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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (17 page)

BOOK: Invitación a un asesinato
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Sólo dos de los presentes corrieron hacia ella. La primera, Ágata, mortalmente pálida; el segundo Pedro Fuguet, con un grito ronco, terrible.

—¡Olivia! —sonó aquel nombre en ambas gargantas pero, apenas un segundo más tarde, ambos gritos se trocaron en otro de asombro porque, como quien sale de un letargo, como quien regresa de un prolongado y no precisamente nada desagradable sueño, Olivia se irguió en la cama para mirarlos con lo que parecía genuina extrañeza.

—¿Pero se puede saber qué demonios os pasa a todos? ¿A qué viene tanto alboroto? Cualquiera diría que habéis visto un fantasma.

El desconcierto fue tan general que nadie atinó a decir palabra. Un silencio espeso como el que se había extendido anoche después de los postres pareció apoderarse de todos los presentes.

Y sin embargo, apenas ocho horas después de esta escena, Olivia Uriarte estaba muerta. Esta vez de verdad.

Recuerda, recuerda

—Tranquila, señora, lo más importante ahora es que haga memoria. Ya sé que son momentos difíciles, pero intente sobreponerse y pensar con claridad. Vamos a hacer una ronda de preguntas a todos ustedes, posiblemente por separado, por lo que es necesario que permanezcan en sus camarotes.

Ágata observó al hombre que tenía delante. «Qué poco se parecen los policías de verdad a los de las películas —pensó al ver a aquel guardia civil tan joven y menudo que casi flotaba dentro de su uniforme verde—. ¿Cuántos años podía tener, ¿veinticuatro? ¿veinticinco? Incluso parecía menos.»

—¿Quiere que comience a hablar ya? —preguntó.

Pero aquel muchacho (el cabo Padilla, dijo llamarse) la tranquilizó con unos golpecitos en la mano.

—Hay tiempo. Cuando mi superior, el teniente Gálvez, termine con la inspección ocular, procederemos a hacer el atestado. Usted permanezca aquí y procure recordar las horas previas al descubrimiento del cadáver. Todos los detalles son importantes.

Fue Vlad Romescu quien descubrió el cuerpo de Olivia. Eso es lo primero que logra recordar Ágata. Eso, y que éste apareció en la plataforma de los bañistas, sin signos de violencia. Recuerda también cómo, a la voz de alarma del capitán, todos se habían congregado en cubierta junto a la tripulación. Cuando ella llegó, allí estaba ya el doctor Fuguet, que intentó reanimar a la accidentada durante lo que a Ágata le pareció una eternidad, pero sin éxito. ¿Qué había pasado? Alguien aventuró que parecía claro que Olivia hubiese caído de espaldas desde la barandilla de popa. Pero ¿estaba sola en ese momento o había alguien más? Cada uno negó haber visto u oído nada.

Lo que hicieron a continuación fue pedir ayuda por radio y entonces, siguiendo las indicaciones de la Guardia Civil del mar, el barco regresó a tierra. Ahora se encontraban atracados en el puerto de Andratx a la espera de la llegada del forense, pero se hacía esperar. Por lo visto había habido un accidente en carretera con varios muertos y se estimaba que tardaría por lo menos una hora. Había por tanto mucho tiempo para poner en orden las ideas tal como le pidió el cabo Padilla que hiciera. ¿Estarían los demás haciendo lo mismo en sus camarotes? Los recuerdos de unos y otros rara vez coinciden, se dijo Ágata, pero ella estaba muy segura de cuáles eran los suyos. Ahora se preguntaba si tendría razón Olivia cuando decía que la muerte suele anunciarse con pequeños avisos o señales. Reviviendo cierta conversación mantenida con su hermana unas cuantas horas atrás, mientras ésta se vestía para el desayuno, Ágata no tenía más remedio que reconocer que sí.

