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Authors: David Simon

Homicidio (106 page)

—¡ESTOY HASTA LAS NARICES DE TI!

El chico miró a la pared, aterrorizado.

—¿ME HAS OÍDO? ¡BASTA DE CHORRADAS! ¿QUIÉN FUE?

—No lo sé. No vi nada…

—¡ME ESTÁS MINTIENDO! ¡NO ME MIENTAS!

—Yo…

—¡JODER, JODER! ¡TE LO ADVIERTO!

—No me pegue, no…

En la pecera, el amigo del gordito y el tercer testigo, un adolescente negro de la zona sureste, lo oían todo. Y cuando la
blitzkrieg
Landsman avanzó arrollándolo todo a su paso por el pasillo, los peores temores del chico negro pudieron con él. Empezó a temblar como una hoja. El inspector cogió al chico, lo metió en la oficina del teniente y empezó a escupir blasfemias. Todo había terminado en treinta segundos.

Landsman volvió a su despacho al cabo de unos minutos y le dijo al gordito:

—Basta de mentiras. Tu amiguito se ha ido de la lengua.

El chico asintió, casi aliviado.

—No quería dispararle a Jimmy. La pistola se me disparó sin querer, de verdad.

Landsman sonrió, gravemente.

—Se le ha roto la lámpara —dijo el chico.

—Pues sí. Vaya por Dios —respondió Landsman, abandonando el despacho.

Fuera, en el despacho adjunto, Pellegrini saluda a su inspector jefe con una sonrisa y una expresión de disculpa.

—Gracias, jefe.

Landsman se encoge de hombros y sonríe.

—Aún estaría hablando con ellos si no hubieras hecho eso —dice Pellegrini.

—Joder, Tom, tú habrías hecho lo mismo, antes o después —le dice Landsman.

Pero Pellegrini no contesta, algo inseguro. En ese momento, Landsman acaba de dar una lección que es una contradicción, un inquietante contrapeso a la metódica búsqueda de respuestas empíricas en la que Pellegrini tanto cree. La lección de Landsman dice que la ciencia, el análisis y la precisión no son suficientes. Le guste o no, a veces un buen inspector de policía tiene que apretar el gatillo.

JUEVES 22 DE DICIEMBRE

Felices fiestas les desea la Unidad de Homicidios de Baltimore, donde un Santa Claus de porexpán cuelga de la puerta de la oficina anexa, con el rostro destrozado por un profundo y sangriento disparo a bocajarro en medio de la frente del viejo santo. La herida se hizo con un cortaplumas, la sangre con un rotulador, pero el mensaje está claro: Santa, tío, que esto es Baltimore. Ándate con cuidado.

En las paredes reforzadas de metal de la oficina principal, Kim y Linda y las demás secretarias de la sexta planta han colgado unas pocas tiras de papel rojo y dorado, algunos renos de cartón y unos bastoncitos de caramelo. En la esquina noroeste de la oficina está el árbol de la unidad, que este año tiene una decoración austera pero al que se le han ahorrado los despliegues de cinismo de otros años. Hace algunos, unos pocos inspectores sacaron unas cuantas fotos de la morgue de los expedientes, la mayoría, fotos de camellos muertos y de asesinos a sueldo unos cuantos de los cuales habían sido absueltos de cargos de asesinato. Recortando con cuidado, los inspectores liberaron aquellos cuerpos cosidos a balazos de las fotos y, presa del espíritu navideño, pegaron alas dibujadas a mano en los hombros de los muertos. En cierta manera fue muy tierno. Tipos duros como Squeaky Jordán y Abraham Partlow parecían auténticos angelitos colgando así de las ramas de poliuretano.

Incluso los adornos que empezaron como gestos sinceros, parecen pequeños y derrotados de antemano en este lugar en el que las expresiones «paz en la tierra» y «hombres de buena voluntad» no tienen nada que ver con el día a día. En el aniversario del nacimiento de su salvador, a los hombres que trabajan en homicidios no los salva nadie, siguen atrapados en la misma rotación de tiroteos, apuñalamientos y sobredosis. Y, sin embargo, las brigadas que trabajan en el turno de cuatro a doce y durante la Nochebuena reconocerán la Navidad aunque no puedan celebrarla. Porque, qué diablos, una ironía tan grande hay que celebrarla de algún modo.

Un año antes no hubo mucho caos por Navidad, solo un par de tiroteos en el oeste de la ciudad. Pero hace dos años todas la líneas telefónicas estaban ocupadas y el año anterior a ese también fue un auténtico infierno, con dos homicidios domésticos y un asesinato a tiros muy grave que tuvieron a la brigada de Nolan corriendo hasta el amanecer. En esas Navidades, el relevo llegó temprano y se encontró con que los hombres de Nolan sufrían una extraña fiebre navideña y estaban representando una serie de homicidios navideños en la oficina principal.

—¡Zorra! —gritaba Nolan, apuntando con el dedo a Hollingsworth—. ¡Me has regalado lo mismo que el año pasado! ¡BANG!

