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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (26 page)

Ahora, recordando esta respuesta de Miranda de Winter, me doy cuenta de que, tal vez, debería haber prestado más atención a sus palabras, pero lo cierto es que yo estaba tan en desacuerdo con todo lo que ella me había dicho hasta ese momento que no me detuve a analizarla como se merecía.

—Bobadas —dije por tanto—, toda esta teoría tuya de que Olivia te estaba provocando porque te llamas de Winter, porque había leído la novela de du Maurier e intentaba copiar la forma de morir de Rebeca puesto que también ella estaba enferma y no quería enfrentar una agonía lenta y dolorosa, es una soberana estupidez. A mi hermana le importaba un rábano la literatura, posiblemente ni siquiera leyera nunca
Rebeca.
A menos que —continué, y me detuve con un pequeño escalofrío—… a menos que lo que me estés intentando decir con todo esto tan alambicado, es que tú, Miranda, empujaste a Oli para que cayera. Pero no, claro que no, eso también es inverosímil. Según me acabas de contar, Olivia estaba sentada en una hamaca en popa y no sobre la barandilla durante vuestra conversación. E incluso si hubiese estado sentada allí, requeriría mucha suerte (o mucha destreza) provocar una caída de modo que se desnucara.

—Yo nunca he dicho que hiciera algo contra tu hermana, Ágata. Lo único que afirmo es que ése era su juego, su propósito invitándonos a todos.

—Ridículo —respondí—. No sólo porque la noticia de que le quedaban apenas unos meses de vida la tuvo esa misma tarde en conversación telefónica con su médico, sino por otra razón. Puede que en las novelas un personaje induzca a otro para que acabe quitándole de en medio, pero en la vida real no hace falta ser tan fantasioso. Si uno quiere morir, se toma unos cuantos somníferos o mete la cabeza en el horno, no se montan estas historias tan complicadas.

—A menos que esa persona necesite que su muerte
no
parezca un suicidio, ¿no crees?

—¿Y por qué iba a necesitar Olivia semejante cosa?

Miranda se encogió de hombros.

—Eso lo ignoro —dijo, y por un momento reinó el silencio entre nosotras.

Fue entonces cuando aproveché para mirar a Cary. Él había seguido nuestra conversación en sepulcral silencio. Recuerdo, por ejemplo, que mientras Miranda relataba lo que le había dicho Olivia sobre sus secretas inclinaciones sexuales, yo había espiado brevemente la expresión de Cary Faithful. Pero nada en su rostro delataba más que un obcecado y ofendido silencio. Supongo que cuando se tiene una doble vida como la suya (y a mí a diferencia de lo que dice Miranda no me cabe la menor duda de que la tiene) acaba uno desarrollando un arte muy depurado para que el rostro no trasluzca lo que se piensa. Por eso, mientras Miranda desgranaba las graves acusaciones de Olivia sobre su persona, a Cary no se le movió un músculo. Ahora en cambio, una vez que la conversación había tomado otros derroteros y se hablaba de la curiosa teoría de Miranda sobre la forma de actuar de mi hermana, la fingida imperturbabilidad de Cary acabó resquebrajándose. Estaba pálido, jugueteaba sin darse cuenta con el cordón de su traje de baño, me dio lástima. Sólo cuando una voz ajena a los tres vino a alterar el silencio que se había instalado entre nosotros, la expresión de Cary volvió a retomar la misma bien cincelada indiferencia de antes.


Sorry, I was really zonked.

Este comentario (¿qué demonios querría decir
«zonked»?)
lo acababa de hacer el cuarto miembro de nuestro particular picnic, que se acercaba ahora restregándose los ojos. Me refiero al muchacho que yo había visto antes dormitando cerca de Cary sobre una toalla. Me volví para mirarlo. En realidad, no había nada de extraordinario en su aspecto. Me pareció un chico recio, algo vulgar. ¿Cuántos años podía tener? Veinte, veintidós, no muchos más.

