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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (12 page)

BOOK: Invitación a un asesinato
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Y él no había tenido más remedio que besarla, que hacerle el amor, que estarle agradecido si no quería acabar en la calle, qué dulce venganza. Más que dulce en realidad, porque Olivia descubrió entonces que, si bien la primera vez que se había llevado a Vlad a la cama en aquellas circunstancias, su razón para hacerlo había sido un ejercicio de poder con el que demostrar quién mandaba, existía además otra razón secreta. Sal y sudor, tequila y Old Spice, así se llamaba esa poderosa razón. ¿Y qué importaba que ahora el muchacho la mirase con un nuevo brillo en el que a Olivia no le era difícil identificar algo parecido al odio? ¿Qué importaba que ni siquiera le agradeciese el haberle salvado del cruel destino de los juguetes rotos? «Los sentimientos son tan extraños —se decía— que a veces, cuando una no cuenta con otros afectos en la vida, acaba amando a alguien a contrapelo como le ocurría a ella con Vlad. ¿Cómo le llaman lo franceses a eso? Ah sí, amar
á contre coeur
o, lo que es lo mismo, hacerlo por razones que uno ni entiende ni aprueba.» «Ven, tesoro, ven aquí. Bésame otra vez.»

El resto de los recuerdos de Olivia Uriarte respecto de triángulos y juguetes abandonados ya no era tan feliz. Y es que lo malo de las geometrías variables, lo malo también de los caprichos de los ricos muy ricos, es que ambos se rigen por reglas inexorables y apenas tienen excepción alguna. Por eso, a pesar de que durante unos meses Olivia pensó que había ganado la partida con cada vértice del triángulo colocado en el lugar preciso que ella deseaba, el equilibrio se descubrió inestable. Así, un buen día comenzaron a aparecer en su camino nuevas y muy evidentes piedras de Pulgarcito. Una, otra y otra más. En esta ocasión dichas piedritas se ajustaban mucho más al patrón clásico de infidelidad conyugal que la vez anterior. Porque, en lugar de calzoncillos Calvin Klein y risas masculinas, se trataba ahora de horquillas de pelo «olvidadas» en los asientos de los automóviles; también de cuellos de camisa manchados de
Cherry d'Amour,
un tono de lápiz de labios que a Olivia siempre le había parecido decididamente chillón. «Parece que volvemos a la ortodoxia», se dijo al realizar este nuevo descubrimiento y, apenas con un suspiro de dolor, se preparó para volver a adoptar la estrategia de la catalepsia que tan buenos resultados le había dado la última vez. Lamentablemente en esta ocasión sirvió de poco. Sólo una semana más tarde, Flavio le daba la noticia. Kalina, así se llamaba su nuevo juguete. Tenía metro ochenta de estatura, pelo castaño y unos ojos tan azules como los de Vlad pero —y lo que sigue no lo dijo Flavio aunque resultaba evidente— a diferencia de su anterior capricho, éste no necesitaba esposa ciega, sorda y muda que sirviera de tapadera.

—Espero que lo comprendas, Oli. Kalina tiene dieciocho años y a esas edades todo es romántico, maravilloso, inocente. Además, ella viene de una familia de Cracovia superconservadora y tan convencional como la mía (sí, sí, eso dijo el muy cabrón), de modo que nos vamos a casar. Pero eso no es todo. Estamos esperando un bebé, un pequeño Flavio III. ¿Te das cuenta? Por fin un chico (sí, también eso dijo el grandísimo hijo de puta, lo que le hizo comprender a Olivia algo que nunca había entendido hasta el momento. La tibia, por no decir casi fría reacción de su marido ante la muerte de las niñas). Pero no te preocupes Oli —añadió entonces Flavio—, yo sé ser generoso con las personas que se portan bien conmigo y tú has sido una mujer estupenda en todos los sentidos. Te dejaré como una reina, descuida.

