educación primaria: «Para que aprendan ruso, querida, el mundo es de los osados e imagínate lo bien que van a quedar nuestros hijos en la Sorbona cuando comprueben que hablan el idioma del Comecón.»
Ágata nunca logró hacerse amiga de ninguno de aquellos niños privilegiados; Olivia, naturalmente, sí. E incluso fue invitada alguna tarde a merendar a casa de la hija de un embajador latinoamericano, una tal Sandrita con apellido muy vasco. Tenía su hermana entonces casi doce años y muy pronto iba a aprender que existe un puente levadizo e invisible que separa el mundo de los ricos del resto de los mortales, uno que permanece transitable durante toda la primera infancia. Y es que la infancia es igualitaria, democrática. Los hijos de los ricos juegan sin restricciones con el niño del jardinero o del lechero; no existen prejuicios ni clases sociales, no hay desdenes, ni narices respingadas. Sin embargo, un día, y sin previo aviso, el invisible puente se hace menos incorpóreo, luego se alza y se acabó la confraternización. Se pasa entonces del «tú eres mi mejor amigo» al «mi madre no me deja», de ahí al «perdona, hoy tengo clase de esgrima» y se acaba en «perdona pero no me acuerdo muy bien ni de cómo te llamabas». Por eso, en un momento dado, todo cambió para Olivia sin que ella comprendiera la razón aunque muy pronto iba a descubrirla.
Allí estaba ahora su gran amiga Sandrita Urziza en el Teatro Bolshói, buscando su localidad entre las butacas de terciopelo, monísima ella con una falda escocesa y un pulóver verde, tan mayor. No como Ágata y Olivia, que a sus diez y doce años vestían aún de niñas pequeñas con nido de abeja, nada menos y (oh, Dios mío) el dobladillo sacado para que no les quedasen cortos sus trajes de fiesta. Las luces se apagaron al fin. El gran telón rojo se alzó y, durante un buen rato, todos parecieron vivir sólo las aventuras de
Pedro y el Lobo.
Todos menos Olivia, que no paraba de mirar a Sandrita Urziza, allá muy lejos, junto a otras amigas también de falda escocesa, quienes, a pesar de los esfuerzos mudos de Olivia por reclamar su atención, no miraron ni una sola vez hacia donde ella estaba. Ágata no recuerda bien lo que pasó a continuación. Tal vez debió quedarse dormida, porque cuando quiso darse cuenta, se encontraban ya casi en el final de la obra, en ese momento en el que el solo de flauta con sus acordes más apremiantes relata cómo el lobo está a punto de comerse al pajarito amigo de Pedro. Y ya lo tiene en sus garras. Y ya lo va a devorar y Ágata repara en cómo los dedos de su hermana se crispan sobre los pliegues de su vestidito de nido de abeja una y otra vez, mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas. «Vamos, Oli, no te apures, sólo es un cuento.» «No llores», quiere decirle, porque ella tiene diez años y aún no sabe nada de los puentes que se levan de la noche a la mañana. Por eso tampoco entiende por qué esas niñas amigas de su hermana ríen y se dan codazos cuando por fin miran hacia donde están ellas dos. Y tan pequeña es Ágata que tampoco sabe distinguir estas miradas de otras «hambrientas», podría decirse, que le dedican a Olivia unos chicos que están en la fila de adelante. Para ella, todo el mundo mira a su hermana por la misma razón. La miran porque es guapa, porque es rubia y con ojos grises, porque llora por el pajarito que están a punto de comerse. «No sufras, Oli, no llores. Ya verás como pronto se acaba todo esto y baja el telón.»
Existe para Ágata otro recuerdo de aquella noche y tiene que ver no sólo con los terciopelos del Teatro Bolshói o con las faldas escocesas de Sandrita Urziza y sus amigas, sino con un nombre que acaba de leer minutos antes en el reverso de la invitación que le ha enviado su hermana: Cary Faithful. «Hay que ver qué pequeño es el mundo», piensa Ágata. El lobo se acababa de comer al pajarito y faltaba muy poco para que se encendieran las luces del teatro Bolshói, cuando uno de los muchachos, uno de la clase de los pequeños, Cary Faithful precisamente, se inclinó hacia Olivia para alcanzarle un pañuelo para sus lágrimas. Y al ofrecérselo, Ágata creyó ver como casi le daba un beso a su hermana. «Qué bien, ahora se morirán de envidia Sandrita Urziza y sus amigas», se dijo entonces Ágata porque ella conocía el mágico efecto del llanto de Oli. «Sí, sí, seguro, —añadió—. Esas bobas han visto perfectamente cómo el chico le ha dado a Oli un beso, que se fastidien.»