Entonces pensé con una no muy caritativa sonrisa que, de ser cierto el interés de Cary por los menores de edad, su relación con este joven debía durar ya unos cuantos años. «Paul es un viejo amigo nuestro —estaba diciéndome Miranda en ese mismo momento a modo de presentación—. Aquí donde lo ves, tan joven, se ocupa de recoger y redactar las memorias de Cary.»

—Que interesante —respondí, y a continuación me atreví a hacer una pregunta destinada a averiguar, indirectamente, cuánto de vieja era esa amistad.

—¿Hace mucho que las escribes, Paul? Debes de haber empezado casi de pantalón corto —reí haciéndome la simpática.

—Estaba aún en el colegio —respondió Miranda por él—. Lo conocimos hace cuatro o cinco años una vez que Cary fue a dar una charla a St. Michael's, una escuela para chicos desfavorecidos. Es increíble, Ágata, la labor tan extraordinaria que ha hecho tu antiguo compañero de colegio para ayudar a los chicos una vez acabados sus estudios, ni te imaginas.

—En efecto, ni me la imagino —dije yo, rezando mentalmente para que no se me notara el inevitable retintín.

Calculo que debí lograrlo, porque tanto Paul como Miranda continuaron hablando con naturalidad. Me contaron, por ejemplo, que Paul trabajaba ahora en su antiguo colegio en calidad de profesor de gimnasia, ayudando a integrarse a jóvenes conflictivos como lo había sido él. Hablaron de diversos programas de confraternización y luego Miranda pasó a explicarme cómo Paul compaginaba todas estas actividades con otras. —Fue totalmente iniciativa suya —dijo Miranda—. Me refiero a la idea de ayudar a Cary a escribir sus memorias. Trabajan tantas horas seguidas, ni te imaginas, a mí a veces me asombra.

Miranda continuó hablando y yo no me atreví esta vez a mirar a Cary. Temía demasiado lo que podría delatar mi cara. Lo que sí hice en cambio, fue dejar que la vista vagabundeara por el jardín, que llegase hasta los rusos que jugaban
al
f
risbee,
hasta las dos mujeres árabes del chador. A continuación miré más allá, fuera de aquel vergel, hacia la casa de Cary, esa que tanto me recordaba la de Mary Poppins. Y al hacerlo, no necesité imaginar de qué extraños juegos nocturnos serían testigos sus paredes, ni en qué consistirían esas largas sesiones de ambos hombres ante el ordenador, sino que pensé en ella. En la extraña institutriz que tenía frente a mí, en a esa Julie Andrews sin paraguas y sin sombrero de flores de nombre Miranda. ¿Qué papel jugaba ella en este inquietante remedo de una película de Walt Disney?

—Y ahora, chicos, basta de charla. La comida está lista y habrá que lavarse las manos. Venga, Cary y Paul, vosotros dos vais primero. Y mientras ellos suben a casa, ¿puedo ofrecerte otro Pimm's, Ágata? ¿A que está delicioso? Ven. Déjame que te sirva un poquito más.

Madame Poubelle y Ágata Uriarte reciben cartas

A mi regreso a Madrid y con esta última conversación aún dándome vueltas en la cabeza sin saber cómo interpretarla, me encontré con que, en casa, me esperaban tres interesantes misivas. En realidad, sólo dos eran para mí porque la otra tenía como destinataria a madame Poubelle. Por supuesto que Madame tenía en la bandeja de entrada de su/mi ordenador multitud de otros correos provenientes de al menos dos docenas de Corazones Solitarios, pero estas pobres almas atribuladas mucho me temo que tendrían que esperar sine die o buscarse una nueva consejera sentimental, porque a mí solo me interesaba uno de ellos: aquel que tenía a Rapunzel como remitente.