Como una reina destronada, así pensó Olivia que quedaría. «Pero en fin —se había dicho procurando, una vez más, mirar el lado positivo de las cosas—, qué remedio me queda.» «En realidad —añadió después de haberlo pensado un poco más— no está del todo mal el papel de divorciada de un marido rico con mala conciencia y, según y cómo, es bastante menos humillante que el de malcasada.»

Por eso, ya se aprestaba a asumir el nuevo revés (uno más) cuando, de pronto, hizo su aparición en el horizonte un nuevo contratiempo. Uno que jamás hubiera imaginado podía visitarla a ella y mucho menos a Flavio Viccenzo. Crisis, he ahí el nombre de aquel nuevo espectro. Crisis, crash, crac. («¿Por qué todas las catástrofes —se había preguntado entonces— se escriben con "c"? ¿Con "c" de Cósima, de Clara, de Caridad o con "k" de Kalina, que es casi lo mismo?») «C» también de calamidad, colapso, cataclismo… Y «c» por fin de cambio (para mal, para peor imposible) como el que la esperaba ahora que la fortuna de Flavio se había ido por el mismo sumidero que tantas otras después de la crisis financiera internacional. Sí, tantas y tan malditas «ees».

Olivia enciende un nuevo Marlboro y mira su reloj, que es un carísimo Franck Muller, de serie limitada. «Mi último resto del naufragio —se dice con una sonrisa antes de añadir que va a llegar muy tarde y que seguro que ya están a bordo todos sus invitados desde hace más de una hora—. ¿Y qué estarán haciendo en el
Sparkling Cyanide
mientras me esperan? Confío en que Vlad les haya ofrecido una copa para romper el hielo, de modo que vayan conociéndose. Sí, seguramente, allí estarán todos ellos ojeándose con recelo: Ágata, mi hermana, Sonia San Cristóbal con su chico y su encantadora mamá, Cary Faithful y su novia Miranda, Pedro Fuguet y, por supuesto, mi guapísimo ex primo político Vlad Romescu. ¿Cuál de ellos es el que más me odia? ¿Cuál me hará el inmenso favor de facilitarme el paso al otro mundo? Seguro que, si mi querida hermana Ágata pudiera oírme en este momento, comenzaría a hacer un montón de preguntas sobre qué demonios me propongo con tan extraña reunión de "amigos". Imagino perfectamente lo que diría: "Carámbanos Oli" (Ágata es la única persona que conozco que utiliza esta expresión tan ñoña y trasnochada). "¡Carámbanos, Oli! cuéntame por favor qué estás tramando. ¿No es todo muy enrevesado? Cuando una quiere desaparecer de este mundo por las razones que sean —y acepto que tú tienes unas cuantas— no invita a otros a que la asesinen. Lo normal, si de normal puede hablarse en casos así, es quitarse de en medio y hay varias maneras de hacerlo, algunas incluso indoloras, si lo que temes es al sufrimiento. Pero tú tienes otra idea adicional en la cabeza, ¿verdad? ¿Cuál es la razón para preferir que tu muerte
no
parezca un suicidio? Venga, cuéntamelo, que para eso soy tu hermana…»

«En efecto, seguro que algo parecido a esto diría mi querida hermana Ágata si pudiera oírme ahora. Y es verdad. Desde luego tengo mis razones para hacer las cosas de esta manera y no de otra. ¿Te imaginas cuáles son, Agatita? No, claro que no. Tú nunca tuviste demasiada imaginación, querida, y eso a pesar de llamarte igual que una de mis escritoras favoritas y una de las personas más imaginativas e inteligentes que he tenido ocasión de leer. Pues sí, tesoro, para que lo sepas: tengo un plan muy bien trazado, que tú irás descubriendo poco a poco. Y no te será difícil, te lo aseguro. Pienso dejarte todas las pistas necesarias para que, una vez que yo muera, puedas descubrir "el porqué", también "el cómo", igual que hace tu tocaya en cada una de sus novelas. Igual también que en nuestra infancia, cuando jugábamos al escondite, ¿recuerdas? Tú siempre acababas encontrándome pero ni por asomo lo habrías logrado sin las pistas que yo me tomaba la molestia de dejarte, así como al descuido. Y ahora sí. ¿Lista para empezar nuestro nuevo juego, querida Ágata… o querida Agatha mejor dicho? Pon mucha atención, tesoro, comienza la partida.»

