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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (25 page)

Miré a Cary. Un fino surco húmedo escapaba desde detrás de sus Ray—Ban negras. Él se las quitó un momento para limpiarlas, lo que me permitió ver sus ojos y, ese acto me recordó de inmediato lo sucedido con sus gafas después de la muerte de Olivia, por lo que aventuré:

—Tus Ray—Ban —dije—. Aparecieron junto al cuerpo de Oli, sobre la plataforma de bañistas. Estoy segura de que hay una buena explicación para ello, pero lo cierto es que la policía las encontró allí.

Él levantó la cara, desafiante.

—Sí, y ésa la mejor prueba de que yo no la maté. No soy tan estúpido como para cometer un asesinato y luego dejarme las gafas en el lugar del crimen. Precisamente porque las uso con más frecuencia que otras personas es imposible que se me hayan «olvidado», ¿no crees? Tal vez alguien que no sufra fotofobia hubiera tardado mucho en notar su falta, pero yo me di cuenta de inmediato, en cuanto llegué a mi camarote.

—¿Y por qué no volviste a buscarlas?

Cary dudó. Por primera vez me pareció que titubeaba, que se mostraba temeroso.

—Yo… —comenzó diciendo, pero se detuvo.

—¿Tú qué? —insistí en un tono deliberadamente provocador tratando de concitar el mismo enojo, el mismo odio hacia Olivia que le había hecho tan lenguaraz—. Vamos, Cary, contesta a mi pregunta.

—Soy yo quien va a contestarla —dijo una voz suave a mi espalda.

Me volví para ver la cara de Miranda. Su expresión era sonriente, muy serena, igual que la de una responsable institutriz inglesa que se ve obligada a intervenir para justificar la última travesura de su joven pupilo.

—Fui yo a buscarlas, Ágata, yo quien habló con tu hermana y largo rato, además.

—¡No, Miri! —intervino entonces Cary Faithful—, ¡no digas nada!

Pero Miranda no se detuvo. Continuó hablando y lo hizo de esa manera pausada, tranquila, que yo tanto había admirado en el
Sparkling Cyanide.
Ni siquiera la inclusión de tacos y duras palabras en su discurso parecía restar dulzura a lo que estaba diciendo:

—Está mejor muerta —comenzó—. Eso es lo que me he repetido una y otra vez desde que sucedió todo. Y es que esa grandísima hija de puta que fue tu hermana sabía muy bien lo que estaba haciendo con nosotros.

—¿A qué te refieres?

—A provocarnos, a llevarnos al límite, a buscar que la mataran.

—Vamos, eso no tiene el más mínimo sentido —intervine—, nadie actúa así.

—Olivia era muy lectora, ¿verdad?

—¿Mi hermana? En absoluto. No creo que haya leído más de una docena de novelas en toda su vida.
Thrillers
en su mayoría.

—¿Y a Daphne du Maurier?

—A lo mejor vio la película que hizo Hitchcock sobre
Rebeca,
es posible, pero dudo que leyera la novela. Aunque no entiendo a qué viene esto ahora.

—¿Tú sabes cómo me llamo yo, Ágata? —preguntó entonces.

—Miranda —respondí, cada vez más sorprendida—. Miranda… sabía tu apellido pero ahora mismo no lo recuerdo.

—Tu hermana sí que lo sabía y me pregunto si, cuando planeó aquel viaje con todos nosotros a bordo, no lo hizo, precisamente, pensando en él. Es difícil saber si comenzó por mi apellido y a partir de ahí tramó todo lo demás, o si sólo se dio cuenta de la gran casualidad que suponía un nombre así durante la conversación que mantuvimos después de que yo subiera a recoger las gafas de Cary, y actuó en consecuencia.

—Te aseguro que no entiendo nada —tercié verdaderamente perpleja—. ¿A qué viene ahora Daphne du Maurier o tu apellido? ¿Qué relación tienen con lo que estamos hablando?

—Empecemos por el principio… —continuó Miranda, pero una vez más intervino Cary pidiéndole que no dijera nada. Ella por su parte y sin perder ese aire entre bondadoso e inflexible que tanto me recordaba a una
nanny,
le ordenó que callara y, a continuación contó lo siguiente—. Cary llegó a nuestro camarote tan alterado después de entrevistarse con Olivia que, de inmediato, me di cuenta de que debieron de hablar de algo muy grave. Por supuesto no pregunté nada. Yo nunca hago preguntas, ¿sabes? En realidad no hace falta, no existen secretos entre Cary y yo, él me lo cuenta todo. Por eso no me cupo la menor duda de que tu hermana le había acusado de algo tan terrible como falso así que, después de tranquilizar un poco a Cary, le pedí que se quedara en el camarote, que se tumbara en la cama y descansara porque iba a subir a recuperar sus gafas. Por supuesto me obedeció y yo…

—Miri, por favor te lo pido —interrumpió él una vez más y, en esta ocasión el gesto con el que ella le conminó a callar fue bastante más severo.

—Déjame, ninguno de los dos tenemos nada que ocultar —dijo.

Retomó entonces la palabra y contó cómo había subido a cubierta atravesando el gran salón interior.

