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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (16 page)

Todos tenéis buenas razones para desear mi muerte. Cada uno conoce la suya pero es necesario que conozca también la de los demás. Escuchad:

Cary Faithful. El gran Cary Faithful, el segundo hombre más sexy del planeta, por el que suspiran millones de mujeres. ¿Sabéis cuál es su secreto? Yo sí, y tengo grabada su «confesión». Digamos por el momento que se trata de un juego de niños. Y cuanto más guapos y jóvenes sean esos «niños», mejor. ¿Verdad, Cary?

Pedro Fuguet. Mi querido doctor Fuguet: si alguien realmente tiene motivos para odiarme, ése eres tú. ¿Recuerdas cómo te utilicé en más de una ocasión y las cosas tan terribles que te viste obligado a hacer por mí? ¿Recuerdas a la pequeña Clara, Fug? ¿Y a Cósima, su madre, que apenas había cumplido los trece años cuando la trajo al mundo? Seguro que no has olvidado la carita de esta última al suplicar que le dejaran besar, por única vez, el rostro aún sanguinolento de su bebé.

Doña Cristina San Cristóbal, antes llamada Ana Christie y antes aún Cristobalina Sosa. Obviando las prostituciones, también todas las maniobras rastreras y posiblemente ilegales a las que tuviste que recurrir para llegar donde estás y educar a tu hija, ¿qué estarías dispuesta a hacer ahora por ella? ¿Eliminar a alguien que amenace su felicidad? ¿Vengar una antigua y gran afrenta de la que yo soy culpable? ¿Suprimir cualquier obstáculo que se interponga en el camino de la que consideras «tu» obra maestra? Todo esto y más. ¿Me equivoco, querida?

Y ahora vienes tú, Sonia. El único hombre al que has querido de verdad te dejó plantada por mí, y acabaste en lo que eufemísticamente llaman ahora una «casa de reposo» después de una tentativa de suicidio. Todo el mundo sabe que eres la bondad —y la estupidez, dicho sea de paso— personificada. Pero hasta las personas más pánfilas y estúpidas a veces son capaces de hacer cosas que uno ni imagina…

Vlad, tesoro, en esta lista no podía faltar tu presencia. No eres un invitado, no eres más que un marinero, un criado, un don nadie, condición a la que yo contribuí mucho a que llegaras. Para que lo sepáis: Vlad se acostaba con mi marido y me ocupé de mandarlo a galeras a remar. Por todo ello él me adora, como es lógico.

Muchos se preguntarán por qué he invitado a este aquelarre a dos personas a las que no conozco siquiera, como Miranda de Winter y Kardam Kovatchev. La primera está aquí porque pertenece a una extraña especie. Aquella de los hombres y mujeres que aman demasiado. Y lo hacen tan sin medida ni razón que son capaces hasta de matar con tal de proteger a quienes aman. Como le pasa a Miranda con Cary, por ejemplo. ¿No es así, Miri?

El caso de Kardam es más complejo. Está aquí por una razón que sólo él y yo sabemos. Como la vida está llena de casualidades, resulta que es el hermano de Cósima, la madre de mi pobre hija Clara. Cósima nunca se recuperó de aquel parto. Desde entonces entra y sale de instituciones psiquiátricas a cual más sórdida. Siempre juraste que la vengarías, ¿verdad, Kardam?

Y ahora sólo falta mi querida hermana Ágata. ¿Qué puedo deciros de ella? Supongo que todos conocéis la historia de Caín y Abel. El mayor era Abel, el guapo, el brillante al que todo le salía bien. Era egoísta, vividor, y pasaba el día sin dar golpe; sin embargo, gozaba siempre del favor de Yavé. Luego venía Caín, que era responsable y trabajador pero, por mucho que lo intentaba, todo le salía al revés. Caín el gafe, el insignificante, el pobre hombre. ¿Hace falta que os diga cómo acabó aquello? Es una de las historias más viejas de este mundo.

