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Authors: David Simon

Homicidio (112 page)

Garvey pidió un fiscal bueno para esa causa y se lo dieron. Bill McCollum, un jurista con mucha experiencia en la unidad de criminales profesionales de la oficina del fiscal del Estado, volvió a interrogar a los enfermeros que respondieron a la llamada y averiguó que Carlton Robinson, de camino al hospital, había reconocido abiertamente que se estaba muriendo. Meses después, los enfermeros recordaban la llamada por la herida de bala del 9 de noviembre por la fecha: también ellos se habían dado cuenta de que tuvo lugar el día que entraba en vigor la tan cacareada nueva ley del Estado sobre armas de fuego.

Al final, un jurado en el juzgado del juez Bothe halló a Warren Waddell culpable de asesinato en primer grado, un veredicto que le supuso una condena de cadena perpetua sin libertad condicional, esto último debido a que Waddell acababa de estar en libertad recientemente por un cargo de homicidio. En el momento en que escribo estas líneas, no obstante, el veredicto ha sido invalidado por un tribunal de apelación de Maryland debido a que el juez Bothe hizo unos comentarios delante del jurado que pudieron influirles. Todavía no se ha fijado fecha para el nuevo juicio.

Aún así, el caso contra Waddell sigue siendo viable, una victoria arrancada de las fauces de la derrota gracias a un buen trabajo del fiscal, y Garvey se permitió cierta satisfacción personal al final del primer juicio.

Mientras un ayudante del
sheriff
se llevaba a Warren Waddell por las escaleras de mármol hacia los calabozos del sótano, el acusado miró hosco al inspector durante un segundo de más. Garvey respondió inclinándose sobre la barandilla y diciéndole al hombre que acababa de ser condenado en un susurro que todo el mundo pudo oír:

—Hasta luego, gilipollas.

McCollum, que estaba hablando con otro abogado a pocos pasos de allí, hizo súbitamente la conexión:

—No acabas de decir lo que creo que acabas de decir, ¿verdad?

—Joder, pues claro —dijo Garvey—. Alguien tenía que decirlo.

De las tres brigadas que sirvieron bajo el mando de D'Addario en 1998, sólo la de Terry McLarney sigue intacta.

Eddie Brown pasa tranquilamente de un caso al siguiente, inmune, al parecer, al paso del tiempo. Rick James, que trabajó duro mucho tiempo en el asesinato de la taxista Karen Renee Smith, ha salido de debajo de la sombra de Worden y ya puede ser considerado un veterano. De hecho, la campaña de James en 1988 fue casi tan exitosa como la Rich Garvey: Alvin Richardson, que había violado y asesinado a aquel chico de dos años en noviembre, fue condenado por el jurado a cadena perpetua, y Dennis Wahls, que había conducido a la policía hasta la joyas robadas y se había implicado a sí mismo en el asesinato de la taxista, se declaró culpable de asesinato en primer grado y aceptó una sentencia de cadena perpetua. Clinton Butler, el hombre a quien Wahls nombró como el hombre que había golpeado a Karen Smith hasta matarla, fue juzgado dos veces en los tribunales de Baltimore. A pesar del testimonio de Wahls y de las pruebas que lo corroboraban, el primer jurado fue incapaz de tomar una decisión y el segundo declaró a Butler inocente.

El caso más importante de la carrera de Donald Waltemeyer fue a juicio en 1989, cuando los fiscales llevaron a Geraldine Parrish al juzgado del juez Bothe por el asesinato de Albert Robinson, el alcohólico de Plainfield, Nueva Jersey, que fue encontrado muerto cerca de las vías del tren en Clifton Park en 1986. Geraldine conocía a Albert Robinson de su iglesia en los bajos de un edificio en Plainfield y años antes le había convencido para firmar un seguro de vida y ponerla a ella como beneficiaria. De los cuatro asesinatos que se le imputaban, el de Robinson era el que tenía más pruebas que lo corroboraban. Un trío de fiscales le contó al jurado un relato increíble y a veces cómico en el que Geraldine y un puñado de cómplices condujeron hasta Nueva Jersey e hicieron subir a Robinson a un coche prometiéndole alcohol. Unas horas después, le pegaron un tiro y lo dejaron, dándolo por muerto, tirado en una carretera cerca de Atlantic City. A pesar de su aparatosidad, las heridas fueron sólo superficiales y Robinson sobrevivió, pero había bebido tanto que no recordaba nada del incidente. Unos pocos meses después, la banda regresó a Nueva Jersey, volvió a convencer al borracho para que se subiera al coche y esta vez condujeron hasta Baltimore, donde un amigo adolescente de una de las sobrinas de Geraldine terminó el trabajo cerca de las vías del tren, dejando a Rick James con un caso duro de roer.