—¿Cómo diablos se te ocurre gastar semejante broma estúpida, Oli? Peor aún: cruel y macabra si le añadimos tu numerito de anoche. Fingirte muerta, ¡y además perfumar tu cuarto con olor a almendras amargas como si de una novela de crímenes barata se tratara! ¿A qué vienen tantas estupideces? Supongo que éste es uno más de tus jueguecitos de millonarios aburridos, pero no tiene ninguna gracia. No hay más que ver la cara que se les ha quedado a tus invitados.

—Precisamente
eso es
lo que yo pretendía, tonta, verles las caras. ¿No lo comprendes?

—Desde luego que no. ¿Qué es lo que tengo que comprender?

—Hay que ver lo simple que puedes llegar a ser a veces, tesoro; intentaré explicártelo de otro modo. Se dice siempre que si uno pudiera estudiar las caras de las personas que tiene alrededor en el momento de morir, no sólo comprendería quién le ha querido de verdad y quién no, sino también quién más desea su muerte e incluso quién está dispuesto a darle matarile. Por tanto, yo ahora
sé perfectamente
qué piensa cada uno. ¿Te importa subirme la cremallera? ¿Cómo demonios se las arreglan las mujeres que no tienen marido ni mucama para ponerse ropa que se abrocha a la espalda? ¿Cómo te las arreglas tú que nunca has tenido ni una cosa ni otra?

—Ya basta, Oli —la había interrumpido ella a punto de perder la paciencia—, ni siquiera yo, que soy tu hermana, me creo este cúmulo de frivolidades y provocaciones en el que has convertido tu vida. ¿Además, qué quieres decir con eso de verles las caras? ¿Y qué carámbanos ganas con escenas absurdas como la de anoche o como la de hace un rato?

—¿Aún usas esa exclamación del paleolítico inferior?, ¿carámbanos? Qué deliciosamente absurda eres, mi sol.

—Déjate de tonterías y contesta a lo que te he preguntado.

A continuación Olivia aspiró profundamente y, como quien intenta hacer acopio de paciencia, continuó diciendo:

—Veamos, querida, a ver si esta vez captas la idea. Nadie va por ahí diciendo lo que verdaderamente piensa o siente. ¿No es así? La hipocresía, o lo que es exactamente lo mismo, la buena educación, es un gran invento que sirve, sobre todo, para evitarnos el molesto espectáculo de los pensamientos ajenos. Hasta ahí estamos de acuerdo, ¿verdad? Sin embargo, cuando se rompen las reglas, cuando alguien, como hice yo anoche, dice a las claras lo que posiblemente nadie se atreve siquiera a confesarse a sí mismo, las formas saltan por los aires. Y existe además otro momento aún más interesante en el que no hay disimulo que valga: al producirse una muerte, ya sea real o fingida como la mía de hace un rato. Por eso lo que viste en la cara de todos esos lobos hambrientos minutos atrás no es más que el ensayo general de lo que sucederá dentro de muy poco si los acontecimientos se producen según mis planes.

—¿Y qué demonios va a suceder? Nada, en absoluto. Ninguna de las cosas que dices tiene pies ni cabeza, a mi modo de ver.

—Precisamente ahí está el problema. En tu forma de ver, en tu forma de pensar, mejor dicho; tú nunca piensas fuera de la caja, tesoro.

—¿De qué caja? Explícame por favor qué nueva y superferolítica teoría tuya es ésa —retrucó Ágata, más sarcástica que curiosa.

—No es ninguna teoría mía, aunque yo siempre la he practicado. Pensar fuera de la caja significa no razonar como todo el mundo, salirse del dos y dos son cuatro. En otras palabras, es relacionar cosas dispares, sumar peras con manzanas para solucionar lo que aparentemente no tiene solución.

—Vaya estupidez —respondió Ágata, ya muy irritada, y acto seguido se dedicó a descartar con un vaivén hastiado de la mano derecha todo lo que acababa de oír.