La voz calló de pronto. Todos se miraron y un silencio espeso se extendió por cubierta. Si alguno intentó moverse, no lo consiguió. Era como si sus músculos se negaran a obedecer. Entonces, desde donde se encontraban, pudieron observar cómo Olivia Uriarte se levantaba de su puesto en la cabecera de la mesa y lentamente desaparecía hacia el interior del barco, igual que si fuera devorada poco a poco por las entrañas del
Sparkling Cyanide.

¡Por Dios, que abran esa puerta!

«Qué sueño tan extraño he tenido —he aquí lo primero que pensó Ágata al despertar muy temprano a la mañana siguiente. Le dolía la cabeza y le zumbaban los oídos pero, aparte de esos detalles, no creía posible que lo que recordaba de la noche anterior hubiera tenido lugar en realidad—. Debió de ser una absurda pesadilla —se dijo, y sin embargo, allí estaba, para desdecirla, el vestido que llevara la noche anterior e incluso el pastillero en el que había guardado las dos cápsulas de Nongrass 321 ahora vacío—. ¿Y si entre los efectos secundarios de aquel medicamento estuvieran las pesadillas e incluso pequeñas alucinaciones? —pensó—. No, claro que no, pero en todo caso debía tener más cuidado de ahora en adelante con sus pastillas—milagro.»

Ágata decidió vestirse sin más demora. Un bikini y un pareo destinado a camuflar algún que otro michelín era todo lo que necesitaba para subir a cubierta y darse un buen baño tempranero. «Uno sin testigos —pensó, porque, el primer día en bikini tras los meses de invierno siempre le había parecido deprimente por no decir terrorífico—. Al menos hasta coger un poco de color que matice estas lorzas —rió antes de recorrer en silencio el largo trecho hasta llegar arriba. Todas las puertas de los camarotes estaban cerradas—. Mejor así, qué lujazo un baño sin nadie a quien dar palique.»

En lo primero que reparó al salir a cubierta fue en que estaban bastante lejos de la costa. Debían de haber navegado durante toda la noche porque el incierto contorno de la isla se recortaba a varias millas de distancia entre la bruma de la mañana. «Qué típico de los ricos —se dijo entonces— es esto de no parar. Cuando están en un lugar, venga tirar millas a otro cuanto más lejos mejor, y luego ooootra vez para otro lado. Gracias a su proverbial baile de san Vito debemos estar como mínimo a dos horas de tierra firme —añadió mientras procedía a quitarse el pareo, lo que la hizo sentirse maravillosamente bien y dejar de pensar en los ricos. Y es que era tan suave la brisa y estaba tan en calma la mar que todo invitaba a zambullirse despreocupadamente desde la cubierta saltando la barandilla de popa. Por fortuna no lo hizo. De haberlo intentado se habría estrellado contra una plataforma desplegada dos o tres metros más abajo, a ras del agua—. Por todos los diablos —pensó—. Esa plancha de madera desde luego no estaba ahí cuando embarcamos ayer. Debe ser —caviló entonces— que la pliegan cuando el barco está a punto de hacerse a la mar y sólo la abren para facilitar el baño de los pasajeros una vez que paran o fondean.»

Ágata recordó a continuación una foto de su hermana que ésta le había enviado el verano anterior en forma de tarjeta postal, como era su costumbre. En ella podía verse a Olivia sentada de espaldas al mar en esa misma barandilla de popa en la que ella estaba acodada ahora. «Conociendo a Oli, apuesto que cuando se fotografió estaba desplegada la plataforma de allí abajo, con lo peligrosa que es una caída hacia atrás. Cualquiera se rompe así la crisma —reflexionó, juiciosa, recordando cómo en su infancia era ella, la hermana pequeña, la que alertaba a Olivia, tan despreocupada siempre, de posibles accidentes—. Me pregunto —se dijo a continuación, puesto que acababa de invocar el nombre de su querida hermana— qué mosca le habrá picado para comportarse ayer de modo tan incalificable, mira que soltar toda esa sarta de disparates sin pies ni cabeza después de la cena. "El juego de la verdad", así lo llamó, vaya numerito, nunca he visto nada parecido. ¿Será éste el último entretenimiento entre los millonarios aburridos? ¿Decirse burradas a la cara cuando están tan borrachos que ya no pueden moverse o reaccionar? Qué tropa, para mí que no saben qué hacer para dar emoción a sus tediosas vidas.»

