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Authors: David Simon

Homicidio (115 page)

—Joderostiayá, Simon. Escúchate un poco. Eres como uno de esos abogados defensores que te sube al estrado y te pregunta si es verdad, Inspector Waltemeyer, que se tiró a una tía en 1929. ¿Y a quién le importa una mierda? McLarney estaba ocupado en la escena y no le importaba un higo tu jodida entrega. Así que vete a la mierda y dile a tu periódico que se vaya a la mierda y deja de portarte como un jodido abogaducho con nosotros.

Miré a McLarney, que se reía, tapándose la cara con el abrigo.

—Joder, un año entero aquí —concluyó Waltemeyer— y sigues siendo una puta remilgada.

La reconfortante normalidad.

Y todo habría seguido igual de no ser porque Barry Levinson compró los derechos del libro y lo transformó en una serie para la NBC, y eso revolucionó nuestro pequeño y autónomo mundo. De repente, Edgerton era un inspector orgulloso como un pavo real, de lo más intelectual, llamado Pembleton. A McLarney lo sacaron calvo, con un bigote divertido, y le colgaron una obsesión por el asesinato de Lincoln. Y a Worden lo encarnaba ese actor —¿cómo se llamaba?—, al que le daban por saco en
Deliverance.
¿Ya Garvey? Joder, le pusieron pelo rojo y tetas. Lo convirtieron en una mujer.

Para mí,
Homicidio
fue un extraño ahijado, al principio. Admiraba su contenido dramático y la habilidad profesional de los que habían construido la serie; y recuerdo que defendí la voluntad de los creadores frente a los inspectores que la habían inspirado y su derecho a ficcionalizar la realidad como una licencia necesaria para una narración señalizada. A mí, desde luego, me alegró que el libro fuera redescubierto gracias a la televisión. Antes de que la NBC terminara la emisión de los capítulos, se habían vendido unos doscientos cincuenta mil ejemplares. Pero la realidad era que yo albergaba sentimientos ambivalentes.

Después de leer los tres primeros capítulos guionizados de la serie, le escribí un largo memorándum a Barry Levinson y a Tom Fontana, donde les explicaba detalladamente diversos procedimientos y técnicas de investigación y otros requisitos legales. No se puede registrar el domicilio de un sospechoso en busca de un arma porque el inspector ha soñado que estará ahí. La causa probable es un elemento imprescindible para obtener una orden de registro firmada por un juez, y cosas así… Un largo etcétera.

Después de eso, Fontana empezó a llamarme «el chico de la no ficción», y no fue precisamente con mucho cariño.

Fui al estudio de rodaje un par de veces mientras grababan la serie, y me quedé mirándolos como un turista cualquiera. Los inspectores en persona también se presentaron por ahí, generalmente acompañados de sus esposas o de sus novias, que querían conocer a los protagonistas de la serie. A unos pocos les ofrecieron ser asesores técnicos y sentarse frente a los monitores de video para dar su consejo cuando se lo preguntaban y, a veces, para desconsuelo de la productora, también cuando no.

En este sentido, se produjo un momento entrañable cuando Harry Edgerton fue testigo de cómo Frank Pembleton —su álter ego en la serie— pedía un
whisky
con leche en un bar y gritó: «¡Corten!».

Barry Levinson se giró hacia su asesor técnico como si éste fuera una nueva especie digna de estudio. Los ayudantes de dirección y los productores ejecutivos júnior se apresuraron a arreglar el desaguisado.

—Pero es que yo jamás bebería esa porquería —insistió Edgerton, más tarde—¿
Whisky
con leche? Pero Dave, en serio, ¿qué va a pensar la gente que me conoce?

Con el tiempo, Gary D'Addario —un hombre conocido por su tacto y discreción— terminó convirtiéndose en el único asesor técnico de la serie y más adelante incluso interpretó un papel, el de comandante táctico. Y cuando la novedad de la serie se apagó, los demás inspectores perdieron interés. También yo, pues sentí que sobraba, como debe de pasarles a todos los autores cuando están en un estudio de rodaje.

Para ser justos, uno de los productores, Gail Mutrux, me preguntó si quería intentar escribir el guión del piloto. Como ignoraba hasta un extremo ridículo lo mucho que pagan por eso, le dije que no, explicándole a Gail —que era la que había leído
Homicidio
y se la había recomendado a Levinson— que lo mejor era que buscase a alguien que supiera de series de televisión, al menos para que el proyecto tuviera posibilidades serias de despegar. Si querían, yo me ofrecía a colaborar en algún guión posterior, cuando las bases del programa estuvieran fijadas y desarrolladas.

Fontana y Levinson aceptaron. Y luego, ese guión, que escribí a cuatro manos con David Mills, un amigo que conocí en la universidad, les pareció tan terriblemente oscuro y desesperanzador a los ejecutivos de la NBC que no permitieron que se rodara durante la primera temporada de la serie. Sólo un año después, durante los cuatro episodios de la segunda temporada, rodaron el episodio, y fue porque Robin Williams había aceptado ser la estrella invitada.