Es más, lo archivó en cierto apartado mental suyo muy antiguo, muy misceláneo y molesto que, de tener un rótulo, rezaría algo así como «Cosas de Olivia» o «Disparates de mi hermana». ¿Para qué seguir escuchando tonterías? Eran casi las once y con toda seguridad ya estaría servido en cubierta (y, con un poco de suerte con la presencia en la mesa de Vlad Romescu, como anoche) un gran desayuno. Uno de esos que se disfrutan en sitios pijos y caros y en los que abundan excentricidades como
rollmops,
arepas, quién sabe si incluso blinis con caviar o huevos rancheros. «A Olivia siempre le ha gustado —ironizó Ágata— mezclar
"cuisines".
¿Podré tomarme otro Nongrass 321?», se preguntó, mientras cerraba la puerta del camarote de su hermana para subir a cubierta. Al hacerlo le pareció oír, al otro lado de la hoja, una risa ahogada y a la vez amarga, pero una vez más archivó el dato en el apartado «Cosas de Oli» mientras ponderaba si tomarse un Nongrass o ensayar, en cambio, algún otro nuevo milagro adelgazante. Probar, por ejemplo, una cápsula homeopática, carísima, que le había recomendado su vecina de rellano y que, según había leído en el prospecto que la acompañaba, tenía efectos controladamente laxantes.

«Uno de estos días voy a tener que dejar de hacer experimentos con las dietas—milagro —se dijo (por supuesto sin la menor intención de cumplir su propósito)—. Mañana, juro que mañana seré buena —añadió antes de concluir—: Y ahora, ¡a desayunar!, estoy muerta de hambre. Me pregunto qué pasará con los invitados a la hora de sentarse a la mesa después de todas las bromitas de Olivia.»

En este punto, Ágata detiene sus recuerdos. ¿Iba a contarle todo lo anterior al cabo Padilla y a su jefe, el teniente Gálvez, cuando la interrogaran? Sí, por qué no, de este modo podrían conocer la personalidad de Olivia. En las películas, al menos, la policía siempre intenta averiguar este tipo de detalles. «Lo que no pienso mencionar de ninguna manera —se dijo Ágata a continuación— son mis problemas con los adelgazantes. A nadie le importan. Pero bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, me dirigía a cubierta a desayunar.»

—Esperen y van a ver —recuerda Ágata que estaba diciendo doña Cristina Sosa cuando emergió del interior del barco—. Yo no estoy educada en el Sacrè Cur (así lo pronunció ella) ni en ningún colegio platudo como ustedes, de modo que no tengo naditita así de pelos en la lengua. Tampoco tengo edad de aguantar cojudeces de niñas ricas y aburridas. De modo que, o esa mujer nos pide a todos disculpas por el susto que nos ha dado esta mañana así como por sus palabras de anoche, o a mí que me llevan a puerto ahoritita nomás.

—Vamos, mami, no eran más que bromas sin importancia —eso le dijo Sonia San Cristóbal, quien con unos shorts blancos y una camisa celeste descuidadamente abierta resplandecía como un sol.

Pero a juzgar por la cara de al menos tres de los presentes (Miranda de Winter, Kardam Kovatchev y hasta el doctor Fuguet), Ágata no tuvo más remedio que deducir que el resto estaba más de acuerdo con madame Serpent que con su adorable hija.

Cary Faithful, por su parte, continuaba con su habitual política de hacer como si nada de lo que ocurriera a bordo le afectase en lo más mínimo. A ello contribuía el hecho de que, una vez más, sus ojos se encontraban ocultos tras sus Ray—Ban, que hoy parecían, si cabe, aún más inescrutables. Y, para completar la impresión de «esto no va conmigo», su atención estaba acaparada por una BlackBerry (¿querría eso decir que por fin había cobertura?) en la que se entretenía en escribir larguísimos textos a los que acompañaba con pequeñas exclamaciones, a veces de fastidio
(oh shit)
y otras de infantil impaciencia
(oh, come on, for Christ, sake, fucking, shit).

