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Authors: David Simon

Homicidio (114 page)

Recordé la observación de Lansey y le escribí al comisionado de la policía de Baltimore, Edward J. Tilghman. ¿Sería posible, le pregunté con fingida inocencia, observar a sus inspectores durante un año?

Sí, me dijo. Sería posible.

Hasta el día de hoy, aún no sé por qué tomó esa decisión. El capitán responsable de la unidad de homicidios se oponía a la idea, y también el comisionado adjunto, el número dos del departamento. Y una breve encuesta entre los inspectores reveló rápidamente que pensaban que era una idea horrible dejar que un periodista husmeara en la unidad. Para mi inmensa suerte, un departamento de policía es una organización paramilitar con una rígida cadena de mando. No es, de ninguna manera, una democracia.

Jamás logré preguntarle a Tilghman el motivo de su decisión. Murió antes de que se publicara el libro e incluso antes de que yo terminara el proceso de documentación. «¿Que por qué te dejó entrar?», me dijo Rich Garvey un día. «Pues porque tenía un tumor cerebral. ¿Qué otro motivo podía tener?».

Tal vez. Pero años más tarde, el comandante del Departamento de Investigación Criminal, Dick Lanham, me dijo que había otras razones más sutiles. Cuando le preguntaron por mi presencia en el cuerpo, Tilgham dijo que los años que había pasado como inspector de homicidios habían sido los mejores de su carrera. Supongo que me gusta creer que sus motivos eran tan puros como eso, aunque Garvey seguramente tampoco iba desencaminado.

En cualquier caso, llegué a la unidad en enero de 1988 con el improbable cargo de policía becario, y pasé el día de Año Nuevo con los policías que estaban de guardia —los diecinueve inspectores y supervisores, todos hombres— en el turno del teniente D'Addario.

Las reglas eran bastante sencillas. No podía comunicar lo que veía a mi periódico y tenía que obedecer las órdenes de los inspectores jefe y de los inspectores a quien seguía. No podía citar a nadie directamente a menos que aceptaran que sus nombres salieran a relucir. Y cuando tuviera el manuscrito listo, la división jurídica del departamento lo revisaría. No para censurarlo, sino para asegurarse de que no revelaba detalles clave de juicios o casos pendientes. Al final, no hubo ningún cambio después de la revisión departamental.

Turno tras turno, mientras los inspectores me miraban cansados, llené libretas de notas con lo que, hoy en día, me parece un frenético flujo de conciencia de frases, detalles, datos biográficos e impresiones generales. Leí todos los expedientes de los inspectores de la unidad del año anterior y también los de los casos de homicidio más importantes que había cubierto cuando era periodista de sucesos: los tiroteos de la casa Warren, los asesinatos Bronstein y la pelea entre bandas de Barksdale en los bloques Murphy, del 82; y el crimen de Harlem Park del 83. No podía creerlo: iban a dejarme entrar en la oficina administrativa y pedir los expedientes de todos los casos que yo quisiera, para revisarlos a placer. No me echaban de las escenas del crimen, ni de las salas de interrogatorio. No podía creer que el alto mando del departamento no cambiara de opinión de forma colectiva, que no me arrebataran la tarjeta de identificación y me arrojaran como un perro a la calle Frederick.

Pero los días se convirtieron en semanas y los inspectores —hasta las almas cautas que cambiaban el tono de voz cuando yo aparecía— pronto se olvidaron de actuar, de fingir que eran personas distintas de las que eran.

Aprendí a beber. Invitaba a algunas rondas de vez en cuando y los policías no perdían la oportunidad de invitarme a su vez, para demostrarme que tenía mucho que aprender. Una noche, mientras salía tambaleándose del Market Bar, Donald Worden —que me había dejado seguirle a todas horas, pero sin disimular un cierto desprecio— me miró furioso como si me viera por primera vez y gruñó: «Está bien, Simon. ¿Qué coño quieres saber? ¿Qué cojones crees que vamos a enseñarte?».

No supe qué decirle. Tenía libretas y libretas de notas apiladas en mi escritorio, una torre de detalles aleatorios marcados con puntos que me confundía y me intimidaba. Intenté trabajar seis días a la semana, pero mi matrimonio se iba al garete y, a veces, trabajé siete días. Si los inspectores se iban de cañas después de trabajar, a menudo les seguía.

Cuando había turnos de noche, en ocasiones, hacía doblete, llegaba a las cuatro y me quedaba durante todo el turno, hasta la madrugada. Otras veces, salíamos a las doce y bebíamos hasta el amanecer. Volvía a casa tropezando por las esquinas y dormía hasta que anochecía. Para mi sorpresa, descubrí que si te obligas a beber después de una noche de borrachera, te sientes algo mejor.

Una mañana de febrero, tenía resaca y llegaba tarde al pase de lista de primera hora. Worden me llamó para decirme que habían encontrado una niña muerta cerca de Reservoir Hill. Llegué a la escena del crimen diez minutos después, contemplé el cuerpo destripado de Latonya Wallace y el principio de una investigación que se convertiría en la espina dorsal de este libro.