Geraldine no decepcionó en el juicio. En un momento dado tuvo un ataque delante del jurado. Se quedó flácida sobre su silla sacando espuma por la comisuras de la boca. Un aburrido Elsbeth Bothe le ordenó que se comportarse, lo que puso fin al espectáculo. Más adelante, prestando declaración en el estrado, Geraldine afirmó que la habían engañado unos hombres que la obligaban a entregarles las pólizas de seguro y a identificar para ellos a posibles víctimas.

No fue convincente y al jurado no le costó alcanzar un veredicto. Geraldine Parrish fue sentenciada a cadena perpetua, tras lo cual se declaró culpable de los tres asesinatos restantes y recibió otras tantas cadenas perpetuas. Nadie se sintió más aliviado de ver el final del caso que Donald Waltemeyer, que regresó de pleno a la rotación en cuanto terminó el juicio.

El compañero de Waltemeyer, Dave Brown, ya no vive en un continuo tormento. Durante los últimos dos años, Donald Worden ha concedido al joven inspector cierto, si no respeto, al menos sí reconocimiento a regañadientes. Es cierto, sin embargo, que en el verano de 1989 el Gran Hombre empezó a cobrar a Brown 25 centavos por cada mensaje de teléfono que recibía.

Y en cuanto al propio Terry McLarney, sigue en la hermandad. En 1989 ignoró una persistente tos hasta que no pudo tenerse en pie, y luego tuvo que pasarse meses recuperándose de una infección bacteriana en el corazón. No se esperaba que regresara a homicidios, pero regresó en sólo cuatro meses, con mejor aspecto del que había tenido en muchos años.

Con veintiocho años de servicio y todavía en activo, Donald Worden sigue siendo un agente de policía de la ciudad de Baltimore y la pieza fundamental de la brigada de McLarney. Y ahora es un hombre casado. La boda tuvo lugar en el verano de 1989 y la mayoría del turno estuvo allí. Un brindis siguió al otro y todos los invitados acabaron el banquete en Kavanaugh, con Diane subida a un taburete con su traje de novia y el Gran Hombre ejerciendo de anfitrión vestido con un esmoquin hecho a medida.

El matrimonio implicaba que Worden tenía que trabajar como mínimo un año más para conseguir que su esposa tuviera pensión completa, pero ese punto llegó y pasó y él sigue ahí, trabajando asesinatos. Ha seguido de cerca el expediente de la calle Monroe investigado las pocas pistas que han llegado a la unidad en los últimos dos años. Sin embargo, la muerte de John Raldolph Scott en un callejón que sale de la calle Monroe sigue siendo un caso abierto, el único caso de tiroteo con implicación policial sin resolver en toda la historia del departamento. Los agentes implicados siguen casi todos en la calle aunque algunos, entre ellos el sargento John Wiley, fueron reasignados dentro del departamento a tareas administrativas.

Pero otros resultados fueron más gratificantes. Una vez el año pasado, Worden conducía hacia la escena de un tiroteo a primera hora de la mañana cuando pasó por la parada de autobús del centro de la ciudad y vio a un marinero con el pelo cortado a lo militar caminando con un hombre de aspecto andrajoso por la calle West Fayette. La combinación le pareció extraña a Worden y la archivó inmediatamente en esa memoria que tiene y, cuando el marinero apareció muerto esa misma mañana, molido a golpes durante un atraco en un aparcamiento cercano, Worden se acercó a Kevin Davis, el inspector principal del caso. Worden le dio a Davis una descripción completa del sospechoso; los dos hombres se subieron a un Cavalier juntos y encontraron a su hombre en cuestión de horas.

Los periódicos dijeron que el crimen se había resuelto por pura suerte, demostrando una vez más lo poco que este mundo entiende sobre lo que significa ser un inspector de homicidios.

Una postdata: En 1988, 234 hombres y mujeres murieron de forma violenta en la ciudad de Baltimore. En 1989, 262 personas fueron asesinadas. El año pasado, los asesinatos en la ciudad volvieron a aumentar y llegaron a 305, la peor cifra en casi veinte años.

En el primer mes de 1991, la ciudad ha tenido una media de un asesinato al día.

NOTA DEL AUTOR

Este libro es un trabajo periodístico. Los nombres de los inspectores, acusados, víctimas, fiscales, agentes de policía, forenses y demás personas identificadas en este libro son sus nombres reales. Los acontecimientos que se describen en este libro sucedieron como se describen.

Mi investigación empezó en enero de 1988, cuando me uní a la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore con el improbable rango de «policía becario». Como suele pasar cuando un periodista se queda en un sitio el tiempo necesario, me convertí en un mueble más de la unidad, en una parte benigna de la vida cotidiana de los policías. Al cabo de pocas semanas se comportaban como si permitir que un reportero fisgara en el caos de una investigación criminal fuera algo enteramente normal.

