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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (20 page)

Historia de una dedicatoria

Supongo que a una persona más hábil que yo en esto de poner por escrito sus recuerdos, jamás se le ocurriría elegir como título para uno de sus capítulos uno tan cacofónico como el que acabo de teclear. Sin embargo, he aquí una de las ventajas de no escribir para la posteridad o la gloria: al diablo con la belleza de la prosa. «Historia de una dedicatoria» suena fatal pero sirve muy bien para encabezar lo que quiero narrar a continuación. La escena comienza en el mismo decorado que el capítulo anterior, esto es, en el salón del
Sparkling Cyanide,
minutos después de que desembarcara la Guardia Civil. Y lo primero que sucedió entonces fue que todos los allí presentes desenfundaron sus teléfonos móviles en perfecta sincronía y se los llevaron a la oreja. Esto es algo que tengo muy observado últimamente. En cuanto se produce algo fuera de lo común, ya sea un fenómeno meteorológico, un accidente o cualquier otro hecho extraordinario, la gente ya no se vuelve hacia la persona que tiene más cerca para comentar lo ocurrido como se hacía desde que el mundo es mundo, sino que tira de móvil para llamar a su madre, a su tía o al sursuncorda y dar el parte. Así pasó también ese día. Durante un buen rato, todos nos dedicamos (se dedicaron, sería mejor decir, puesto que yo no tenía a nadie a quien llamar) a procesionar uno detrás de otro, a lo largo del perímetro del salón, parlamentando con alguien. Según pude observar también en este caso, tras una primera llamada a su persona más cercana para contarle lo del interrogatorio policial, la segunda que realizaron fue a idénticos interlocutores. En concreto, a sus respectivos agentes de viaje apremiándoles para que les consiguieran billetes con los que salir de la isla («Cuanto antes, sí, sí de inmediato, ha ocurrido un imprevisto muy lamentable», etcétera) . He dicho todos y tengo que rectificar. Este tipo de llamada la hicieron todos salvo Sonia San Cristóbal, Cary Faithful y Vlad Romescu. Los dos primeros porque tenían madre y ángel de la guarda respectivamente que se ocupaba de los latosos trámites relacionados con la intendencia, mientras que, en el caso de Vlad, era porque no tenía adonde ir.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté acercándome de nuevo adonde se encontraba, y él sonrió encogiéndose de hombros.

—No es la primera vez que me toca empezar de cero —dijo—. Ya surgirá algo, o al menos eso espero.

A mí me hubiera gustado alargar un poco más aquella conversación pero no se me ocurrió nada que añadir. Como ya he dicho, él se había ofrecido a ayudarme con los trámites necesarios para la incineración y entonces me di cuenta de que ni siquiera le había dado mi número de teléfono, por lo que aproveché para hacerlo, una buena excusa para estar un ratito más con él. «También puedes usarlo cuando acabe todo esto», dije, y de inmediato me mordí la lengua por ser tan estúpida. Antes se derretirán los Polos como dos sorbetes que un hombre como Vlad me telefonee una vez acabados los trámites, me dije, pero bueno, no había que pensar en eso ahora. Lo que yo deseaba en ese momento (y en eso no me diferenciaba en lo más mínimo de todos los que procesionaban pegados a sus teléfonos organizando su partida) era salir cuanto antes del
Sparkling Cyanide.
«Y es que nadie desea dormir en un lugar donde se ha producido una muerte, si puede evitarlo», me dije mientras me detenía en echar un último vistazo a mi alrededor antes de bajar las escaleras camino de mi camarote. Era la última vez que realizaría ese recorrido y lo hice muy despacio. Por eso me fue fácil, una vez llegada al rellano inferior, observar que la puerta del camarote de mi hermana parecía cerrada pero no era así. Una fina línea de luz grisácea delataba que sólo se encontraba entornada, lo que, de alguna manera, incitaba a entrar. La empujé y se abrió sin emitir sonido.