Aún tengo el primer borrador de ese guión, con las notas de Tom Fontana en espesa tinta roja. Nuestras escenas eran largas, los monólogos aún más largos, y las secciones descriptivas estaban contaminadas con las indicaciones típicas de un aprendiz novato. Después de que Tom y Jim Yoshimura añadieran escenas adicionales para la estrella —y cortaran los diálogos de los demás personajes— quizá la mitad del guión nos correspondía a Mills y a mí.

Pensé que era una derrota personal, incluso después de que el episodio ganara el premio del
Writer's Guild of America,
así que me recordé que yo pertenecía a otro lugar. En el
Baltimore Sun,
a mi ritmo, empecé a trabajar en el segundo libro, un año en la vida de una esquina de traficantes en Baltimore Oeste. Mills, en cambio, dejó su puesto en el
Washington Post
y se fue a Hollywood, y después de que le contrataran en
Canción triste de Hill Street
me llamó para contarme que cualquier
freelance
que logra meter la mitad de lo que escribe en un guión que vaya a rodarse puede estar más que satisfecho.

Así que después de escribir un segundo guión para
Homicidio
—esta vez, rodado con pocos cambios—, di el salto. Me ayudó que mi periódico —que una vez había sido una gran dama venerable, aunque algo recatada— se hubiera convertido en el terreno de juego de un par de sinvergüenzas de Filadelfia, dos imbéciles sin ningún tipo de preparación periodística para quiénes el apogeo de un reportaje constituía una crónica en cinco partes cuyo segundo párrafo empezaba: «Según ha podido descubrir
Baltimore Sun»
y luego ofrecía un par de páginas hinchadas como un buñuelo repletas de bestialidades simplificadoras y soluciones aún más simples.

Una fiebre de Pulitzer recorría los pasillos y se empezó a cimentar el mito de que nadie sabía hacer su trabajo hasta que el actual régimen no bajase las tablas de la ley del Monte Sinaí. Regresé de mi labor de documentación para
La esquina
a una redacción deprimida y deprimente, y aún más cuando los veteranos de más talento empezaron a emigrar a otros periódicos que les fichaban gustosamente. Por fin, la reducción de costes y la propiedad externa al periódico terminó por destrozarlo, pero aún a mediados de los noventa, había suficiente fraude y lujuria
pulitzeriana
en el
Sun
como para hacerme comprender que lo que había amado de ese periódico ya no existía y que al final, el artificio de una serie televisiva, en comparación con la campaña artificial en pos del ansiado Pulitzer, ya no era un pecado tan mortal.

Me fui con el ahijado: Tom Fontana y su equipo me enseñaron a escribir guiones para la televisión, y llegó el día en que me enorgullecí de trabajar con él. Y cuando se publicó
La esquina,
estaba listo, junto a Mills, para contarle esa historia a la HBO.

En cuanto a los inspectores, la mayoría aceptó que
La esquina
era una historia legítima, narrada con ecuanimidad. Después de un tiroteo en el cruce de Monroe con Fayette, Frank Barlow cruzó el precinto para charlar conmigo de los viejos tiempos y me preguntó cómo iba el nuevo proyecto, un acto de confraternización que tuve que explicar durante varios días a los drogadictos y camellos y matones con los que ahora me relacionaba diariamente para documentar el libro. Pero otros policías consideraban que el segundo libro era algo parecido a una traición: era una historia que no estaba escrita desde el punto de vista de los incólumes oficiales de Baltimore, sino que daba voz a los perseguidos.

A principios de los noventa, la persecución se había vuelto brutal y despiadada. Cinco años después de escribir
Homicidio,
la epidemia de la cocaína había calentado la economía del mercado de las drogas en Baltimore y transformado el centro urbano. Donde antes había un par de docenas de puntos de venta, ahora había cientos de esquinas con oferta de drogas. Y los 240 crímenes que la unidad de homicidios debía resolver al año se habían convertido en más de 300. El porcentaje de casos resueltos bajó ligeramente, los jefes se pusieron nerviosos y por fin, cundió el pánico.

Desde el reino de Donald Pomerleau, la jefatura del departamento de policía de Baltimore se había movido en términos más bien mediocres, pero sólo cuando llegaron las guerras de la cocaína se reveló lo catastrófico que eso había sido. Una cosa era tener un comisionado medio senil ocupándose de un departamento que funcionaba más o menos en 1981, cuando el
crack
y el
speedball
sólo eran un rumor en Baltimore. Una década después, el liderazgo firme era una necesidad fundamental y, por primera vez desde 1966, la ciudad contrató a un comisionado venido de otro lugar, lo cual implicó que había llegado el momento del borrón y la cuenta nueva.