La llegada a bordo

Tal como había imaginado Olivia, todos sus invitados llegaron al puerto mucho antes que ella y la primera en hacerlo fue su hermana Ágata, que era extremadamente puntual. Allí se encontró con el primer imprevisto. Según le explicaron en Comandancia de Marina, el
Sparkling Cyanide
no estaba atracado en ningún pantalán sino fondeado fuera del puerto y a una distancia considerable de tierra. Debido a este contratiempo, Ágata tuvo que dar muchas vueltas hasta conseguir alquilar una zódiac que la llevara a bordo.

«Ya está mi querida hermana poniendo a prueba la paciencia de todos», se dijo mientras ayudaba al indolente marinero que le había tocado en suerte a embarcar su vieja y única maleta. Una vez instalada en popa y procurando, sobre todo, que su ordenador portátil no se mojara con el agua que encharcaba el fondo de la barca, Ágata Uriarte se entretuvo en observar la silueta cada vez más cercana del
Sparkling Cyanide
y en cavilar qué le depararía la singladura. Para empezar se dijo que, visto desde el mar, aquel velero azul marino de dos palos con cerca de cuarenta metros de eslora y ocho de manga (éstos eran datos facilitados por su marinero) parecía enorme. ¿Pero lo sería tanto como para permitirle tener los momentos de privacidad que necesitaba para continuar con sus actividades en internet y con su Club de Corazones Solitarios, por ejemplo? Seguramente no. Seguramente madame Poubelle iba a tener que tomarse unas forzosas vacaciones y ella abandonar el mundo virtual en el que se sentía tan cómoda para adentrarse en el real. O peor aún, en el tonto y caprichoso mundillo ricachón de su hermana Olivia que le resultaba tan desconocido como desasosegante.


Sparkling Cyanide
—vocalizó intentando que aquello sonara lo más irónico e impostadamente mundano posible, porque lo cierto es que nunca había estado a bordo de un barco así.

«Aunque por mucho lujo y amplitud que tenga —se dijo— cuarenta metros no son tantos en realidad y en ellos habremos de convivir ocho personas que no nos conocemos de nada, sin mencionar a la tripulación, algo siempre complicado.»

«Más o menos igual que en esos experimentos en los que meten varias ratas de laboratorio en un espacio cerrado —caviló a continuación—. Y cuando eso ocurre, ya sabemos lo que pasa. Las ratas primero se miran, luego se vuelven amistosas (algunas incluso se aparean), pero al cabo de un tiempo empiezan a mostrarse impacientes, nerviosas, y, al final, acaban devorándose entre ellas.»

—Qué, señora, ¿desembarcamos o no? —Era la voz del dueño de la zódiac la que se inmiscuía en sus pensamientos—. Haga usted el favor, ya hemos llegado. Vaya subiendo que ya me ocuparé de que le alcancen el equipaje.

Ágata miró hacia arriba. Ahora tocaba subir por la escalera que conducía desde el agua hasta la cubierta del
Sparkling Cyanide.
Para ser un barco tan lujoso, aquella especie de escala adosada a un lateral de la nave tenía un aspecto bastante bamboleante, la verdad. «Pero en fin —pensó poniéndose en pie con resignación— a ver qué tal se me da eso que llaman pie marinero.» Y luego —invocando el diminutivo de su nombre (algo que solía hacer sólo cuando ironizaba sobre sí misma o, como en este caso, cuando necesitaba infundirse ánimo), sonrió: «Vamos Agatita. Arriba querida mía, comienza la comedia.»

En realidad no le resultó tan difícil como había previsto ponerse en pie dentro de aquella zódiac medio pinchada. Tampoco salvar la distancia que había de la barca a la escalera; sin embargo, cuando había subido apenas un par de peldaños, algo la detuvo.