Me concentré en el caso. En Pellegrini, el nuevo. En Edgerton, el inspector secundario, un lobo solitario, y en Worden, la conciencia gruñona de la unidad. Hablé menos, escuché más y aprendí a sacar el bolígrafo y la libreta de notas discretamente, para no alterar los delicados momentos de la vida cotidiana de la brigada.

Al cabo de un tiempo, como había devorado todos los documentos relacionados con el caso y había presenciado más de un turno en donde los inspectores repasaban sus notas, me convertí en una especie de mostrador básico de información:

—¿Dónde está Barlow?

—En los tribunales. Parte dieciocho.

—¿Está Kevin con él?

—No, está en con los abogados.

—¿Con quién?

—Rick James y Linda. Garvey también ha ido.

—¿Quién lleva el caso de Payson, el de ayer por la noche?

—Edgerton. Se fue a casa después de pasar por la morgue y vuelve a las seis.

Pero sobre todo, para estos hombres yo era una excusa cómica, una distracción veinteañera y divertida, «como un ratoncito atrapado en una jaula llena de gatos», como dijo Terry McLarney. «Tienes suerte porque estamos muy aburridos».

Si me iba a una autopsia, Donald Steinhice ponía su mejor voz y me estudiaba mientras yo miraba los cadáveres, igual que Dave Brown me arrastraba al restaurante de la calle Penn para comer un plato abyecto de
chorizo
con huevos, y medir así el temple del novato. Si estaba presente en un interrogatorio exitoso, Rich Garvey se volvía hacia mí y me preguntaba si tenía alguna pregunta, y se burlaba abiertamente de mis torpes impulsos periodísticos. Y si caía rendido en el turno de medianoche, me dejaban Polaroids que me habían sacado mientras dormía, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta y sendos inspectores imitando una felación, con los pulgares saliendo por sus braguetas.

McLarney redactó mi hoja verde, la evaluación semi-anual que los policías de Baltimore tanto odian. «Metomentodo profesional», escribió en el resumen de mis actividades. «Las responsabilidades del becario Simon no están definidas, aunque su higiene es satisfactoria y parece saber bastante acerca de nuestras actividades. Sus apetitos sexuales siguen siendo sospechosos, no obstante».

En casa, en un colchón en el suelo del dormitorio, puesto que la mayoría de los muebles ya estaban en casa de mi ex mujer, me pasaba horas llenando páginas blancas en el portátil, con divagaciones hiperbólicas, vaciando las libretas de notas, intentando organizar todo lo que veía cada día en expedientes separados, en biografías y cronologías con algún sentido.

El caso Latonya Wallace siguió abierto. Me mortificaba, no sólo porque un asesino andara libre y porque la ejecución de una niña hubiera quedado impune. No, estaba demasiado concentrado en el manuscrito que pronto tendría que redactar como para perder un instante pensando en términos morales. En lugar de eso, me preocupaba el hecho de que el libro no tuviera un climax, que su conclusión quedara abierta, vacía y fallida.

Bebí más, aunque hacia verano los inspectores, quizá por pena, me invitaban tanto como yo a ellos para que no reventara mi tarjeta de crédito. Con el fin de evitar el quid de la cuestión —escribir, realmente— desperdicié una o dos semanas entrevistando a los inspectores en profundidad, con una grabadora, y obtuve el tipo de material en el que la gente que lleva meses siendo honesta y directa hablan a un micrófono y de repente son conscientes de que la posteridad está ahí.

Edgerton resolvió otro caso de asesinato de una niña y, sin saberlo, la madre de la víctima se convertiría en uno de los personajes principales de mi siguiente libro,
La esquina.
Ella Thompson empezó a existir un día, en una puerta de la calle Lafayette, en el rostro de una madre desencajado por el dolor. Cuatro años después, entraba por casualidad en un centro recreativo de la calle Vincent y me di de bruces con ella —accidentalmente— cuando empezaba a contar otra historia, esa que incluso los mejores investigadores sólo pueden entrever.

Durante ese año en la unidad de homicidios, jamás sentí que me había integrado. Lo cual no tenía la menor importancia, en ningún sentido. No para mí, al menos. Me comportaba como debía, y en las escenas del crimen y en los juzgados hacía lo que me indicaban los inspectores y los supervisores. En última instancia, me lo pasé muy bien y disfruté inmensamente de la compañía de esos hombres. Durante cuatro años había escrito sobre asesinatos de una forma agarrotada, bidimensional; llenaba las columnas de la sección metropolitana con el tipo de periodismo que reduce la tragedia humana, especialmente allí donde las víctimas son negras o mestizas, a pedazos de información, fáciles de digerir y sin personalidad:

Un hombre de 22 años de la zona oeste de Baltimore fue abatido ayer en un cruce de calles cerca de su casa, en un incidente presuntamente relacionado con el tráfico de drogas. Los inspectores no cuentan con motivos o sospechosos para este caso, según informó la policía.

