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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (34 page)

A mí me habría gustado preguntarle qué tenía que ver el ser capitán de barco con convertirse en ayudante de cocina, y si eso, más que
downshifting
no era un desbarrancadero, pero no me atreví. Además, lo próximo que dijo de alguna manera daba respuesta a mi pregunta:

—Da igual lo que hayas sido en el pasado —dijo—. Lo importante es lo que estés dispuesto a hacer en el futuro. Algo así le gustaba sentenciar a tu querida hermana que, como sabes, era muy práctica además de muy hija de puta.

Era lógico que se nos apareciera. El espectro de Olivia, me refiero, o el de su recuerdo, al menos. Por eso vi materializarse a continuación una oscura sombra. En concreto, la del triángulo amoroso formado por ella, Flavio y el muchacho. También la del recuerdo de cómo Olivia se las había arreglado para acabar humillando a Vlad, lo que explicaría su odio y quién sabe si también la muerte de mi hermana. «Pero no —me dije de pronto—. Esta vez no iba a dejar que Oli se saliera con la suya.» No iba a permitir que me estropeara, como tantas veces mientras estuvo viva, un pequeño paréntesis de felicidad junto a un hombre, como el que estaba disfrutando ahora mismo. Ya habría tiempo más adelante, mañana por ejemplo, de regresar a mi particular círculo del infierno, el de las dudas, el de las conjeturas. De ahí que lo que hice fue cambiar bruscamente de tema. Y para ello aproveché que estábamos hablando de calderas y fogones y que era casi la hora de la cena para fingir que miraba el reloj y me sorprendía muchísimo de lo tarde que era.

—¡Pero bueno, aquí estoy dándote palique cuando seguro que tendrás ganas de comer algo! —dije, y estoy convencida de que él me agradeció el cambio de tercio—. ¿Qué tal si cenamos mientras sigues contándome tus planes de futuro? Lo malo es que vamos a tener que bajar a la calle a pillar bocado. En la despensa de alguien que está a régimen por los siglos de los siglos como yo no hay más que conservas, verduritas, pastas dietéticas y cosas así. ¿Te hace un chino, o prefieres la tasca fusión de la esquina? Yo invito.

Durmiendo con un asesino

¿Cómo acabamos Vlad Romescu y yo en la cama esa misma noche? ¿De qué modo pasamos de los duelos y quebrantos de una despensa vacía a un divino (y de lo más inesperado) revolcón? Por increíble que parezca, la culpa de todo la tuvo el general Bonaparte.

Nos habíamos quedado en el momento en que yo, para cambiar de tercio, le pregunté a Vlad si tenía hambre, y luego añadí que tendríamos que bajar a la calle a tomar algo porque en casa no había más que conservas y alimentos dietéticos. No lo he comentado hasta ahora pero me apresuro a decir que, a diferencia de los días anteriores, aquella noche de julio madrileño era misericordiosamente fresca, supongo que gracias a las extravagancias del cambio climático. Tampoco he mencionado que mi casa es pequeña y no muy agraciada pero tiene en cambio un balcón que no está nada mal, lleno de las plantas que tanto me gustan. Digo todo esto porque, a mi propuesta de bajar a la calle, Vlad interpuso otro plan. Él lo llamó «Operación fondo de despensa».