El ruido de una ducha proveniente del interior del barco interfirió de pronto sus pensamientos. «Vaya —se dijo entonces con un pequeño gesto de contrariedad—, parece que empiezan a despertar los más madrugadores», e inmediatamente decidió tirarse al agua para asegurarse de que, en efecto, podía disfrutar de un baño a solas. Se dirigió a una de las barandillas. No a la de popa debajo de la que se abría la plataforma para los bañistas, sino a la de babor, la misma en la que estaba adosada la escalera por la que todos habían subido a bordo ayer. «¿Y no te da miedo bañarte así, a varias millas de la costa, sin nadie en cubierta por si te pasa algo? ¿Y qué me va a pasar? ¿Me va a comer un tiburón? Lo peor que puede ocurrir —se dijo como quien intenta conjurar un tonto temor— es que me tope con una medusa y, según recuerdo haber leído en alguna parte, las medusas prefieren la costa.»

A continuación se dispuso a bajar utilizando la escalera pero luego, sintiéndose atlética, optó por saltar (no de cabeza, no se sentía
tan
atlética, sino de pie). Uno, dos, tres, allá voy y, segundos más tarde, Ágata se dejaba ya envolver por un agua de un azul tan intenso que casi parecía tinta. Y qué sensación maravillosa era aquélla de disfrutar del primer baño de la mañana a solas, ver cómo las gotas resbalaban sobre la piel de sus brazos, de sus manos, y luego comprobar cómo éstas se hundían fingiendo buscar las profundidades. Abrió por un momento los ojos y pudo ver los haces de luz que atravesaban el agua oscura, oleaginosa, hasta perderse en un fondo tan lejano como invisible e incierto. «Sólo es un remojón —volvió a decirse recordando la prudencia de no alejarse demasiado del barco, porque era evidente que si nadie sabía que estaba allí abajo, tampoco nadie podría ayudarla en caso de que sufriera un percance—. Siempre has sido un poco cagueta, querida —sonrió mientras pensaba—: No te va a pasar nada por alejarte un par de metros. —Y eso hizo, nadar alrededor del casco, hasta que, pasados unos diez minutos, decidió subir. Entonces se dio cuenta de que, para llegar arriba, tenía necesariamente que pasar por delante del ojo de buey del camarote principal, lo que la obligaría a echar, tal como había hecho ayer, otro vistazo al camarote de su hermana—. Aunque supongo —se dijo— que a estas horas las cortinas estarán echadas y Oli, dormida como un tronco, menuda es ella para los madrugones» —pensó antes de recordar algo que su hermana solía decir a menudo: «Nada que me interese en lo más mínimo sucede antes de las once de la mañana.» Y qué típico de Oli era ese discursito, qué acorde con su filosofía de vida. Muy fácil además para alguien que jamás había tenido que madrugar, no como ella que estaba en clase poco antes de las ocho a la espera de la llegada de unos cuantos adolescentes medio dormidos que se interesaban poco y nada por la lengua y menos aún por la literatura.

En esas cavilaciones andaba cuando le sorprendió reparar en que las cortinas del camarote de Olivia estaban abiertas, y no de un modo discreto o al descuido, sino de par en par. «Dormir a la vista de todo el mundo, eso sí que es exhibicionismo innecesario —pensó Ágata con puritano reparo justo antes de observar que la figura de su hermana, tendida sobre la cama, tenía un aire inerte y desmadejado que la alarmó—. ¡Oli! —exclamó al tiempo que con los nudillos golpeaba el cristal del ojo de buey—. ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?»

Con la cara semioculta por el pelo, el resto del cuerpo de su hermana dibujaba sobre las sábanas algo muy parecido a un signo de interrogación.

Ágata intentó gritar pero la voz se le quebró. Tenía que terminar de subir a toda prisa, bajar al camarote de Olivia, abrir esa puerta, tirarla abajo si hacía falta. «Dios mío. ¿Qué ha podido pasar?»

—¡Por favor, por Dios, que alguien me ayude!