Sin embargo, debo decir que, aun antes de abrir mi ordenador y descubrir el mencionado mail, aquella calurosa mañana de julio madrileño ya me había traído por correo ordinario dos cartas todavía más intrigantes. Sucedió que, al franquear la puerta de casa y aún con la maleta en la mano, me encontré con un par de sorpresas, una buena y otra mala. La mala fue la visión de todas mis plantas de interior desmayadas y medio muertas a causa de las altas temperaturas; la buena fue descubrir aquellos dos sobres de correo que alguien había deslizado bajo la puerta. «Portero holgazán —pensé al constatar ambos detalles, porque era evidente que, a pesar de la buena propina que le había dejado antes de irme, aquel tipo ni siquiera se había molestado en traspasar el umbral de casa—. Un momento, niños míos, ya mismo voy al rescate —dije a continuación, dirigiéndome sobre todo a mi kentia y a mi ficus enano, que son mis plantas preferidas y también las más delicadas—. Vuelvo en un periquete», añadí al tiempo que recogía del suelo los dos sobres y enfilaba rápidamente hacia la cocina por agua.

Sospecho que mis «niños» debieron de pensar que mi entrada en la casa fue sólo un espejismo producto del calor. Lo digo porque, en cuanto leí el contenido del primero de los sobres, y no digamos el del segundo, ya no volví a acordarme más de ellos durante horas.

Estimada señora Uriarte
—así rezaba la hoja de papel que extraje del primero de los sobres—.
Mi nombre es Nelson Gutiérrez Müller
y soy el abogado de su hermana Olivia. Como única heredera de la finada, le ruego se ponga en contacto conmigo a la mayor brevedad para un asunto de su interés.

Aquellas escasas líneas venían escritas en un presuntuoso papel ocre coronado por una especie de óvalo en el que podía leerse «El tercer hombre». A continuación y en letra de imprenta pero muy pequeña, había una cita en la que no me costó demasiado reconocer cierto parlamento de dicha película protagonizada por Orson Welles. Da la casualidad de que es una de mis favoritas, por lo que, a pesar del tamaño minúsculo de la letra, supe en seguida que se trataba de ese tan célebre que pronuncia Welles al bajarse de la noria y recordarle a Joseph Cotten lo extrañas que son las contradicciones de la naturaleza humana. «Al fin y al cabo —le dice Welles a Cotten—, Italia durante treinta años tuvo guerras, terror y asesinatos, pero produjo a Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal, quinientos años de paz y democracia, ¿y qué produjo? El reloj de cuco.»

Qué típico de mi hermana es haber contratado un picapleitos con este lema de vida, pensé mientras trataba de imaginar qué aspecto físico podría tener el tal Nelson Gutiérrez Müller y cuál sería su nacionalidad. ¿Un cubano? ¿Un paraguayo con un abuelo nazi y otro criollo tal vez? Algo así tenía que ser. Sin embargo, lo que más me intrigaba de todo era qué podría esconderse tras aquellas escuetas líneas enviadas por dicho sujeto. ¿Me habría dejado mi hermana algún dinero? ¿una pequeña herencia o legado? Según mis noticias, Olivia estaba completamente arruinada cuando murió. ¿Se trataría entonces de algún objeto de escaso valor económico pero sí sentimental? ¿Algo relacionado con nuestra infancia quizá?

Lo mejor era sin duda dejar de elucubrar y llamar cuanto antes al número de teléfono que aparecía en el margen inferior de la carta para averiguarlo.

Eso mismo me disponía a hacer cuando me detuve a ojear, así por encima, el segundo de los sobres recibidos ese día. También éste presentaba una particularidad que llegó a intrigarme. En él figuraba el membrete de un hotel barato del sur de Mallorca y llevaba mi nombre escrito con mucha pulcritud en tinta negra. Instintivamente lo volteé para ver si había algún remitente y, al comprobar que no, rasgué el borde superior.