Tal vez lo más terrible de una muerte es que no se produce de golpe sino que hay que esperar un sinfín de otras pequeñas muertes que van sucediéndose a continuación, lentas pero inexorables. Me refiero, por ejemplo, a las que se manifiestan en los objetos de la persona recién desaparecida y que durante un tiempo se diría que desdicen lo que acaba de ocurrir. Por eso, en el camarote de Olivia ella aún estaba viva. Lo estaba en su perfume favorito, que flotaba en aire, en el desorden de sus prendas desperdigadas aquí y allá tal como habían quedado después de vestirse a toda prisa para el almuerzo. Y lo estaba, sobre todo, en aquel almohadón de tira bordada en el que yo había reparado el primer día de nuestra llegada a bordo y en el que podía leerse «Hay amores que matan». En efecto, como si mi hermana acabara de reposar allí, una suave hondonada conservaba el hueco dejado por su cabeza, apenas un par de horas atrás. Lo cogí, no pude evitarlo. Al fin y al cabo, era de ella, de Oli.

Me apresuro a decir que aquel cojín no fue lo único que me llevé del
Sparkling Cyanide.
Media hora más tarde, cuando estaba a punto de cerrar la maleta, reparé en otro objeto. Me refiero al libro que alguien (Olivia ¿quién si no?) había dejado sobre mi cama la noche anterior. Distraídamente hice correr entonces mi pulgar sobre el filo de las hojas abriéndolo en abanico y entonces me di cuenta de que había en él una dedicatoria:

Para Ágata, que sabe encontrarme siempre que juego al escondite.

Eso decía. Luego, más abajo, al pie de esa misma página, escrita con la caligrafía tan particular de mi hermana, podían verse cuatro palabras y una flecha que señalaba hacia el interior del libro:
«El que busca, encuentra.»

Sonreí tristemente. Qué típico de Oli era aquella recomendación. «Ya buscaré otro día», me dije, porque esas tres palabras no tenían significado alguno para mí, al menos en ese instante, y tampoco durante varios días. No lo tuvieron, por ejemplo, durante la ceremonia de cremación, que fue triste y solitaria. Apenas acudieron una docena de personas, y del barco sólo tres, Vlad, el doctor Fuguet, que volvió a mostrarse muy atento conmigo, y yo.

Como anécdota diré que Flavio Viccenzo, ese generoso marido que nos había prestado su barco para pasear por el Mediterráneo, tampoco asistió. Al principio anunció que lo haría, que estaba muy impresionado por lo ocurrido, que quería mucho a Olivia, que qué final tan inesperado y otro largo etcétera de amables y muy previsibles comentarios, pero a último momento llamó para disculparse. Y es que la ceremonia coincidió con el nacimiento de su hijo. Una ironía más, supongo, en todo este asunto. Y otra ironía fue lo sucedido con los paparazzi. Al llegar al crematorio, vi a dos o tres revoloteando por ahí. Sin embargo, en cuanto se dieron cuenta de que no había nadie digno de ser fotografiado, levantaron el vuelo.

Imagino que como rapaces que son, pronto olieron que allí no había más carnaza que despellejar.