Le pregunté qué demonios era eso y entonces me dijo que ya lo iba a ver, que no fuera impaciente, que el mejor cocinero es el que consigue improvisar, y que la susodicha operación era algo parecido a la anécdota de Napoleón con el «pollo a la Marengo». Como yo cada vez estaba más in albis, me preguntó si no conocía la historia del famoso cocinero Dunand en tierras de Italia. Dije que no, claro, y Vlad me contó cómo, durante una de las muchas batallas napoleónicas ocurrió que los austríacos llegaron a cortar los suministros franceses y dejaron a las tropas gabachas completamente desprovistas. «Napoleón —explicó entonces— era de los que no perdonan una buena comida, de modo que mandó recado a su cocinero a través de uno de sus ayudantes: "Apáñeselas Dunand, usted es el chef y yo a las siete, ceno." El pobre Dunand, que le tenía bastante miedo a Napoleón, mandó entonces a varios soldados para que buscaran por los alrededores cualquier tipo de alimento y, al final reunieron estos ingredientes: dos pollos, unos cuantos cangrejos, tomates, cebollas, aceite, huevos y un par de ajos. Dunand, por su parte, tenía guardada media botella de coñac, y con todo esto hizo el milagro, por lo que, desde ese momento, el pollo a la Marengo, que así se llama en honor a la batalla de aquel día, pasó a ser uno de los platos más conocidos de la cocina francesa. Supongo que Dunand no llamaría a lo suyo "operación fondo de despensa" —continuó diciendo Vlad—, pero viene a ser lo mismo que me dispongo a hacer hoy en tu cocina. A ver qué hay por aquí, Ágata, y seguro que también nosotros podremos obrar algún milagrito.»

Eso dijo mientras iba abriendo una a una las puertas de todos mis viejos armarios de cocina y, apenas hora y media más tarde, ya estábamos sentados a una mesa (una antes bamboleante mesita de bridge plegable y ahora bien afianzada en sus cuatro patas y cubierta con un bonito mantel) en mi terraza llena de plantas y amenizados por una música suave («cualquier cosa menos música brasileña» fue su extraña petición) mientras que en nuestros platos, humeantes y deliciosos, reinaban unos «espaguetis a la Ágata» recién salidos de mi yerma cocina.

—Aún no entiendo cómo lo has hecho —le dije mientras me servía una segunda copa de «elencot», una especie de cóctel también salido de la operación fondo de despensa. Por supuesto yo había presenciado, paso a paso, todo el proceso creativo pero (y éste es un truco que alguna vez le vi usar a Oli con mucho éxito) como a los «artistas», más aún si son hombres, les encanta que les pregunten por sus creaciones, le pedí a Vlad que me explicara un poco el
making
of de ambas delicias.

—Ya lo has visto —respondió él—. Con una solitaria lata de mejillones, otra de anchoas, un paquete de palitos de mar y un chorro de coñac, sale un falso changurro para chuparse los dedos. Y si luego lo sirves sobre unos espaguetis, nadie es capaz de distinguirlo del auténtico, de modo que ¡
voilá
los espaguetis a la Ágata! —añadió.

Repetí plato nada menos que tres veces porque no era momento de contar calorías, al diablo con la dieta. Y a los espaguetis con changurro hay que sumar además el agradable acompañamiento del clericot bien frío que, ahora sé, es una especie de sangría de vino blanco salida, en este caso, de la resurrección de una pera, un puñado de fresas y dos naranjas que dormían en mi despensa junto a un bric de Don Simón. Y fue supongo el clericot lo que más contribuyó a soltar nuestras lenguas una vez acabados los espaguetis. Por eso, después de que Vlad me contara que todos sus planes de futuro dependían de lo que ocurriera en las dos entrevistas de trabajo que tenía a la mañana siguiente, después de que yo le diera ánimo diciéndole que seguro que no tendría problema en encontrar empleo, que alguien capaz de elaborar delicias tales con un par de latas, un tetrabrik y cuatro frutas mustias es sin duda un gran cocinero, después de todo esto, digo, intenté, tal como había hecho con el resto de los invitados del
Sparkling Cyanide,
llevar la conversación hacia lo vivido en aquel barco las horas previas a la muerte de mi hermana. Sin embargo, mucho me temo que la Miss Marple que en mí habita andaba tan mareada de clericot como servidora, de modo que la conversación se desvió una vez más a los futuros planes de Vlad. Me dijo entonces que tenía más esperanzas en el trabajo de La Moraleja que en el de Madrid capital. «Pero pase lo que pase tendré que volver mañana a Palma para arreglar un montón de cosas, un viaje muy corto, me temo.»