Querida Ágata
—leí—.
Posiblemente te sorprenda que me ponga en contacto contigo por esta vía pero es que he perdido el número del móvil que me diste. También intenté llamarte al número de fijo que figura en la guía pero salta siempre el contestador, por lo que calculo que has estado de viaje. Pasaré muy brevemente por Madrid la semana próxima por un tema de trabajo y me encantaría verte. Ya tienes mi móvil pero, en caso de que seas tan
descuidada como yo y lo hayas extraviado, te lo apunto a continuación. Es el 707989910. Deseando verte, te abraza,

Vlad Romescu

Leí dos veces seguidas estas escasas líneas y las dos me quedé enganchada en la penúltima de ellas, igual que un disco rayado.

Deseandoverteteabrazadeseandoverteteabraza

Hacía tantos años que no recibía algo remotamente parecido a una carta romántica que no paraba de repetir aquello. «Pero imbécil —me dije por fin saliendo del bucle—, deja ya de hacerte la novela. Esta no es una carta de amor ni nada que se le parezca. Son palabras de pura cortesía.» Sin embargo, ya se sabe cómo es el corazón humano. Más aún aquellos que no palpitan desde hace añares como el mío, por lo que me costó bastante sofocar sus latidos. En realidad, esa pobre válvula no volvió a retomar su ritmo normal hasta que llamé a Vlad y terminé de hablar con él. Entonces no es que se serenase, es que se encogió la pobre. No porque Vlad estuviera antipático ni nada por el estilo. He de decir, en honor a la verdad, que se mostró muy cordial. Me contó que pensaba venir a Madrid, que estaba buscando trabajo y que tenía dos entrevistas relacionadas con el gremio de hostelería. Charlamos un rato y yo le ofrecí quedarse en casa para no pagar hotel. Sin embargo, incluso cuando agradeció mi propuesta, no hubo nada, ni en el tono de su voz y menos aún en el contenido de sus palabras, que pudiera alimentar aquel prometedor «deseando verte te abraza».

Ante evidencia tan poco alentadora, en cuanto cortamos, la tonta Doris Day que llevo dentro se empeñó en argumentar que la gente es siempre mucho menos expresiva de viva voz que por escrito, que he ahí, por cierto, el éxito (y también el peligro) de los sms, porque se escribe lo que realmente se
siente
a diferencia de lo que se dice, que siempre es más cauto, más moderado. Sí, todo eso y más argumentó, voluntariosa, Doris D, pero la Dorothy Parker que también habita en mí no se anduvo con contemplaciones, sino que se ocupó de bajarme de la nube rosa de un guantazo: «Los hombres que me gustan nunca se enamoran de mujeres como yo», ésas fueron sus sentenciosas palabras y dictamen, pero lo cierto es que, curiosamente, lograron que me sintiera más tranquila. Sí, creo que me procuraron esa serenidad adolorida pero no por ello menos útil que se alcanza cuando se da uno cuenta de que no hay nada que hacer ni que esperar en el terreno amoroso.

Minutos más tarde ya había pasado yo página como quien dice y estaba delante del ordenador viendo qué correos había recibido mi alter ego, madame Poubelle. Y allí estaba. Me refiero a ese mail con remitente Rapunzel que yo tanto esperaba y que venía encabezado por el siguiente lema:
¿Puedo confiar en usted?
Mientras lo abría (y con las prisas abrí otro que no tenía nada que ver) traté de imaginar al siempre silencioso y tal vez precisamente por eso para mí muy atractivo doctor Fuguet escribiéndome ante su ordenador. ¿Cómo sería su casa? Y ¿cuál su estado de ánimo? ¿Me contaría en su correo todo lo vivido por nosotros en el
Sparkling Cyanide
visto desde un ángulo nuevo, revelador? ¿Habría él, como todos los demás invitados a bordo, hablado con Oli en la hora previa a su muerte? Y si era así, ¿qué se dijeron?

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