—Era la hora de la siesta y todos parecían haberse retirado a sus camarotes. Aun así, me crucé con tres personas. Con Sonia San Cristóbal, que volvía a su cabina escuchando un iPod, con Kardam Kovatchev que, según me explicó, estaba tomando el sol en proa y entró en el barco un momento en busca de una coca—cola, y también con otra persona más.

—¿Con quién? —pregunté.

—Con ese silencioso doctor, ¿cómo se llama? Se me olvida su nombre. Estaba sentado en una de las grandes butacas del salón interior. Dijo que intentaba encontrar cobertura para su móvil, nos saludamos.

—¿Crees que, desde donde estaba, el doctor Fuguet pudo oír la conversación que mantuviste con Olivia minutos más tarde en cubierta?

—Supongo que sí pero a ráfagas. ¿No se dice siempre que las conversaciones en el mar son tan racheadas como el viento que sople en ese momento? Aunque si la oyó o no, da igual. No me importa que se sepa todo lo que le dije a esa hija de puta y que es, exactamente, lo mismo que estoy dispuesta a contarte ahora.

—Explícame entonces qué tiene que ver tu apellido en todo este asunto, sigo sin entenderlo.

—No seas impaciente, Ágata, lo sabrás en su momento. Te iba diciendo que, después de saludar al doctor, salí a cubierta. Encontré a Olivia medio tumbada en uno de esos cómodos asientos de popa. Estaba sola y parecía juguetear con su teléfono móvil. «Te estaba esperando», dijo. Me acerqué y sin más preámbulo le espeté que no comprendía su actitud, que qué demonios se proponía soltando toda aquella sarta de disparates sobre cada uno de nosotros la noche anterior y que qué demonios le había dicho a Cary minutos antes. «¿De veras no te ha contado tu novio de qué hablamos?», preguntó al tiempo que me miraba de un modo tan insolente que tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no perder la paciencia. A continuación, y sin esperar a mi respuesta, señaló su teléfono móvil. «¿Sabes lo que es esto, Miranda?» Yo contesté que era obvio, pero ella dijo que no, que un teléfono es mucho más que un artilugio para comunicarse, es todo un mundo. «Uno lleno de cosas buenas y también muy malas, de secretos ajenos, por ejemplo. ¿Quieres oír ahora mismo uno muy interesante contado de viva voz por cierta persona que adoras? ¿Quieres descubrir lo estúpida que eres, Miranda? ¿Ver cómo tu novio te engaña y con quién lo hace?» Fue entonces cuando me abalancé para arrebatarle el puto teléfono pero ella lo puso en marcha y oí…

—¡Miranda, por Dios, no me habías contado esta parte! —intervino Cary.

Ella continuó. Había una extraña sonrisa en sus labios.

—…Oí la sarta de mentiras más grande que puedas imaginarte, Ágata. Se trataba de una burda y completa falsificación de la voz de Cary relatando cosas que son tan ajenas a su forma de ser que sólo de pensarlo dan náuseas. Para que sepas de qué calaña era tu hermana, te diré que aquella voz mencionaba con toda naturalidad historias en las que intervenían muchachos, chicos menores de dieciocho años. Hablaba de fotos, daba nombres… Pero no vale la pena mencionar nada más sobre esta basura. Tú me preguntabas por mi apellido y dices que no lo recuerdas. Yo te diré cuál es y tú, que eres profesora de Lengua y Literatura, seguro que atas cabos: me llamo de Winter.

Mi expresión debió traslucir no sólo ignorancia sino también gran desconcierto porque Miranda no esperó mi respuesta.

—Estoy empezando a pensar que tu hermana era bastante más culta que tú, querida, y desde luego más lista. Por eso, no le fue demasiado difícil darse cuenta de que, los que llevamos un apellido idéntico al de una persona que aparece en una novela célebre, solemos saberlo todo sobre dicho personaje. ¿Te imaginas llamarte Jane Eyre, por ejemplo, y no haber leído la novela de Charlotte Bronté aunque sólo fuera por curiosidad? Por eso, en mi familia todos conocemos al dedillo ese cuento de hadas políticamente incorrecto de nombre
Rebeca
que escribió Daphne du Maurier a principios del siglo pasado. Con dieciséis o diecisiete años, en casa hacíamos incluso concursos para ver quién recordaba más diálogos de la novela y el que ganaba siempre era mi hermano mayor, que se llama (cómo no) Maxi de Winter, igual que el marido y asesino de Rebeca. Yo, por mi parte, sólo comparto apellido con él, pero conozco de memoria la escena en la que la mata. ¿De veras no te acuerdas, Ágata? Es una de las más famosas de la literatura popular de los últimos tiempos. Mucha gente la conoce por la película de Hitchcock. Claro que el viejo Alfred no tuvo más remedio que «tunearla» un poco para que no resultara tan moralmente reprobable como lo es en el libro. Supongo que, de haber sido escrita en nuestros días, incluso la prohibirían —rió—. Según la versión de Hitchcock, durante una discusión con su marido, Rebeca cae hacia atrás y se mata, pero en el original, no es así en absoluto. «Violencia doméstica», diría un lector actual, o, lo que es lo mismo, acto desesperado de un marido cornudo que descerraja dos tiros a su mujer cuando ella le confiesa que está embarazada de otro. Como digo, ahora resulta muy difícil justificar la reacción de Maxi de Winter, pero los lectores de la época en la que está escrita la obra hicieron una lectura muy diferente, te lo aseguro. Primero, porque entonces no existía la multitud de casos de violencia contra las mujeres que hay ahora, y segundo, porque lo que plantea la novela es un interesante dilema literario y también moral: la responsabilidad o no del autor de un crimen cuando se trata de un suicidio inducido por la víctima.