—Que estés aquí ya es una gran alegría —dije, y él me dedicó una sonrisa dulce y a la vez tan triste que no tuve más remedio que tomarme de golpe media copa más de clericot para disimular.

¿Y qué importaba ya que la cabeza me diera vueltas o que Vlad rellenara por tercera o cuarta vez mi vaso pero, en cambio, no el suyo? ¿Qué importaba que él pareciera más despierto y yo cada minuto que pasaba más curda? Un día es un día, me dije.

Mis siguientes recuerdos son de Vlad recogiendo los platos de la mesa mientras hablábamos de esto y de lo otro. Y luego, lo recuerdo también regresando de la cocina con una segunda jarra de clericot.

—Venga, Ágata, otro sorbito. ¿Nunca te han dicho que estás muy guapa cuando te brillan los ojos?

Y lo próximo que recuerdo es su dulce respiración a mi espalda mientras dejaba el clericot en la mesa para darme un beso, uno sólo, en la nuca.

Cuando se habla de los efectos positivos del alcohol se menciona siempre el esbozado más arriba. Me refiero al delicioso «bah, qué importa» que hace que uno se sienta tan bien, tan libre. Sin embargo, mi efecto alcohólico preferido es otro del que se habla menos. Me refiero a esa capacidad suya de ralentizar el tiempo de modo que se vuelve menos fugaz e inasible. Precisamente a ese delicioso efecto cámara lenta debo, por ejemplo, estos simpares recuerdos: Vlad y yo besándonos camino de mi habitación: «Ven, quítate la blusa, y esto también. Mira que eres tonta, no hace falta que te tapes, tienes un cuerpo precioso. No, no digas nada, Ágata, sólo siente.» Y yo obedeciendo a veces y otras incluso tomando la iniciativa, como cuando lo fui llevando hasta el borde de mi cama y aparté después los muchos almohadones con los que la había adornado copiando el estilo de mi hermana Olivia. Y a un rincón fueron a parar mis dos viejos cojines chinos pero no así aquel otro de tira bordada en el que podía leerse «Hay amores que matan», que cayó junto a la pata izquierda del cabecero, del lado de Vlad. Pero cualquiera se fijaba entonces en detalles tan irrelevantes, porque lo único que me importaba en ese momento era ver cómo una mano demorada iba recorriendo mi cuerpo, y sentirla emprender caminos inexplorados, no sólo porque hacía añares que no me iba a la cama con nadie, sino porque estoy segura de que no son nada transitados. Qué extraño. «¿Será así como hacen el amor dos hombres?», recuerdo haber pensado por un segundo pero en seguida ahuyenté tan estúpido pensamiento porque aquellos dedos sabios, también aquella lengua no menos andariega, recorrían ahora pliegues que desde luego no figuran en anatomía masculina alguna y lo hicieron con una cadencia, con una maestría, que anulaba toda posible reserva. «Bésame Ágata, quiéreme —dijo, y así lo hice y no me permití pensar en nada más hasta mucho más tarde, cuando sonriente y jadeante, Vlad rodó hasta su lado de la cama para decir—: Vaya con la niña, quién lo diría.»

A mí me habría gustado preguntarle: ¿Qué ha pasado entre nosotros, Vlad? ¿Qué significa esto? ¿Es una burla? ¿Una estrategia? ¿Qué buscas en mí? Pero no lo hice, porque las preguntas más importantes en esta vida casi nunca llegan a plantearse, y menos aún en la cama, so pena de que se rompa más de un hechizo. Y luego él me besó en la frente dándome las buenas noches como un niño bueno y toda la escena hubiera acabado del modo más dulce si, al girar sobre sí mismo, Vlad no hubiera visto en el suelo, a menos de un metro de él, aquel almohadón de tira bordada de Olivia que, por supuesto, reconoció al instante. «Tu hermana está mucho mejor muerta», fue su comentario antes de arrojarlo al otro lado de la habitación. Yo, en ese momento, sentí un escalofrío y una extraña sensación de alarma pero no como cabía esperar, porque sus palabras fueran las mismas que habían pronunciado todos los invitados del
Sparkling Cyanide,
sino por la extraña carcajada que las acompañó. Una, que tenía la particularidad de bajar y luego subir de volumen hasta ahogarse en una nota muy aguda, casi infantil. ¿Dónde demonios había oído yo una risa así y en qué circunstancias?

