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Authors: David Simon

Homicidio (105 page)

Esta noche, si tiene tiempo, Landsman echará un vistazo a su sección en el tablero y mirará, satisfecho, los renglones escritos en tinta negra. Doce casos cerrados uno detrás de otro, y ahora este extraño apuñalamiento en el interior de una fábrica, mientras trescientos empleados estaban trabajando en el turno de noche. No va a dejar que una chorrada le ponga fin a su racha. ¿Matan a una chica en horario laboral en una fábrica? Esto no se convertirá en un hueso, no señor. Va a ser que no, piensa Landsman. Este caso es pan comido, tiene una clave y sólo tengo que encontrarla.

Al llegar a la fábrica de Lever Brothers esa noche más temprano, Graul y Kincaid habían al segundo piso del edificio principal, donde habían encontrado el cuerpo de Ernestine Haskins, la encargada de la cafetería, de treinta años de edad. Le habían cosido el pecho a puñaladas, pero el corte letal había sido en la yugular. Le habían arrancado el sostén y la blusa, lo cual sugería un móvil sexual; igual que las manchas y el rastro de sangre entre los lavabos individuales y las heridas defensivas en los antebrazos indicaban una breve pelea. El arma, probablemente un cuchillo largo de cocina, no estaba allí.

La cafetería había cerrado después de servir la cena a los empleados, aunque el área no estaba cerrada y cualquier empleado podía acceder a ella. Justo antes de que se descubriera el cuerpo, Haskins y otros dos empleados masculinos estaban limpiando y preparándose para irse. Sólo por ese motivo, tenían que interrogar más detalladamente a los compañeros de Ernestine. Uno había descubierto el cuerpo y el otro había estado con ella en la cocina unos minutos antes.

Mientras esperaban que el turno de la fábrica terminase, los dos inspectores procesaron la escena, recorrieron la cafetería y comprobaron el resto del segundo piso, en busca de un rastro de sangre o de cualquier detalle fuera de lo normal. En el cambio de turno, que se produjo poco antes de la medianoche, Kincaid bajó a la puerta exterior de la fábrica para observar a todos los obreros fichar a la salida, junto al guardia de seguridad, desfilando lentamente frente al policía. Miró a todos los hombres directamente a la cara y luego estudió sus zapatos y los dobladillos de sus pantalones, esperando encontrar manchitas delatoras de color rojo oscuro.

Mientras tanto, Graul siguió una pista que le dio uno de los empleados de la cafetería en el primer interrogatorio, aún en la escena del crimen. Cuando le preguntó si Ernestine Haskins tenía amigos o amantes en la fábrica, el empleado mencionó a un hombre que estaba trabajando precisamente en ese momento. Cuando los vigilantes de seguridad le llevaron a la cafetería, el tipo no demostró ninguna sorpresa al ser informado del crimen. Eso no significa mucho de por sí: el rumor sobre el asesinato se había extendido por toda la fábrica antes de que llegaran los inspectores. Sin embargo, lo que resultaba más extraño era que no tenía ningún problema en admitir que Ernestine Haskins le había interesado. Sabía que estaba casada, pero aún así, le había parecido que era amable con él y que quizá se hubiera apuntado si él le hubiera propuesto ir más allá.

Kincaid y Graul inspeccionaron la ropa del hombre, pero no encontraron manchas ni desgarros. Tenía las manos limpias y sin cortes y no había rasguños ni rastro de heridas en la cara. Aunque lo cierto era que, si resultaba ser el asesino, había tenido tiempo de limpiarse mucho antes de que apareciera la policía. Llegó el coche patrulla; se llevaron a la Central tanto al pretendiente como a los dos empleados de la cafetería.

Después de dos horas en la escena del crimen, los dos inspectores volvieron a la oficina. Landsman había distribuido a los tres recién llegados en sendas salas, donde, en su opinión, habían hecho gala de un comportamiento roedor.

La Primera Ardilla, el empleado de cafetería que le había dado a Graul la pista sobre el pretendiente, siguió colaborando solícitamente con los inspectores y sugiriendo todo tipo motivos que podrían haber llevado al tipo a asesinar a Ernestine. El otro empleado, la Segunda Ardilla, no parecía saber nada del asesinato de su jefa. Y la Tercera Ardilla, el obrero de la fábrica que se había sentido atraído por Ernestine, parecía ahora extrañamente indiferente ante su muerte violenta, como si no fuera más que otro incidente cotidiano en la fábrica.

Después de pasarse una hora contrastando las versiones, yendo y viniendo, comprobando lo que decía uno y verificando las afirmaciones de otro, Landsman ya se había formado no una, sino varias, opiniones. La Segunda Ardilla, el que estaba en la sala grande, era un imbécil descerebrado. Quizá también, culpable. La Primera Ardilla, que esperaba en el cubículo, era jodidamente amable, demasiado. Amablemente culpable, pues. Y la Tercera Ardilla, que esperaba en la pecera, era un capullo y seguro que, además, era culpable.