—Hijo de puta, ya tengo una tostadora —respondía Hollingsworth, devolviéndole el disparo con el dedo a Requer—. ¡PUM!

—¿Ah sí? —decía Requer, disparando a Nolan—. Bueno, pues este año has vuelto a quemar el relleno.

Y su pequeño entremés teatral no estaba tan lejos de la realidad: en un turno legendario de Navidad a principios de la década de 1970, un padre mató a su hijo por una discusión sobre la carne oscura y la carne clara en la mesa de la cena de Nochebuena. Le clavó el cuchillo de cortar carne en el pecho al chico para asegurarse que se le serviría carne primero a él.

Cierto, el capitán siempre se acuerda de que suban al turno de noche un respetable surtido de
delicatessen.
Cierto también que el turno de Navidad es la única noche del año en la que un inspector puede sacar una botella de su escritorio y dejarla en la mesa sin preocuparse de que la vea algún oficial errante. Aún así, el turno de Navidad en homicidios sigue siendo el turno más deprimente que pueda imaginarse. Y la suerte ha querido este año que el cambio de turno de tres semanas de los hombres de D'Addario caiga la mañana del 25 de diciembre. Landsman y McLarney trabajaran con sus brigadas la Nochebuena de cuatro a doce, seguidos por los hombres de Nolan en el turno de medianoche y luego otra vez por los hombres de McLarney que entran en el relevo del turno de día el día 25.

A nadie le gusta ese calendario pero Dave Brown, por su lado, ha encontrado una forma de suavizar su rigor. Siempre se esfuerza por apuntarse pronto para las vacaciones y, este año, con una hija de un año y fervientes sueños de felicidad doméstica, no tiene previsto estar cerca de la Central la mañana de Navidad. Naturalmente, esta absurda noción de Brown se convierte en otra de la larga lista de cosas por las que, en opinión de Donald Worden, es necesario putearlo. Una lista que, resumiendo, es algo así:

1. Brown no ha hecho una mierda con el caso de Carol Wright, que sigue sin ser nada más que un accidente de tráfico sospechoso.

2. Acaba de volver tras cinco semanas de baja médica por una operación en la pierna en el Hopkins, un procedimiento supuestamente necesario por algún tipo de misterioso daño en los nervios o espasmos musculares que un hombre de verdad hubiera ignorado completamente con un par de cervezas.

3. Todavía tiene que demostrar que posea alguna habilidad como inspector de homicidios.

4. El sábado no podrá ir a Pikesville a conseguirle
bagels
de ajo en el turno del domingo porque resulta que ese día es Navidad.

5. Peor aún, tiene los arrestos de marcharse de vacaciones mientras el resto de la brigada tiene que trabajar los dos extremos de un cambio de turno.

6. Y, en definitiva, es un pedazo de mierda.

Worden, con su notable memoria, no necesita escribir en ninguna parte su pequeña y saludable lista. En vez de ello, la mantiene en la punta de la lengua, para así mantener a aquel hombre más joven con él en contacto con algunas de las verdades esenciales de la vida.

—Brown, eres un pedazo de mierda —le dijo en el ascensor hace una semana por la noche—. ¿Sabes cuantos días he estado de baja médica desde que ingresé en el cuerpo?

—Sí, miserable cabrón, lo sé —contestó Brown, levantando la voz—. No has estado de baja ni un apestoso y jodido día. Sólo me lo has contado un millón de veces, maldito…

—Ni un solo día —dice Worden, sonriendo.

—Ni un solo día —dice Brown imitándolo con voz de Falsete—.

¡Déjame en paz de una puta vez!, ¿quieres?

—Pero a ti te duele un poquito la pierna y…

—Era una enfermedad grave —gritó Brown, perdiendo la pacienciacia—. Tuvieron que operarme, una operación peligrosa en la que me podía haber quedado…

Worden se limitó a sonreír. Tenía al pobre chico exactamente donde quería; de hecho, ya hacía semanas que lo tenía allí. Worden se había puesto tan insoportable que después del encuentro en el ascensor, el expediente el caso de Carol Wright regresó repentina y mágicamente del olvido y abandonó los armarios archivadores para ocupar un lugar más destacado en la mesa de David Brown.

—No tiene nada que ver con Worden —insistió Brown en aquel momento—. Este caso lleva jodiéndome durante meses y ya me había propuesto volver a ponerme con él en cuanto me reincorporara después de mi baja médica.

Quizá sí. Pero ahora, desde el otro lado de la sala del café, Worden mira con cierta satisfacción personal cómo el inspector más joven pasa un día volviéndose a familiarizar con la joven billy muerta en el aparcamiento de grava.

Brown repasa el contenido del expediente, volviéndose a familiarizar con los informes de oficina, las fotos de la escena, los seguimientos y las fotos de identificación policial de una docena de sospechosos que no dieron resultado. Lee una vez más las declaraciones de los testigos del Hollywood Bar de Helen, las declaraciones que hicieron borrachos medio groguis que creían que el asesino conducía un Lotus personalizado por las calles de Baltimore. Revisa de nuevo los informes de todas las detenciones que se efectuaron de coches deportivos negros y compactos en los distritos del sur de la ciudad.