Pero basta. No es mi intención detenerme en detalles tristes que nada añaden a la historia. Por eso, es mejor que vuelva a situarme en el mismo punto en el que comienza este relato. Me refiero a ese tan significativo día (sí, sí, ahora por fin explicaré por qué) Justo a la mañana siguiente de la cremación de mi hermana, en que yo me encontraba tumbada sobre la cama de un hotelucho de Magaluf. Apenas faltaban unas horas para tomar el avión que me devolvería a Madrid y me dedicaba a repasar los recortes aparecidos en la prensa por si hubiese alguno que valiera la pena conservar. «Algo que sirva de último recuerdo», me dije, y fue en ese momento cuando mi vista se desvió hacia cierta foto. Lo curioso es que, en las escasas líneas que acompañaban aquella instantánea, no se hablaba para nada de Olivia y, de hecho, yo ni siquiera recordaba muy bien por qué la había recortado. Se trataba de una foto de Sonia San Cristóbal en chándal a la salida de un gimnasio, y estaba tomada en Madrid uno o tal vez dos días después de la muerte de Oli.
«Sonia San Cristóbal vuelve a la rutina después de vacaciones en el mar»,
era el pie de foto y no había más texto, por lo que dediqué unos segundos más a observar la imagen en busca de no sé bien qué. Tal vez, lo que pretendía era únicamente estudiar su gesto, su actitud, por si reflejaba de algún modo lo que habíamos vivido en el
Sparkling Cyanide.
Sonia tenía un brazo levantado y con la mano izquierda se cubría parte de la cara. Nada extraño, en realidad, supongo que muchas
celebrities
tienen este gesto más que mecanizado cuando prefieren que no las fotografíen, sobre todo cuando las sorprenden sin arreglar. Entonces lo vi. Seguramente no lo habría reconocido si ella misma no hubiera hablado tanto de ese objeto la noche anterior a la muerte de Olivia. Me refiero a aquel reloj carísimo que llevaba mi hermana en la muñeca antes de su muerte y que ahora podía verse en la de Sonia San Cristóbal. Intenté hacer memoria. ¿Cuáles habían sido las palabras de la chica al respecto? Ah sí, que era uno muy raro, que había un número limitado de ellos y que «Mataría por tener uno».

«Tonterías que se dicen y que no significan nada», pensé descartando la frase, porque yo, a diferencia de mi hermana, soy una persona racional, no con una imaginación calenturienta como la de Oli. Y de eso he presumido toda mi vida. Y seguiré haciéndolo. Y es lo sensato. Y sin embargo…

Sin embargo, cualquiera que haya hecho alguna vez un puzle sabe que a veces, cuando uno tiene armado todo un bello paisaje con las piezas, en apariencia bien colocadas en su sitio, ocurre de pronto que se topa con una nueva y díscola piececita que no encaja en ninguna parte. Sucede entonces que, otra pieza que también creía bien acoplada, ya no lo parece tanto. Y a continuación ocurre lo mismo con otra, y luego con otra más hasta que el paisaje antes perfecto no lo es en absoluto. Lo digo porque hasta ese momento yo había desechado sin dedicarles ni un minuto de mi tiempo todas las ocurrencias dichas por mi hermana Olivia en el tiempo que estuvimos embarcados. Sin duda, porque estaba acostumbrada a hacerlo desde niña. Oli era así, le gustaba provocar, escandalizar a todo el mundo. Además, ¿quién puede tomarse en serio que una persona diga que invita a unos amigos a cometer su asesinato? Nadie, y menos aún, cuando a la mañana siguiente, como remate a su broma, la propia Olivia se dedicó a escenificar su muerte de una manera tan estúpida. Pero ése es, me temo, el problema con los mentirosos y con los que les gusta demasiado llamar la atención, nadie les cree, incluso (o tal vez debería decir sobre todo) cuando dicen la verdad. Porque de lo que no había duda ahora era de que, ocurrencia o no, apenas unas horas después de su tonta provocación Olivia estaba muerta. ¿Coincidencia? Puede ser, a veces el destino es así, le gusta burlarse de los burlones, pero en todo caso no eran descartables otras posibilidades, por lo que decidí seguir tirando del hilo. En el curso del interrogatorio policial cada uno había explicado lo que estaba haciendo en las horas previas al accidente y cuál fue la última vez que había visto a Olivia. Se dieron muchos datos y todo parecía indicar que no había sucedido nada extraño. Sin embargo, ahora que tenía oportunidad de ver aquel reloj de Olivia en la muñeca de Sonia, otras piececitas de ese puzle tan bien resuelto, tampoco parecían encajar. Por ejemplo: la Guardia Civil en su interrogatorio se interesó por unas gafas de sol que aparecieron en la plataforma junto al cuerpo de Oli. Al mencionarlas, Cary Faithful dijo de inmediato que eran suyas y a nadie le extrañó entonces su despiste. Nada más natural que alguien se quite las gafas para nadar y después las deje olvidadas, incluso durante varias horas como en este caso. Sin embargo, como yo había podido observar, Cary usaba sus gafas oscuras
todo
el tiempo, incluso cuando no había sol. ¿Era entonces verosímil que no reparara en su extravío hasta que la policía le habló de ellas? Y en cuanto a Kardam Kovatchev, me dije, analicemos un poquito más su testimonio. ¿Es posible que estuviera, tal como él mismo dijo, a escasos veinte, o a lo sumo, treinta metros de Olivia cuando se produjo el accidente y sin embargo no viera
nada?
¿Y el doctor Fuguet? ¿No había afirmado él, al principio de su interrogatorio, que vio por última vez a mi hermana hacia las cinco y luego tuvo que desdecirse a toda prisa en cuanto le dijeron que ésa era la hora en que se produjo la muerte? Ya me disponía a continuar con este ejercicio de buscar más faltas de concordancia en los testimonios del resto de los invitados cuando la mención del doctor Fuguet me trajo a la memoria las palabras de Olivia sobre él la noche anterior a su muerte:

Pedro Fuguet. Mi querido doctor Fuguet: si alguien realmente tiene motivos para odiarme ése eres tú. ¿Recuerdas cómo te utilicé en más de una ocasión y las cosas tan terribles que te viste obligado a hacer por mí?…

Entonces fue cuando otra de las piezas del puzle (una fundamental, dicho sea de paso) se negó a encajar. Pensaba yo ahora en el doctor Fuguet, tan bueno, tan silencioso, tan enamorado de Olivia que, según él mismo me había dicho, hubiera hecho
cualquier
cosa por ella, y sin embargo… ¿Dónde había oído yo una historia muy parecida a la que Olivia esbozara sobre él la noche anterior a su muerte? ¿Era posible que se tratara de la misma que yo había leído en mi blog de Corazones Solitarios apenas unos días antes de embarcar? Y por fin, a todas estas piececitas sueltas que giraban ahora en mi cabeza como otros tantos enigmas, o mejor aún, como incómodos torbellinos, había que añadir una más. Me refiero a esas ráfagas de conversación que yo había escuchado a través del ojo de buey en las horas previas a la muerte de mi hermana, desde mi camarote, mientras estaba indispuesta. Se trataba de la voz de Olivia, de eso estaba segura pero ¿no había alguien más con ella? Según los testimonios de Sonia, de Kardam y de Pedro Fuguet, mi hermana había hablado largamente por teléfono; ahora sabemos que con su médico, pero yo creía recordar otra voz,
otras
en realidad. ¿Las de quién? Y sobre todo ¿qué decían? Es verdad que no recordaba nada concreto, pero estas voces, unidas a las otras piececitas díscolas a las que antes he hecho mención, me parecían motivos más que suficientes para pensar que, por una vez en la vida, no iba a descartar toda esta información con un «Cosas de Oli».

Entonces fue cuando decidí guardar aquellos recortes de prensa para mirarlos en Madrid con más atención por si me podían dar alguna otra pista, igual que me había pasado con la foto de Sonia que antes he mencionado. Y para que no se me desperdigaran en la maleta o se ajaran sin remedio, opté por meterlos entre las hojas de ese libro,
La muerte de Roger Ackroyd,
que mi hermana había dejado sobre mi cama la noche antes de morir y que yo decidí llevarme del
Sparkling Cyanide
en recuerdo. Quién sabe, tal vez fue por azar que, al coger el libro para guardar los recortes, éste se abriera por la tercera página, aquella en la que podía leerse una dedicatoria escrita con la inconfundible caligrafía de mi hermana.

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