Y ahora, después de tres horas de investigación, Landsman mira como Kincaid regresa a la sala donde Graul sigue escuchando, resignado, una retahila de mentiras. Empieza a amanecer y hasta ahora Landsman ha sido la viva estampa de la paciencia. No ha habido gritos. Ni interrogatorios salvajes. Ni humor sádico entre el caos de la investigación criminal.

En parte, Landsman se contiene porque este es aún el segundo caso de Graul y está intentando no agobiar al nuevo inspector; y también porque Ernestine Haskins —como Latonya Wallace— parece una verdadera víctima. No importa lo que le hayan hecho a Landsman dos décadas en el departamento, pero le han enseñado la diferencia entre un crimen y un asesinato. Después de todo, una cosa es que el inspector se eche unas risas con los agentes cuando están frente al cuerpo de un camello muerto; y otra cosa muy distinta, comportarse así cuando la muerta es una esposa joven y con la blusa arrancada, el cuello rebanado y el marido esperándola en el aparcamiento. Incluso para Landsman, hay cosas que no son graciosas. Y a pesar de su reputación, sabe que hay momentos en que una bronca no es lo más aconsejable. Durante horas, deja que Graul y Kincaid lleven el peso de la investigación, esperando a que se les acaben las preguntas para tomarles el relevo. A primera hora de la mañana, cuando los responsables de la cafetería llaman a la unidad de homicidios para decirles que falta la recaudación del día en la caja fuerte de la cocina, Landsman recupera su actitud habitual.

—¿Qué coño es esta mierda? —dice entrando de nuevo en la salita.

La Primera Ardilla mira sorprendido a Landsman cuando éste hace su aparición.

—¿Qué rollo nos estás contando?

—¿Cómo?

—Esto es un atraco.

—¿El qué?

—Este jodido asesinato. Falta la recaudación del día.

El empleado sacude la cabeza. Yo no he sido, le dice a Landsman, pero quizá quiera hablar con el otro chico que trabaja en la cocina. Siempre hablaba de quedarse con la pasta. Intentó convencerme para que lo hiciéramos juntos.

Landsman reflexiona, da la vuelta girando sobre sus talones y se dirige hacia la sala grande, donde el pretendiente de la chica —que ahora parece haberse olvidado de ella— está aporreando la puerta porque quiere ir al baño.

—Agentes…

—Un segundo —grita Landsman, y se dirige hacia la pecera, donde espera el segundo empleado.

—¡Tú! —le dice a la Segunda Ardilla— ¡Levántate!

El hombre sigue a Landsman por el pasillo hasta el cubículo, que ahora está vacío porque Graul ya ha llevado al primer empleado a la pecera, atravesando la oficina principal. Sillas musicales para las ardillas.

—¿Qué has hecho con el dinero? —le dice Landsman, amenazador.

—¿Qué dinero?

Pregunta equivocada. Landsman empieza a presionar a la Segunda Ardilla: le dice que lo saben todo del robo, que es un crimen muy serio, que han oído que le había echado el ojo a la caja fuerte, que Ernestine Haskins los descubrió y se enfrentó al jefe de la banda en el lavabo y la mataron para que no se fuera de la lengua.

—No sé nada de ningún dinero.

—Eso no es lo que dice tu amiguito.

El tipo mira a su alrededor en busca de algo a lo que agarrarse. Kincaid y Graul le devuelven la mirada, impasibles.

—Pero, ¿estás tonto? —dice Landsman—. Él te ha denunciado.

—¿Qué…?

—Que dice que tú la mataste.

—¿Yo…?

Joder, piensa Landsman. ¿Es que tengo que dibujártelo, o qué? Lenta y penosamente, la Segunda Ardilla se pone al día.

—¿Dice que yo la maté?

—Exactamente.

—Fue él —dice el hombre, enfadado—. Él lo hizo.

Bien, piensa Landsman, regresando a la oficina. Puedo trabajar con esto. Después de todo, acaban de transformar un hueso duro de roer en un simple caso de disyuntiva preposicional: y/o. Ahora a un buen inspector sólo le queda poner a la Primera y la Segunda Ardilla juntos en la misma jaula.

Pero al girar la esquina de la pecera, Landsman llega demasiado pronto y pilla a la Primera Ardilla metiendo fajo tras fajo de billetes en el forro de la chaqueta de su compañero de trabajo.

—¿QUÉ COÑO TE CREES QUE ESTÁS HACIENDO?

El joven se queda congelado: le han pillado con las manos en una masa muy, muy grande.

—¡DAME ESO, JODER! —grita Landsman, agarrando al tipo del brazo y arrojándolo de nuevo al pasillo.

El forro está repleto de billetes de cinco, de diez y de veinte. El resto del dinero está aún en los bolsillos interiores de la chaqueta del tipo. La Primera Ardilla mira a Landsman con ojos de corderito mientras Graul y Kincaid se acercan corriendo al oír los gritos.

Landsman sacude la cabeza, asombrado.

—Estamos ahí, hablando con este tipo, y el jodido hijo de puta está sentado en el sofá y voy y lo pillo metiendo la pasta en el abrigo del otro.