No lo supe hasta un par de horas más tarde, cuando con esa contundencia cruel que tienen los sueños para irrumpir en la realidad y destruir las más bellas vivencias o convertirlas en espejismos, me desperté de pronto con el recuerdo de una risa idéntica. Entonces me vi de nuevo en mi camarote del
Sparkling Cyanide
y sentí incluso el mismo mareo que la tarde en la que Olivia perdió la vida. La cabeza me daba vueltas y en mi estómago revoloteaba un entrevero de alcohol con huevos rancheros. Pero nada de esto hubiera tenido mayor importancia, si entre ese vértigo no se hubiera abierto paso el recuerdo de un sonido proveniente del exterior de la nave. El de la inconfundible voz de mi hermana Olivia que decía: «Vamos, hazlo,

Vlad», y luego, sí, aquella risa masculina e infantil que he mencionado: dos datos ahora muy nítidos, los mismos que hasta el momento yo tantas veces había intentado invocar repitiéndome: recuerda, recuerda…

Al día siguiente

Lo siento, pero no pienso hacerlo. Me niego a intentar reproducir aquí lo que es una noche de insomnio, dudas y sospechas junto a un cuerpo que uno ha deseado mucho y por fin logra acunar entre sus brazos. Y no lo haré porque no tengo ganas de rememorar todo lo se siente al descubrir que puede una estar durmiendo con un asesino. Un verdadero escritor seguro que no perdería la ocasión de relatar los hechos curiosos que ocurren en estas circunstancias y cómo, con la inestimable ayuda de las sombras, cobran protagonismo ciertos objetos que acaban enseñoreándose de la noche. En mi caso fueron dos esos desagradables intrusos. Uno se encontraba muy cerca de nosotros, junto a la cama; al otro le dio por apostarse fuera de mi ventana y golpear el cristal, muy al estilo del comienzo de
Cumbres borrascosas.

En realidad, el primero de ellos ni siquiera se puede decir que fuera un intruso, puesto que se trataba de mi viejo reloj despertador, que se dedicó a acompasar mis horas insomnes. En circunstancias normales es del todo inaudible, pero ahora sé que, cuando la noche se alarga y crecen las dudas, hasta a los despertadores discretos les da por volverse habladores, de modo que el mío se dedicó a repetir con cada tic tac: tonta estúpida, ¿de veras creías que ésta era una noche de amor? Cuándo aprenderás que las novelas rosa no existen, tic, tac, y así continuó partiendo la noche en minúsculos sístoles y diástoles que no se acababan nunca.

El otro intruso, el exterior al que antes he hecho mención, era una rama de árbol, desconocida para mí hasta ahora, lo juro, que se erigió en acompañante aún más incómodo. Porque si el reloj se ocupaba de rebanar el tiempo en minúsculas tajadas, aquella rama lo pautaba como un impertinente y descarnado dedo que picoteaba en el cristal para recordarme: ¿y mañana qué? No tendrás más remedio que hacer de tripas corazón y fingir que aquí no pasa nada, que todo está bien, hasta que, por fin, él salga de tu vida, y se vuelva a Palma. Esto te pasa, tonta, más que tonta gilipollas, por salirte del guión. ¿Dónde demonios se ha visto que la señorita Marple se encame con uno de sus sospechosos?

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