—Por fin aparece su señoría —empezó diciendo doña Cristina en cuanto vio a Olivia hacer su entrada en cubierta pocos minutos más tarde—. Venga para acá que le voy a decir un par de cositas. Olivia respondió distraídamente «Sí, claro, ahora voy», pero lo cierto es que continuó su camino deteniéndose tan sólo ante el doctor Fuguet, al que dedicó una de esas maravillosas sonrisas que su hermana tan bien conocía de antaño. «Qué guapa está —recuerda Ágata haber pensado en ese momento sin prestar ya más atención a las protestas de madame Serpent, que se fueron diluyendo poco a poco—. Es curioso, pero Oli tiene ahora un aspecto completamente distinto del ajado y tenso que presentaba anoche o incluso hace un rato en su camarote. Casi parece una niña —pensó, aunque inmediatamente tuvo que rectificar esta impresión porque, una vez que la sonrisa dedicada al doctor se apagó, la cara de su hermana volvió a tener su aspecto desmejorado de antes. Ágata miró entonces a Fuguet. ¿Habría él visto lo mismo que ella? Por la expresión desconcertada de su rostro estaba segura de que sí—. El pobre está loco por Oli» —se dijo antes de preguntarse a qué podía deberse la sonrisa de su hermana. Tal vez tan sólo a la cortesía, no había que buscar más explicaciones.

Ágata detiene aquí sus recuerdos por segunda vez: «¿Le interesarán estas lucubraciones mías al cabo Padilla? —se preguntaba—. Por Dios, qué difícil es decidir qué debe uno contar a la policía y qué no.»

Sea como fuere, lo que sí tiene claro Ágata en ese momento es que los dos recuerdos que vienen a continuación
no
piensa contárselos a la policía ni a nadie. Y no lo hará «porque lo que más podría interesar a alguien que investiga un accidente —se dice— son, supongo yo, las conversaciones que hubo entre los invitados pero éstas yo no las recuerdo en absoluto.» («Cómo es posible, señora, tiene usted aspecto de ser una persona muy observadora», tal vez le diga Padilla que, a su vez, parece perspicaz), «pero es la pura verdad, no recuerdo ni una palabra —enfatiza Ágata antes de repetirse que lo que «recuerda en cambio no piensa contárselo a nadie, así la aspen—. Porque vamos a ver —se dice—. ¿Cómo cuenta uno las dos situaciones que vienen a continuación y que son una buena y otra muy mala sin provocar más de una carcajada?»

De las dos, la primera tiene por protagonista a Vlad Romescu y unos deliciosos huevos rancheros con chile poblano, la segunda… La segunda es mejor ir por partes, porque Ágata, a pesar de los, sin duda, mucho más trágicos acontecimientos del día, aún tiembla al recordarla.

Todo comenzó con ella tomando asiento en la única silla que quedaba libre en ese momento en la mesa, una que estaba entre Cary Faithful (que por fin había dejado su BlackBerry y se dedicaba a mirar con más intensidad de lo que la buena educación aconseja los bíceps de Kardam Kovatchev) y el siempre silencioso doctor Fuguet. Se trataba de un desayuno—buffet, por lo que era necesario que cada uno de los presentes se acercara a una segunda mesa que había instalada al fondo, junto a la barandilla de popa. Y allí, en posición de revista podía verse todo un repertorio de delicias: frutas tropicales, huevos preparados de tres formas y cocciones distintas, también beicon, salmón, caviar, fiambres de diversas clases, y hasta unos arenques a la crema que hicieron relamerse a Ágata. Todo estaba al alcance de los comensales salvo las bebidas e infusiones que, según pudo ver ella, eran servidas por marineros que iban y venían entre los invitados ofreciendo dos termos, uno con agua para el té, el otro con humeante café. «Yo acababa de regresar con un plato que daba gusto verlo —recuerda ahora Ágata, y al hacerlo casi puede revivir el delicioso entrevero de aromas de todas aquellas exquisiteces—. Tres miniblinis con caviar compartían espacio escénico con una gran cucharada de arenques a la crema y luego, dorados, crujientes y rodeados de frijoles negros por todos lados como una isla, reinaban en mi plato dos soberbios huevos rancheros con mucho chile.

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