—¿Suicidio inducido? No sé a qué te refieres.

—La situación que plantea Du Maurier en su libro es la siguiente:
¿Es posible que la víctima de un asesinato guíe la mano de su asesino para que lleve a cabo una acción que ella desea y, por las razones que fuere, no se atreve o no puede realizar?

—Sigo sin entenderte, Miranda.

—Como bien sabes, la historia habla de cómo Rebeca, la difunta primera señora de Winter, ensombrece la vida de su pobre y apocada sucesora. Y es que la nueva Mrs. de Winter vive atormentada porque está segura de que su marido adoraba a Rebeca, una mujer que todo el mundo recuerda como bellísima, brillante y muy inteligente. Tan famosa se ha hecho esta historia gracias al cine que se habla incluso de un «síndrome de Rebeca» que afecta a las personas que viven bajo el influjo del fantasma de un amor o relación anterior. Sin embargo, en esta novela hay otra cuestión psicológica mucho más interesante. Sucede que, hacia el final del libro, la nueva señora de Winter descubre por boca de su marido que él no sólo no amaba a Rebeca sino que ésta era un ser despreciable, capaz de todos los vicios, de todas las maldades. Por esta razón (y siempre según lo confesado por de Winter a su nueva mujer), un día él decide pedirle el divorcio, a lo que Rebeca se niega rotundamente. Y no sólo eso, le asegura que está esperando un hijo de otro hombre y que ese hijo heredará Manderley. A continuación se ríe de él, lo humilla y provoca hasta tal extremo que de Winter acaba pegándole un tiro. Una vez muerta, Maxi embarca el cadáver de su mujer en un pequeño velero y hace que éste se hunda para fingir que ha sido un naufragio. No quiero aburrirte con detalles que sólo retrasan el paralelismo que quiero hacer con la historia de tu querida hermana, pero te diré que un año más tarde descubren el barco con el cadáver de Rebeca a bordo y el señor de Winter es acusado de asesinato. El mar ha consumido el cuerpo, por lo que no hay rastro de la herida de bala que la mató, pero la policía se da cuenta de inmediato de que el casco del barco fue manipulado para que se hundiese. Por tanto, sólo hay dos posibilidades: o bien Rebeca se suicidó (¿pero qué razón tenía para hacerlo si, cara a la galería, tanto su vida como su matrimonio eran felices, y ella, guapísima, y adulada por todos?), o bien alguien la mató. Todo apunta a lo segundo y el principal sospechoso es, por supuesto, el marido.

Sin embargo, cuando ya parece condenado sin remedio, se revela un dato que salva a de Winter de la horca. Se descubre que

existía una razón muy poderosa capaz de explicar por qué Rebeca pudo haber decidido suicidarse o, lo que es lo mismo, ahogarse en las frías aguas del mar del Norte. Una forma de morir, dicho sea de paso, muy verosímil dada su indómita personalidad. Y la razón es que Rebeca padecía un mal tan doloroso como incurable. Nadie lo sabía más que ella, pero una providencial llamada a un gran especialista de Londres desvela, al final del libro, que le quedaban apenas unos meses de vida.

—Vamos, Miranda, ¿no intentarás decirme ahora que eso es lo que pasó con mi hermana, verdad? ¿Que como sabía que iba a morir nos convocó a todos con la peregrina idea de que alguno de nosotros le pegáramos un tiro o la tiráramos por la borda para acabar más rápido y sin tanto sufrimiento?

—No lo digo yo, lo dijo ella, invitándonos a su asesinato, ¿recuerdas?

—¿Pretendes acaso decirme que intentó provocarte, llevarte con sus mentiras y sus supuestas calumnias sobre Cary a un estado de ánimo tal que acabaras atentando contra su vida? Eso es completamente imbécil, Miranda, tú no eres el señor de Winter, no eres un marido que pierde el control porque su mujer le revela que es un cornudo. Es posible que algunos hombres actúen violentamente cuando se les provoca o se les veja, la prueba está en las estadísticas de la violencia machista, pero nosotras no matamos. O, en todo caso, matamos por otras razones.

—¿Cuáles crees que son las razones por las que mata una mujer, Ágata?

—Creo que los hombres matan cuando los agreden mientras que nosotras matamos cuando agraden a quienes más amamos, a un hijo, por ejemplo.

—Así es —dijo Miranda, y lo hizo con voz tan quebrada y queda que me costó entender sus palabras.

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