Y así fue. Pero en el peor sentido posible, porque Thomas Frazier, que llegó con un aire de absoluta confianza desde San José, logró destrozar casi sin ayuda de nadie toda la unidad de homicidios del departamento de policía de la ciudad de Baltimore.

Para empezar, a Frazier le importaba un comino el hecho de que todo organismo policial en Estados Unidos cuente con dos estructuras jerárquicas. La primera es la cadena de mando, dónde lo que cuenta es el rango del oficial: los inspectores jefe saben que deben arrodillarse ante los tenientes, que se arrodillan delante de los mayores, que se postran frente a los coroneles, que besan el suelo que pisan los comisionados adjuntos. Esa jerarquía es imprescindible para guardar las formas y jamás puede dejarse a un lado.

Pero la jerarquía alternativa —igualmente esencial— es la experiencia, y existe para los técnicos del departamento, los que poseen habilidades concretas relativas a su trabajo cotidiano y a los que se debe respeto.

Esto es la definición de un inspector de homicidios.

Increíblemente, cuando Frazier llegó a Baltimore lo primero que hizo fue afirmar que la rotación de agentes de un destino a otro sería la espina dorsal de su plan de revitalización del departamento. No habría ningún policía que permaneciera más de tres años en un destino.

A un inspector de homicidios —por no mencionar al personal de investigación o laboratorio— le lleva más o menos ese tiempo aprender a hacer su trabajo de forma eficaz. Pero claro, eso no importa. Ni tampoco que la rotación amenazara la categoría profesional de todos los miembros de la unidad de homicidios. Frazier esgrimió el ejemplo de su propia carrera para justificarse: declaró que después de tres años en cada destino, él se aburría y quería nuevos retos.

La rotación sistemática expulsó a los mejores hombres de la ciudad, que se fueron en busca de mejores trabajos en el gobierno federal y los condados cercanos. Cuando, por ejemplo, Gary Childs y Kevin Davis decidieron irse antes de aceptar la nueva política de rotación activa, entrevisté a Frazier y le pregunté qué opinaba de la marcha de esos profesionales.

—Son hombres capaces de tirar del carro de una brigada —dije.

—¿Y por qué hace falta que uno tire del carro? ¿Por qué no tiran todos del carro y se convierte en una brigada de los mejores hombres?

Como hipérbole, suena genial. Pero la verdad de la unidad de homicidios de Baltimore —incluso en su mejor momento, los años 70 y 80, cuando el porcentaje de resolución de casos superaba la media nacional— es que algunos inspectores son brillantes, otros son competentes y algunos son notablemente incapaces.

Pero en cada brigada parecía haber un Worden, un Childs, un Davis o un Garvey que centraba a esa media docena de hombres y vigilaban la labor de sus colegas menos ágiles. Con treinta inspectores y seis inspectores jefes, los supervisores de brigada podían controlar a los inspectores que rendían menos, emparejarlos con los veteranos más aptos y asegurarse de que los casos no se perdían por las rendijas del sistema.

La otra estrategia de Frazier —aparte de expulsar a los mejores talentos del departamento— fue asignar más inspectores al sexto piso. Más brigadas. Más inspectores nuevos. Con el tiempo, la fuerza de choque de crímenes violentos se había mezclado con la unidad de homicidios en el sexto piso, y otros treinta policías iban y venían entre el papeleo y la confusión reinantes.

Más inspectores significa menos responsabilidad. Y ahora, cuando un inspector cogía una llamada, lo más probable era que no supiera qué brigada llevaba tal o cual caso, o cómo de bueno era el inspector de turno investigando. Siempre había habido novatos —uno o dos por brigada— y los veteranos los vigilaban, los educaban, se aseguraban de que no les tocaran huesos duros de roer hasta haber sido inspectores secundarios en al menos una docena de casos, o incluso les pasaban uno o dos casos de los más fáciles para que fueran cogiendo confianza. Ahora, había brigadas enteras compuestas por inspectores que no llevaban ni un año trabajando, y con la fuga de veteranos, el porcentaje de casos resueltos cayó en picado.

Unos pocos años después, estaba por debajo del 50 por ciento, y la tasa de condenas era de poco más de la mitad de esa cifra. Y como en cualquier empresa, una vez se van los que más saben, eso nunca vuelve.

—Nos han arruinado —me dijo Garvey antes de solicitar el traslado—. Era una unidad jodidamente buena y es como si hubieran planeado destrozarnos.

Por mi parte, yo sentía que sucedía lo mismo en mi propio mundo: algunos de los mejores periodistas del
Baltimore Sun
se habían ido al
New York Times,
al
Washington Post
y otros medios, expulsados por la arrogancia institucional de unos gestores inútiles que, al igual que en el departamento de policía de Baltimore, estaban echando a perder lo mejor de la casa.

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