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Authors: David Simon

Homicidio (91 page)

—Era la clase de persona que no se quitaba la ropa y la dejaba en el suelo, sino que la recogía, doblaba y dejaba guardada. ¿No le parece?

Oh, Dios, piensa Garvey, que astuto cabrón.

—No —dice el inspector—, no estoy de acuerdo.

Polansky deja esa aparente contradicción para que el jurado medite sobre ella y pasa a la prueba número 2U, una fotografía del suelo del dormitorio después de que se levantara la cama. El abogado defensor señala un paquete de cigarrillos Newport visible en el suelo.

—¿Y había un cenicero? —pregunta a Garvey.

—Si, lo había —dice Garvey.

—¿Pudo determinar usted si la señorita Lucas era fumadora?

Oh, mierda, piensa Garvey. Se lo va a pasar en grande con esto.

—No recuerdo si lo pude determinar o no.

—¿No cree que eso podría haber resultado significativo?

—Estoy seguro de que la pregunta surgió durante la investigación —dice Garvey, tratando de pasar de puntillas por el borde del campo minado—. Obviamente, la respuesta no debió resultar significativa.

—¿Le preguntó a su hija o a alguien de su entorno cercano si era fumadora?

—No recuerdo haberlo hecho específicamente.

—Si no fumaba, ¿no está usted de acuerdo en que encontrar un paquete de cigarrillos era algo sobre lo que valía la pena investigar?

—Estoy de acuerdo en que si no lo era, el paquete de cigarrillos habría debido investigarse —dice Garvey, con la voz cortante.

—Habría sido interesante averiguar quién en su entorno más próximo era fumador —continua Polansky—. Porque usted asumía que allí hubo alguien cercano a ella porque no había ventanas ni puertas forzadas, ¿correcto?

—Correcto —dice Garvey.

—Así que podría ser significativo descubrir si alguien cercano a ella o cualquiera de los posibles sospechosos de los que hablaremos más adelante era fumador y, más concretamente, fumador de Newport.

—Protesto —dice Doan, intentando un placaje—. ¿Va a hacer la defensa alguna pregunta?

—Sí —dice Polansky—. ¿Está usted de acuerdo en que se trata de algo significativo?

—No —dice Garvey, recuperándose del golpe—, porque no sabemos cuándo se puso ahí el paquete de cigarrillos. Estaba debajo de la cama. Ciertamente habría sido algo que hubiéramos podido mirar, pero de ninguna manera se habría podido basar una investigación en él.

—Bien —dice Polansky—, excepto por ese hecho, caballero, ¿no estaría usted de acuerdo en que la señorita Lucas era una persona muy pulcra y que no era probable que dejase un paquete de cigarrillos en el suelo durante un largo periodo de tiempo?

—Protesto —dice Doan.

—¿No es mucho más probable que el paquete de cigarrillos fuera dejado allí la noche del asesinato?

—¡Protesto!

—¿Puede usted responder a la pregunta con un grado razonable de certeza? —tercia Gordy— ¿Sí o no?

Desde la mesa del fiscal, Doan mira al inspector, moviendo la cabeza arriba y abajo de una manera apenas perceptible. Aprovecha la salida, quiere decir. Aprovecha la salida.

—Sí.

—Denegada.

—Bajo la cama parecía haber una cantidad apreciable de suciedad. Las áreas visibles de la casa estaban ordenadas y limpias, pero yo no calificaría la zona de debajo de la cama como ordenada y limpia.

—¿Estaba el teléfono debajo de la cama? —dice Polansky.

—Sí —dice Garvey, mirando la foto—. Lo volvimos a poner ahí para sacar la foto.

—¿Es razonable pensar que el teléfono no estuvo allí durante un largo periodo de tiempo?

—No sé cuándo se puso el teléfono allí —dice Garvey.

Una parada parcial de un inspector veterano. Polansky, satisfecho con el terreno ganado, cambia de tema y pregunta por los cabellos que el laboratorio encontró en la sábana y que se analizaron en la sección de pruebas. ¿Se compararon con los de alguien?

—Sólo con un cabello no se puede saber a quien pertenece —dice Garvey, ahora en guardia.

—¿No se puede saber nada más de un cabello? ¿No hay ninguna prueba científica a la que se lo pueda someter y que resulte útil en una investigación de homicidio?

—No hay forma de saber si un cabello en particular procede de una persona en concreto.

—¿Pueden al menos saber si se trata de cabello de un hombre negro o un hombre blanco? —pregunta Polansky.

Garvey cede.

—Sí, pero poco más.

El inspector y el abogado defensor se mueven en círculo uno alrededor del otro durante algunas preguntas más hasta que queda claro lo que Polansky quiere decir: el cabello que se recuperó de la escena del crimen no se comparó con el de nadie. Aunque tal comparación habría resultado inútil, la insistencia de Polansky deja la impresión de que la investigación de Garvey no fue precisamente exhaustiva.