La última broma

Minutos más tarde, los invitados del
Sparkling Cyanide
se arremolinaban en el reducido espacio que había frente a la puerta del camarote principal. Allí estaba Sonia San Cristóbal, por ejemplo, con cara de sueño y un mini
baby doll
rosa. Y Cristobalina Sosa, envuelta en una flotante y sin duda carísima bata de seda blanca. También Cary y Miranda, que compartían pijama: ella la parte de arriba, él la de abajo. Un poco a la derecha podía verse a Kardam Kovatchev ataviado sólo con una toalla a la cintura mientras preguntaba a los allí presentes si era necesaria su ayuda para derribar la puerta. Sin embargo, Vlad, como capitán del barco, se apresuró a responderle que no, que él tenía una llave maestra, que no tardaría más de un par de minutos en traerla y que no había que ponerse nerviosos.

—¿Nerviosos? ¿Quién está nervioso?, desde luego no yo —dijo doña Cristina mientras aguardaban el regreso del capitán—. Si a esa mujer le ha dado un patatús de algún tipo allá dentro, será por culpa de la porquería que nos hizo beber ayer. Y bien merecido tiene lo que le pase por las cosas imperdonables que nos dijo.

—¿Y qué dijo? —intervino Cary, que con pantalón de pijama y sus sempiternas gafas de sol tenía un aire más ambiguo que nunca—. No recuerdo nada que pasara más allá del postre.

—Yo tampoco —corroboró Miranda de Winter, que llevaba su maravillosa cabellera prerrafaelista envuelta en una toalla, lo que le hacía tener un aspecto muy distinto al del día anterior. Y es que, desprovista de su atributo más significativo, la nariz y la barbilla se le afilaban hasta conferirle el aspecto de un ave, de una rapaz.

—Exactamente lo mismo me pasa a mí. No recuerdo
nada
en absoluto de lo que dijo Olivia —se sumó Vlad, que en ese momento regresaba con la llave maestra y comenzaba a forcejear con ella (no con mucha determinación, por cierto).

«Mienten —le dio tiempo a pensar a Ágata—, claro que recuerdan lo ocurrido anoche, ¿cómo no van a recordarlo? ¿Y Vlad? ¿Qué demonios hace que no acaba de abrir la puerta? Por el amor de Dios, Vlad, ¡a qué esperas!»

En realidad, toda la escena duró apenas unos minutos, tres o cuatro a lo sumo. Y sin embargo, más adelante, cuando Ágata recordara los acontecimientos de aquel día tan pródigo en ellos, se sorprendería al comprobar que podía dar cuenta de todo lo ocurrido incluso con detalles intrascendentes como el color del forro de la bata de Cristobalina Sosa, que era de un amarillo pálido, por ejemplo. O insignificantes, como el modo en que Cary Faithful jugueteaba con los cordones del pantalón de su pijama al decir que no recordaba nada en absoluto de lo ocurrido la noche anterior. O extraños, como el modo en que la mirada de Kardam Kovatchev parecía escrutar una y otra vez las caras de los presentes en busca de quién sabe qué: ¿un gesto de culpabilidad?, ¿una expresión cómplice?, ¿algún secreto regocijo?

En efecto, qué lentos y preñados de pormenores habían sido esos escasos minutos. Como cuando Ágata reparó también en la mirada que intercambiaron Sonia y su madre al ver que la puerta se resistía a la llave maestra. O el momento por fin en el que el doctor Fuguet, el último de los pasajeros en reunirse ante el camarote de Olivia, de pronto se abrió paso entre ellos y, con una calma en la que se adivinaba un gran temor, se acercó a Vlad, y sin mediar más que media docena de palabras le conminó a que le entregara la llave. Pocos segundos más tarde y con un insignificante clic, la puerta cedió, permitiéndoles entrar al camarote. Ágata recuerda a continuación el inconfundible olor a almendras amargas que envolvía la habitación de su hermana y el «Dios mío» que escapó de los labios del doctor Fuguet, que estaba a su derecha y que posiblemente percibió aquel aroma en el mismo instante que ella. Y es que allí, entre las sábanas revueltas, podía verse el cuerpo de Olivia Uriarte, con la cara semioculta por su pelo rubio y los brazos yertos a un lado del colchón.

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