Pero qué pequeña es Ágata y qué tonta también, que no entiende nada de nada, porque en vez de morirse de envidia, lo que ocurre es que, al ver aquel beso, las niñas se mueren de risa redoblando los codazos cómplices. Y al mirar la cara de su hermana, Ágata descubrió con asombro que no había en ella lágrimas, ni una sola, y que incluso rechazaba de un manotazo el pañuelo que le ofrecía aquel niño tan amable. Y esa tarde, a pesar de sus pocos años, Ágata aprendió dos cosas interesantes sobre el amor y sus misterios: una, que los gestos bondadosos y los besos no valen nada de por sí, sino que dependen de quién los prodigue. Y dos que, a pesar de que las chicas guapas todo lo consiguen con unas cuantas lagrimitas, hay ocasiones en las que una niña guapa no llora así la aspen, y es, precisamente, cuando otras niñas guapas ríen.
«El bueno, el pequeño, el insignificante de Cary», se dice Ágata mientras recuerda el aspecto que tenía entonces aquel muchacho. ¿Quién iba a pensar que un chico no demasiado inteligente ni muy atractivo, con un aire desgalichado y un perpetuo gesto de azorada sorpresa, acabaría convirtiéndose en uno de los hombres más sexys del mundo? Cary Faithful, sí, aquel del que todos se reían en el colegio porque, para colmo, tenía nombre de chica, era ahora el actor inglés al que todos consideraban heredero del gran Cary Grant, con quien incluso compartía nombre de pila, qué cosas.
«Qué razón tiene mi dietista —se dice Ágata con una carcajada—. Verdaderamente el tiempo es el gran vengador.» Porque lo más probable es que, treinta y tantos años más tarde, la tal Sandrita Urziza y sus monísimas amigas fueran todas damas otoñales. Amas de casa aburridas, vestidas aún con idéntica falda escocesa allá en Quito, en La Paz, en Asunción, o donde quiera que vivan con más pena que gloria. Devoradoras de tranxiliums, y madres de otras sandritas urzizas igualmente monísimas que también reirán y se darán codazos ante niñas «distintas» a ellas. «Y en sus viditas de ahora —se dice Ágata—, cuando hojeen alguna revista de cotilleos de Hollywood en la que aparece Cary Faithful, o una de esas publicaciones de sociedad que tanto se ocupan de Olivia y sus sucesivos maridos, sin duda comentarán con mal disimulado orgullo a otras amigas tan devoradoras de tranxiliums como ellas: «Huy, a estos dos los conozco yo de toda la vida. Fuimos amigos en la infancia y siempre supe que llegarían lejos. Somos íííntimos, ni te imaginas."»
«Sí, eso dirán —rió una vez más Ágata—. Sin sospechar que yo, la hermana fea, el conguito, soy tanto o más conocida que ellos dos, a mi modo.» «La famosa madame Poubelle», vuelve a decir Ágata en voz alta con el aire de misterio del que gusta rodearse cuando habla de cierta parcela secreta de su vida. «La invisible, la influyente, la
in-fa-li-ble
madame Poubelle que ahora se dispone a utilizar sus largas —y muy mal pagadas, por cierto— vacaciones como maestra de escuela para embarcar en el ¿cómo dicen que se llama ese barco tan superguay? Ah sí, en el
Sparkling Cyanide.
Bonito nombre.»
Early morning tea
es una clásica costumbre inglesa. El
Early morning tea
consiste en que, mucho antes de la hora de levantarse, con las primeras luces del día más o menos, un criado abre las puertas del dormitorio, deposita una bandeja con una solitaria y humeante taza de té sobre la mesilla y luego se evapora de ese modo inaudible que es propio de los criados ingleses. A veces, si en el último correo de la noche ha llegado una carta importante, se suma ésta a la bandeja del té y allí queda a la espera de ser abierta por su destinatario. Todo el mundo dice odiar el té tempranero, hábito que, al parecer, se popularizó en tiempos del Imperio. Y es lógico que lo detesten, porque si malo es madrugar, peor aún es que le despierten a uno un par de horas antes de la hora prevista. Pero las costumbres son las costumbres, en especial para algunos representantes de la nobleza rural, fieles depositarios del espíritu británico, del
stiff
upper lip
y
del
Rule Britannia.