Hasta el momento, Polansky se ha ganado el sueldo. Garvey lo demuestra al final de las preguntas, cuando el abogado defensor le pregunta por la hora de la muerte.

—El rigor mortis estaba extendido y empezaba a remitir —dice el inspector—. Además, estaban las manchas de sangre seca debajo de su cabeza. La sangre estaba espesa y coagulada, y en los bordes ya se había secado en la alfombra. Me pareció que llevaba muerta veinticuatro horas.

Polansky y Doan levantan la vista. Veinticuatro horas situarían la hora de la muerte en la tarde del día anterior.

—¿Llevaba muerta veinticuatro horas? —pregunta Polansky.

—Así es —dice Garvey.

Doan fulmina con la mirada al testigo, a ver si consigue que Garvey piense un poco en lo que está diciendo.

—¿Así que su conclusión es que debió ser asesinada a, al menos, las cinco de la tarde del día 21? —pregunta Polansky.

Entonces Garvey se da cuenta de lo que ha dicho.

—Lo retiro. No, lo siento. Me he confundido. Quería decir al menos doce horas.

—Eso es lo que me pareció que quería decir usted —dice Polansky—. Gracias, no hay más preguntas.

En el turno de repregunta, Doan vuelve a los cabellos recuperados, pero eso sólo sirve para que Polansky, en su réplica, pueda volver a sugerir que el inspector no se mostró interesado de verdad en investigar todas las pruebas disponibles:

—Si hubiera comparado esos cabellos, ¿no habría podido usted averiguar si pertenecían al señor Frazier o a la señorita Lucas o a un tercero? ¿No es así?

—Si hubiéramos comparado sus cabellos, habríamos podido averiguar si eran similares —repite Garvey con voz cansina.

—Cosa que usted tuvo la posibilidad de hacer, pero no hizo —dice Polansky.

—No sentí ninguna necesidad de hacerlo —dice Garvey.

—Pues es una pena, señor. Gracias.

Este último comentario le toca las narices a Doan, que se vuelve en su silla para mirar a Polansky.

—¡Por favor! —le dice, sarcásticamente. Luego mira al juez y añade—: No tengo más preguntas.

—El testigo puede retirarse —dice Gordy.

Así termina el primer día. En el pasillo, cinco minutos después, Garvey se encuentra a Polansky y finge estar enfadado. Cierra un puño como si estuviera a punto de golpearle.

—Miserable picapleitos —dice, sonriendo.

—Eh, tranquilo —dice Polansky, un poco a la defensiva—. No es nada personal, Rich. Sólo hago mi trabajo.

—Oh, ya lo sé —dice Garvey, dándole al abogado un golpecito en el hombro—. No me quejo.

Pero Doan no es tan fácil de apaciguar. Mientras vuelve a su oficina acompañado por Garvey, suelta una retahila de selectos epítetos dirigidos a su digno adversario.

Los cabellos, los Newport… no eran más que humo, la materia prima de cualquier buen abogado defensor. El humo es la teoría que dice: cuando no quieras discutir las pruebas del Estado, crea tus propias pruebas. No hay duda de que Robert Frazier está dispuesto a subir al estrado y declarar que Vincent Booker fuma Newport.

Garvey sabe que el paquete de cigarrillos puede resultar un problema, y se disculpa ante Doan.

—Estoy seguro de que me encargué de ello en la escena. Es sólo que no recuerdo específicamente cómo.

—No te preocupes por eso —dice Doan caritativamente—, pero ¿podríamos…

—Voy a hablar con Jackie y Henrietta inmediatamente —dice Garvey, adelantándose—. Larry, estoy seguro de que los cigarrillos eran de Lena, pero no recuerdo quién me lo dijo.

—Vale —dice Doan—. Las tonterías sobre los cabellos no me importan un comino, pero sí que se apuntó algunos tantos con lo de los cigarrillos. Tenemos que cerrarle ese camino.

MARTES 20 DE OCTUBRE

El segundo día del juicio, Larry Doan se mueve rápidamente para recuperar el terreno perdido.

—Señoría —dice Dohan en cuanto se reanuda el juicio—. El Estado llama otra vez al estrado a Henrietta Lucas para dos nuevas preguntas.

Polansky se imagina lo que se le viene encima.

—Señorita Lucas —pregunta el fiscal—, ¿era usted consciente de que su madre fumaba en el momento de su muerte?

—Sí —dice la hija mayor de Lena.

—¿Sabe, aproximadamente, cuando había empezado a fumar?

—Más o menos a principios de año.

—Y —pregunta Doan— ¿sabe usted qué marca de cigarrillos fumaba?

—Newports.