Antwon Thompson, residente en el bloque 1400 de la calle Stricker, fue descubierto por unos agentes que acudieron a la llamada…

De repente, me habían concedido acceso a un mundo oculto, si no abiertamente ignorado, por ese desapasionado periodismo. No estaba frente a asesinatos que cambiaran el curso de la actualidad política. Ni tampoco eran carne de obras teatrales perfectamente montadas que rezumaran moralidad. En verano, cuando el número de víctimas subió tanto como la temperatura de Baltimore, comprendí que estaba en realidad en una fábrica. Era investigación criminal en cadena, un sector en creciente expansión para el cinturón industrial de una América que había dejado de fabricarlo prácticamente todo, excepto corazones destrozados. Quiza, me dije, es precisamente lo ordinario que es todo esto lo que lo convierte en algo bueno, extraordinario.

Fueron a por el Pescadero por última vez en diciembre. No confesó. Latonya Wallace no sería vengada. Pero para entonces había visto suficiente para aceptar que el final ambiguo y vacío era el correcto. Llamé a John Sterling, mi editor en Nueva York, y le dije que era mejor así.

—Es real—dije—. Es así como funciona el mundo, o como no funciona.

Estuvo de acuerdo. De hecho, se había dado cuenta antes que yo. Me dijo que empezara a escribir y después de mirar la pantalla en blanco del portátil durante dos semanas, preguntándome cómo tecleas la primera jodida palabra de un jodido libro, volví al Market Bar con McLarney, que se balanceaba al ritmo de la novena lata de Miller Lite y me miró, divertido, cuando le conté mis apuros.

—¿Pero tú no te ganabas la vida escribiendo?

Algo así. Pero no un libro.

—Ya sé de qué vas a escribir.

Pues dímelo.

—La cosa no va de asesinatos. Quiero decir que tendrás que hablar de los muertos y eso para tener algo que decir. Pero eso es palabrería.

Le escuché atentamente.

—Vas a escribir sobre nosotros. Sobre los agentes y los inspectores de la brigada. Sobre cómo hablamos y lo que nos decimos y lo furiosos que nos ponemos y lo divertidos que somos a veces y toda la mierda que pasa en esa oficina.

Asentí. Como si lo hubiera sabido desde siempre.

—He visto que tomas notas cuando estamos tocándonos los huevos, sin nada que hacer. Nos quejamos y pateleamos como imbéciles y tú lo apuntas. Contamos un chiste verde y tú lo apuntas. Decimos o hacemos algo y ahí estas tú, tu jodido bolígrafo y tu libreta y esa cara rara que pones. Y joder, vaya si no te hemos dejado apuntar cosas.

Y luego se echó a reír. Se reía de mí, o conmigo. Jamás he estado muy seguro.

El libro vendió algunos ejemplares. No llegó a la lista de los más vendidos, pero vendió lo suficiente como para que Sterling estuviera dispuesto a pagarme si se me ocurría una idea para otro volumen. Roger Nolan me confiscó mi tarjeta de identificación policial y yo volví al
Baltimore Sun.
Los inspectores volvieron a un mundo dónde nadie les estudiaba. Y exceptuando algunas reacciones viscerales de pánico de los altos mandos del departamento, en las que amenazaron con acusar a toda la unidad de conducta no apropiada para un agente de policía —la cruda agudeza y la galopante blasfemia de sus subalternos dejó a los coroneles y a los comisionados adjuntos boquiabiertos: ¡qué escándalo, qué escándalo!—,
Homicidio
tuvo la misma y discreta acogida que suele saludar a la mayoría de la no ficción narrativa que se publica.

Desde luego, el hecho de que la historia transcurriera en Baltimore no ayudó. El editor de
The New York Times Book Review
al principio no quería reseñar el libro, porque declaró que era una obra regional. Unos pocos periodistas de sucesos de otros periódicos hicieron comentarios bastante elogiosos. Una noche, cuando estaba haciendo horas extra revisando una tabla de temperaturas para la sección meteorológica, William Eriedkin llamó desde Los Ángeles para decirme lo mucho que le había gustado el libro.

—¿William qué?

—Friedki. Dirigí
French Connection
y
Vivir y morir en Los Ángeles.

—Álvarez, deja de tocarme las narices. Voy retrasado con la jodida tabla meteorológica.

Después de un par de incidentes por el estilo, los ejemplares en tapa dura desaparecieron de las mesas de novedades y pasaron a la sección de no ficción, en la estantería de criminología. Volví al
Baltimore Sun,
recuperé el ritmo de siempre y empecé a saludar a los inspectores desde el otro lado del precinto policial. Una vez, en un triple asesinato en el norte de Baltimore, perdí los estribos y me enfadé con Terry McLarney cuando éste no quiso salir de la escena del crimen, en el interior de una casa, para contarme lo que había pasado aunque yo iba retrasado en la entrega de mi artículo. Como al día siguiente, cuando me pasé por la brigada y debí de ponerme bastante pesado con el tema, porque Donald Waltemeyer explotó repentinamente y saltó de su silla como una ráfaga de balas del 45.

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