—
Fuck
—dice Cary Faithful, y vuelve a repetirlo dos veces más antes de abrir por fin un ojo y ver que, en efecto, sobre la bandeja, además de la maldita taza de té hay un sobre gris con reborde rojo—.
Fuck, fuck
—y luego, dirigiéndose al mayordomo—: ¿Ha sido usted quien ha dejado aquí esta carta, Meadows? —Pero Meadows ha desaparecido ya de la habitación tan silente como siempre—.
Fucking Meadows, oh shit.
Cary Faithful consulta su reloj. Las seis y media. Faltan solo cinco horas para que llegue el tren de las 11.27 que trae a su tía, lady Daliah;
shitty hell
qué lata, nunca se puede estar tranquilo en el campo sin que irrumpa alguna latosa tía o pariente lejano, suspira, y entonces se le ocurre que a lo mejor, con un poco de suerte, la carta de la bandeja puede que sea de tía Daliah, que ha cambiado de opinión y ya no viene. ¿Por qué no? Los dioses son de vez en cuando misericordiosos, así que mejor será,
oh fuck,
que venza de una vez la insuperable pereza, alcance la carta, rasgue el sobre y vea si hay suerte,
bloody lazy, fuck, fuck.
Cary Faithful se incorpora. Viste un bonito pijama de Savile Row con hermoso anagrama bordado en el bolsillo superior. Ya tiene el sobre en la mano, y está punto de abrirlo cuando una voz perfectamente detestable salida de algún rincón a su izquierda grita:
—Jo-der, por todos los diablos pero ¿qué coño pasa aquí?
¡¡¡Raccord!!! ¡¡¡Raccord!!!
«Raccord»
es una palabra del argot cinematográfico. Con ella se designa algo muy importante en el rodaje de toda película: la memoria que ha de llevarse entre una escena a otra y la vigilancia que ha de mantenerse para impedir que se produzcan fallos desastrosos como, por ejemplo, que el Cid Campeador muestre de pronto un reloj de pulsera en pleno asedio a la ciudad de Valencia en el siglo xi. El
raccord
sirve también para velar que no ocurra que, en la primera parte de una escena, un actor aparezca, pongamos que con el pelo revuelto y segundos después y sin razón, perfectamente peinado.
Normalmente, la persona que se encarga de llevar el llamado
raccord
es la
script.
Pero ese día, la
script
debía estar a por uvas o tomando un
early morning tea,
porque lo cierto es que, en la escena que está rodando Cary Faithful en esos momentos, se ha colado un elemento extraño. Nada tan cantoso como que Charlton Heston empuñe la
Tizona
con un Rolex en la muñeca, pero extemporáneo en cualquier caso.
—A ver: ¿quién coño ha puesto aquí este sobre con rebordes rojos? La carta de tía Daliah que preparamos ayer es blanca con monograma azul, coño, joder, ¿dónde está? ¿Y de dónde ha salido este puto sobre?
Nadie sabe de dónde ha salido, pero al examinarlo, el director se da cuenta de que el destinatario es el propio Cary. «Puta mierda, ¿se puede saber qué hace tu correspondencia privada colándose en mi película, joder?», y Cary, que tampoco tiene ni idea responde: «Puta mierda y coño joder, Leslie» (que es el director) «ni zorra idea», y luego, mientras se levanta de la cama con su pijama de monograma azul de Savile Row y se calza las zapatillas de terciopelo negro también con monograma, piensa que qué harto está de esta puta película. Qué harto está de todas las putas películas que ha rodado en los últimos tres años. Todas son iguales, clónicas. ¿Por qué a los productores americanos les gustará tanto la ambientación, los temas y el acento inglés de Oxford? Tanto les excita, tanto les pone la madre patria británica, que acaban siempre obligando a actores como él a hacer el panoli película tras película actuando de Bertie Woosters y diciendo cosas que ni el más estereotipado de los personajes de Wodehouse diría jamás como «Oh
dear,
señora baronesa, no pise usted las petunias». «Jo—der. Parece que llevo toda mi puta vida rodando la misma escena: gilipollas de familia bien, mayordomo de nombre Meadows, tía Daliah y el tren de las 11.27… Lo único que han tenido a bien cambiar para diferenciarse de las pelis de los años cuarenta son las interjecciones: antes, en cada frase, había que exclamar
Oh dear!, Oh dash it!,
y
By
jove!,
ahora, en aras de la modernidad, gritamos
fuck!, shit!, shitty fuck
o
bloody helll,
¿pero qué diferencia hay?
Fucking bloody, shit,
ninguna.»