Polansky, sentado en la mesa de la defensa, sacude la cabeza. Pero no está dispuesto a rendirse. En su turno de preguntas se esfuerza por dar a entender que Robert Frazier pasaba más tiempo con su amante que su hija mayor y podía saber mejor si Lena fumaba o no. Insinúa que era una coincidencia muy extraña que una mujer de cuarenta años empezara a fumar dos meses antes de morir. Le pregunta a su hija si ha preparado su testimonio con el fiscal, insinuando al jurado la idea de que puede que le hayan dicho qué debía contestar. De nuevo, es un buen trabajo. Otra vez Polansky se gana el jornal. Sin embargo, cuando Henrietta Lucas abandona el estrado después de prestar testimonio durante cinco minutos, el paquete de cigarrillos ya no supone una amenaza real.

Doan sube al estrado a continuación a John Smialek, quien describe la autopsia y la naturaleza de las heridas y aporta como prueba una serie de fotografías en blanco y negro en las que se ven las heridas con todo detalle. Las fotos de la cámara cenital de la calle Penn capturan el exceso de violencia mucho mejor que las que se hicieron en la escena: tres heridas de bala —una con espesas quemaduras de pólvora en el lado izquierdo del rostro, otra en el pecho y otra en el brazo izquierdo—; once heridas de arma blanca en la espalda, más heridas superficiales en el cuello y la mandíbula inferior; y heridas defensivas en la palma de la mano derecha. Lena Lucas aparece ese día en el juzgado en forma de diez fotografías admitidas como prueba a pesar de las continuas objeciones del abogado de Robert Frazier.

Pero los testimonios de la mañana son solo el preludio del combate de verdad, una guerra de credibilidad que se inicia más adelante ese día cuando una chica de diecisiete años, obviamente aterrorizada, pasa frente a Robert Frazier y sube al estrado.

Romaine Jackson está literalmente temblando cuando presta juramento; los miembros del jurado pueden verlo. Se sienta recatadamente, con las manos sobre el regazo y la mirada clavada en Doan, negándose a ver al hombre alto y negro que hay en la mesa de la defensa. Doan, en sus peores pesadillas, imagina a esta testigo viniéndose abajo por el miedo. La imagina incapaz de contestar, incapaz de decir la verdad sobre lo que vio desde su ventana de la calle Gilmor aquella noche, incapaz de recordar las cosas sobre las que han hablado en las reuniones anteriores a la vista. Y sería comprensible e incluso perdonable. El estado de Maryland no le permite ni votar ni comprar una cerveza y, sin embargo, el fiscal del Estado le exige que identifique a un sospechoso de asesinato en una vista pública.

—Me llamo Romaine Jackson —dice suavemente, respondiendo a las preguntas del secretario—. Vivo en el 1606 de la calle West Pratt.

—Señorita Jackson —dice Dohan con su voz más tranquilizadora—, trate por favor de hablar un poco más alto para que las damas y caballeros del jurado puedan oírla mejor.

—Sí, señor.

Tan lenta y calmadamente como le resulta posible, Dohan va formulando las preguntas básicas que llevan a aquella noche en la calle Gilmor, al momento en que estaba mirando por la ventana del tercer piso antes de quedarse dormida. Las respuestas de la chica son casi monosilábicas y el secretario del juzgado le tiene que recordar otra vez que se acerque al micrófono al hablar.

—¿Tuvo usted ocasión en algún momento de ver a su vecina Charlene Lucas frente a su apartamento? —pregunta Doan.

—Sí.

—¿Sería tan amable de decirle a las damas y caballeros del jurado aproximadamente qué hora era cuando la vio?

—Entre las once y las doce de la noche.

—¿Iba sola o con alguien más?

—Con alguien —dice la chica—. Con un hombre.

—¿Está ese hombre en la sala?

—Sí —dice la chica.

—¿Puede señalar a ese individuo?

Los ojos de Romaine Jackson se apartan del fiscal durante medio segundo, lo justo para seguir la dirección que indica su mano derecha que apunta a Robert Frazier.

—Es él —dice en voz baja, la mirada otra vez fija en Doan.

El fiscal avanza lentamente.

—¿Podría describir qué aspecto tenía el acusado esa noche?

—Llevaba un abrigo negro. Y una chaqueta negra como esta.

—¿Llevaba algo en la cabeza?

—Un sombrero.

—¿De qué color?

—Un sombrero blanco —dice, llevándose una mano a la frente—, de golf, con una hendidura y la visera bajada por delante.

Ahora está llorando, lo justo para que se note pero no lo bastante como para que Doan piense en parar. Contestando a las preguntas del fiscal, la chica le cuenta al jurado que Lena y el hombre alto caminaron hacia la casa de ella, que estaba en la puerta de al lado, y que luego desaparecieron de su vista. Les dice que se durmió mientras oía el ruido de una pelea en uno de los pisos más bajos de la casa de al lado y que después se enteró de que había habido un asesinato.

—Señorita Jackson —pregunta Doan—, después de descubrir o de que le dijeran que Charlene Lucas había sido asesinada, ¿fue usted a la policía a contarles lo que había visto?

—No —dice llorando otra vez.

—¿Y, por qué, señorita?

Polansky protesta.

—Se desestima —dice Gordy.

—Estaba asustada —dice la chica—. No quería mezclarme con aquello.

—¿Sigue asustada?

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