«Qué típico —se dijo entonces—. Pero qué típico de mi exhibicionista hermana mayor es que, para llegar a bordo, nos veamos todos obligados a echar un vistazo a su camarote.» En efecto, un ojo de buey más grande que los demás y desprovisto de cortinas permitía observar con detalle el camarote principal. Así, desde el exterior podían verse las paredes bellamente paneladas en madera clara, los armarios recubiertos de espejo, los cuadros todos ellos tan caros como absurdos e incomprensibles, y por supuesto una gran cama doble en la que reinaban varios almohadones entre los que había uno, distinto de los demás y rodeado de puntillas en el que alcanzaba a leerse:
Hay amores que matan.

«Muy impropio de Olivia tener un cojín tan cursi y con semejante topicazo bordado en él —pensó Ágata mientras se agarraba con prudencia al pasamano, pero luego se dijo que su hermana no hacía nada a humo de pajas y que incluso aquella inscripción debía significar algo especial en la puesta en escena que les tenía preparada—. ¿Querría eso decir que el viaje iba ser un tipo de casting para elegir nuevo marido? Y de ser así ¿qué papel jugaba ella en dicha reunión?: ¿la de chaperona?, ¿la de la hermana fea en contraposición a la guapa para que todos compararan?, ¿la de paño de lágrimas de los candidatos desechados que le pedirían consejo para recuperar el favor de la bella?» En realidad ese papel era ya un clásico en su vida; durante su adolescencia y buena parte de la veintena de ambas, a Ágata le había tocado consolar a los innumerables descartes de su hermana mayor. De hecho, de ahí le había venido la idea de inventar a madame Poubelle y su Club de Corazones Solitarios; había tantos en este mundo.

Todas estas cavilaciones se vieron interrumpidas de pronto por la irrupción de un largo y musculoso brazo del color del trigo allá arriba en cubierta. Uno que, al ayudarla a subir a bordo, la hizo encontrarse cara a cara con un tipo guapísimo. «Soy Vlad», dijo aquella aparición sobrenatural, y Ágata sólo pudo tartamudear al decir: «… y… yo la hermana de Olivia». Pero por suerte, en seguida logró sobreponerse y sonreír: «Tonta, qué falta de mundo —se dijo— pareces una pueblerina. Una pueblerina de hace treinta años, además, porque ahora ya nadie se extraña de nada, ni siquiera de las apariciones arcangélicas, digamos.»

Mientras un silente marinero oriental se ocupaba de subir el equipaje, Ágata aprovechó para mirar a su alrededor al tiempo que se divertía en rememorar todos los términos marineros que había aprendido en sus lecturas juveniles en
La isla del tesoro
o en las novelas de Salgari. Vio entonces dos grandes mástiles de madera antigua y rubia, la cubierta de teca impecable, vio también los
winches
pulidos, perfectos, que brillaban al sol y, más allá vio extenderse toda la zona de popa decorada con almohadones tapizados en cuero marfil. Soberbio sin duda aquel barco de casco tan azul e interior tan blanco. «Y qué adecuado —se dijo entonces— es el nombre que han elegido para él: Cianuro—espumoso (cian quiere decir azul ¿verdad? Cian de cianuro, cian de cianótico).» Y es que, en su opinión, nada podía sintetizar mejor la sensación que producía el espectáculo que estaba viendo: «Me recuerda a una gran copa color cobalto llena de Dom Pérignon», rió.

—¿Me acompaña, por favor? —le preguntó en ese momento Vlad.

«Qué demonios hará un ángel como él en este maravilloso y a la vez inquietante decorado», se dijo Ágata, admirando la silueta del muchacho que se recortaba contra a la barandilla de estribor. Pero aunque eran muchos los interrogantes que se agolpaban en su cabeza, ya no le dio tiempo a más cavilaciones; él la llamaba con un gesto de la mano.

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