—¿Ahora mismo? —dice Kincaid.

—Sí, justo ahora. Acabo de cazarlo.

—Joder.

—Pues sí —dice Landsman, riéndose por primera vez en toda la noche—. ¿A que es para morirse?

Horas después, el culpable confiesa el asesinato a su manera («Le puse el cuchillo en el cuello pero no la maté. Debió de moverse o algo así»), y Landsman se sienta en el despacho grande para repasar el caso, mientras Graul mecanografía la orden.

—Todas esas chorradas que nos contaba sobre este y aquel —le dice Landsman a Kincaid—. Debería de haberme dado cuenta antes.

Quizá sí, y quizá eso encierra una lección. Cuando trabajas con asesinatos, la preparación, la paciencia y la sutileza sólo te ayudan hasta cierto punto; a veces, si se supera una cantidad determinada de precisión, pasa a ser una carga. Por ejemplo, Tom Pellegrini, que se pasa la noche del asesinato de Ernestine Haskins igual que ha pasado muchas otras noches en los últimos dos meses, en busca de un enfoque racional para algo que no lo es, porque no hay explicación científica en un lugar donde nada es exacto. El método de la locura de Landsman se basa en una lógica dura y pragmática, que nace del cruce entre impulso y rabia repentina. La locura de Pellegrini, en cambio, se expresa como una búsqueda obsesiva de la gran respuesta racional.

En el despacho anexo, el escritorio de Pellegrini está decorado con una docena de testimonios de su solitaria y quijotesca campaña. Material de lectura sobre nuevas técnicas de interrogatorio, currículums de entrevistadores profesionales y compañías privadas especializadas en la planificación de interrogatorios, libros sobre comunicación no verbal y el lenguaje corporal, incluso algunos informes de una entrevista con una médium que Pellegrini organizó con la esperanza de que las técnicas de investigación extrasensorial fueran más fructíferas que la mayoría de las estrategias habituales. Está todo apilado al lado del expediente de Latonya Wallace.

Para Pellegrini, hay que tener en cuenta el otro lado: el instinto no basta, y la emoción puede vencer a la razón. Han interrogado dos veces al Pescadero en uno de los cubículos, y dos veces han optado por confiar en sus instintos, en la experiencia acumulada de los agentes. En ambas ocasiones, ha vuelto a su casa en coche patrulla. Y sin confesión —Pellegrini lo sabe muy bien— no tiene nada más que darle a esta investigación. Los testigos jamás aparecerán, o quizá ni siquiera existieron. La escena del crimen será un misterio para siempre. Jamás podrán recuperar pruebas de ningún tipo.

En su última oportunidad con el Pescadero, el inspector principal del caso Latonya Wallace deposita todas sus esperanzas en la razón y en la ciencia. Landsman puede llevarse por delante a otros veinte sospechosos igual que ha hecho con el asesino de Ernestine Haskins, pero Pellegrini seguirá pensando lo mismo. Ha leído y estudiado y revisado cuidadosamente los anteriores interrogatorios a los que ha sometido a su mejor sospechoso. Y en el fondo de su corazón, cree que debería de existir alguna certeza, un método por el cual extraer la confesión deseada de un hombre culpable como si se derivase de una ecuación que los inspectores de Baltimore aún no han sabido formular.

Sin embargo, un mes antes, cuando Pellegrini estaba rumiando el caso del segundo tiroteo accidental, Landsman volvió a demostrar que la cauta racionalidad era una carta inútil para la partida que juegan los inspectores. También en esa ocasión había esperado en el banquillo mientras su inspector interrogaba a tres testigos distintos que ofrecian explicaciones distintas para un tiroteo que había matado a un adolescente, un nativo americano. Estaban bebiendo cerveza y jugando a videojuegos en el salón, decían todos. De repente llamaron a la puerta del apartamento. Y apareció una mano por la puerta entreabierta. Y esa mano sostenía un arma. Y luego disparó un único y repentino disparo.

Pellegrini hizo que los jóvenes repitieran sus versiones una y otra vez, esperando a que aparecieran las microseñales subliminales, como dicen los manuales de detección de mentiras. Se fijó en que los ojos de uno se iban hacia la derecha cuando respondía; según el libro, es que mentía. Otro se retrepó sobre la silla cuando Pellegrini se inclinó hacia él; según el libro, era un introvertido, un testigo al que no podía presionar rápidamente.

Con el inspector jefe esperando, Pellegrini repasó las declaraciones durante más de una hora, detectó algunas contradicciones y destapó unas cuantas mentiras obvias. Lo hizo metódica y pacientemente. No le sirvió de nada.

Poco después de la medianoche, Landsman decidió que ya tenía bastante. Arrastró a uno de los crios, el gordito, hasta su despacho, cerró la puerta de golpe y se dio la vuelta furioso, mientras descargaba un puñetazo en el escritorio. La bombilla fluorescente tembló, se rompió en pedazos contra el linóleo y el chico se protegió, temiendo una lluvia de golpes que nunca llegó.

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