No hay nada peor que un asesinato billy, piensa Brown, contradiciendo cualquier opinión que hubiera sostenido antes. Odio a los billy: hablan cuando se supone que tienen que callar, te joden la investigación, te hacen perder tiempo contándote su vida entera. Que se joda este caso, se dice a sí mismo. Que me den un asesinato por drogas en los barrios bajos donde nadie vio nada, medita. Que me den algo con lo que pueda trabajar.

Brown vuelve a leer las diversas descripciones del sospechoso que le dieron los parroquianos, las declaraciones contradictorias sobre la longitud del pelo, el estilo de peinado, el color de sus ojos y todo lo demás. Alinea en la mesa las fotografías de identificación sacadas de un montón de casos viejos y busca algo que encaje vagamente, pero sin una descripción medianamente competente, es una tarea imposible. No solo eso, sino que todas las fotografías de identificación le parecen perturbadoramente parecidas. Le parece que todos aquellos billy miran a la cámara con una mirada de oh-así-que-esto-es-la-foto-de-mi-ficha- policial; todos tienen tatuajes, la dentadura en mal estado y una camiseta sin mangas tan sucia que podría sostenerse sola.

Mira esta escoria, piensa Brown, tomando una foto del montón: un auténtico billy de tomo y lomo. El chico es obviamente un loco de los coches, tiene el pelo negro y liso y lo lleva largo hasta la mitad de la espalda y peinado con la raya en el medio. Tiene los dientes jodidos —vaya sorpresa— y unas cejas rubias muy raras. Joder, el chaval tiene una expresión tan ausente que por sí sola valdría como causa probable para un registro por drogas…

Mierda, tiene las cejas rubias. Muy rubias, piensa Brown, sorprendido.

El inspector sostiene la fotografía de identificación cerca de sus ojos, que saltan arriba y abajo entre el pelo y las cejas del chico. Negro, rubias. Negro, rubias. Oh, por favor, no me jodas; están ahí mismo, en la fotografía, claras como el agua. ¿Cómo coño no las vi la primera vez?, se pregunta buscando el informe que inicialmente venía grapado con la foto.

Está claro que el nombre del chaval llegó cuando la policía lo paró en Pigtown. Algún agente del distrito Sur debió de obedecer a aquella alerta que habían enviado a las patrullas en agosto. Brown encuentra el informe y lo recuerda: el tipo conducía un Mustang negro con techo solar. No era exactamente el tipo de techo extraíble que habían descrito los testigos y el coche tampoco era exactamente un Lotus. Pero se le parecía. Y un Mustang sí llevaría neumáticos bajos de alto rendimiento como los que había descrito el tipo de tráfico. Pero la primera vez que Brown había leído el informe, lo había descartado. El agente del distrito afirmaba de forma inequívoca que el conductor del coche tenía el pelo negro y lo único en que coincidían todos los testigos era en que el acompañante de Carol Wright era rubio. Hacía sólo una semana, después de reabrir el caso, se había molestado en pedir a la sección de identificaciones que le enviaran las fotos de los sospechosos menos viables como aquel. Y sólo ahora se daba cuenta del detalle de las cejas.

—Donald, mira esto.

Worden se acerca, esperando algo poco convincente.

—Esta foto es de un arresto un par de semanas después de mi asesinato. Mira las cejas.

El inspector más veterano estudia la fotografía de identificación y levanta una de sus propias cejas. ¿Por qué diablos un billy rubio iba a teñirse el pelo de negro? Quizá al revés hubiera algún caso, pero ¿de rubio a negro? ¿Cuándo se ha visto que un joven haga eso?

Ha estado fino, admite Worden para sí mismo. Ha estado jodidamente fino.

Puesto que han transcurrido cuatro meses ya no hay muchas esperanzas de recuperar pruebas físicas, así que no será hasta después de fiestas cuando Brown y Worden salgan a la calle a investigar esta nueva pista. Pero cuando sacan al chico de casa de su novia en Pigtown una mañana de enero, el pelo de Jimmy Lee Shrout está teñido de rojo y él se comporta como si los hubiera estado esperando desde agosto. El viejo Mustang, que encuentran frente a la casa de su novia ese mismo día, será remolcado hasta el garaje de Eallsway, donde Worden lo está esperando con un técnico del laboratorio. Con el coche subido en un gato hidráulico, el inspector y el técnico empiezan a retirar las manchas grasientas de los bajos y durante los primeros diez minutos sólo encuentran suciedad, trozos de papel y fragmentos de hojas de árboles, hasta un punto en que el técnico del laboratorio empieza a mofarse de la posibilidad de que quede algo útil en la parte inferior del chasis tanto tiempo después del incidente.

—Bueno —contesta Worden, tirando del extremo de un delgado filamento e intentando soltarlo del eje delantero—, entonces, ¿cómo llamarías a esto?

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