Para que mi mera presencia no interfiriera con las investigaciones, accedí a vestirme para el papel. Tuve que cortarme el pelo, comprarme varias americanas, corbatas y pantalones de vestir y quitarme un pendiente con un diamante que me había ayudado poco a granjearme el cariño de los inspectores. A lo largo de mi año en la unidad nunca me identifiqué ante nadie como agente de la ley. Pero mi aspecto, unido a la presencia de otros policías, a menudo llevaba a los civiles e incluso a otros policías a creer que, de hecho, yo era un inspector. A los periodistas acostumbrados a identificarse inmediatamente cuando cubren una noticia, esto les puede parecer un pecado de omisión. Pero anunciar mi condición de periodista en las escenas del crimen, durante los interrogatorios o en urgencias en los hospitales hubiera perjudicado dramáticamente las investigaciones. En resumen, no había otra forma de hacer este libro que no identificarme.

Aún así, existía cierta ambigüedad ética cada vez que citaba a un testigo, a un médico de urgencias, a un guarda de prisión o al pariente de una víctima que asumía que yo era un policía. Por ese motivo, he tratado de conceder a estas personas el mayor grado de anonimato posible, intentando equilibrar los criterios de justicia y privacidad con la necesidad de precisión.

Todos los inspectores del turno del teniente D'Addario firmaron formularios de consentimiento antes de ver nada del manuscrito. Otros personajes importantes del libro también aprobaron que se utilizaran sus nombres. Para conseguir estos consentimientos les prometí a los inspectores y a otras personas que podrían revisar las partes relevantes del manuscrito y sugerir cualquier cambio necesario para mejorar su fidelidad a los hechos. También les dije a los inspectores que si había algo en el manuscrito que no fuera esencial para la historia y que pudiera perjudicar sus carreras o sus vidas, podían pedirme que lo eliminase y yo consideraría su petición. Al final, los inspectores pidieron poquísimos cambios y el puñado de modificaciones que accedí a hacer se refería a cosas mundanas, como el comentario de un inspector sobre una mujer en un bar o las críticas de otro hacia uno de sus superiores. No permití ningún cambio que se refiriera a cómo se había trabajado en un caso ni que alterara o silenciara el mensaje del libro.

Además de los inspectores, el propio Departamento de Policía tenía un derecho limitado a revisar el manuscrito, pero sólo para asegurarse de que no se revelaban pruebas de casos abiertos (calibres de balas, forma de la muerte o ropa que vestía la víctima) en situaciones en que tales hechos, si se mantenían en secreto, podrían ayudar a identificar a un sospechoso. De la revisión del departamento no se derivó ningún cambio ni ninguna eliminación de texto.

Representantes de la oficina del fiscal del Estado en Baltimore y de la Oficina del Forense también revisaron las partes relevantes del manuscrito sólo para asegurar su precisión y fidelidad a los hechos. Igual que los inspectores, podían sugerir cambios, pero no imponerlos.

La mayor parte del diálogo en esta narrativa —quizá el noventa por ciento— procede de escenas y conversaciones que yo presencié personalmente. En algunos pocos casos, sin embargo, ocurrieron acontecimientos importantes en turnos en los que yo no estaba trabajando o cuando estaba ocupado presenciando las actividades de otros inspectores. En esos casos, fui con mucho cuidado de no citar directamente diálogos largos y he intentado utilizar sólo las frases que los inspectores recordaban expresamente. Y cuando muestro los pensamientos de un personaje, no se trata de meras suposiciones mías: en todos los casos las acciones subsiguientes de ese personaje han hecho que esos pensamientos fueran evidentes o yo he hablado de la cuestión con esa persona posteriormente para cerciorarme de qué pasaba por su cabeza. Y al revisar el material con los inspectores me he esforzado en asegurarme de que sus pensamientos estuvieran reflejados lo más fielmente posible.

Por la colaboración sin precedentes ni parangón del Departamento de Policía de Baltimore estoy agradecido al difunto Comisionado de Policía Edward J. Tilghman así como al actual comisionado, Edward V. Woods. También estoy agradecido al Comisionado Adjunto para Operaciones, Ronald J. Mullen; al coronel jubilado Richard A. Lanham y al Comisionado Adjunto Joseph W. Nixon, ambos directores en distintos periodos de 1988 de la División de Investigación Criminal; al Capitán John J. MacGillivary, comandante de la sección de Crímenes contra las Personas; al teniente Stewart Oliver, teniente administrativo de esa misma sección; así como a la legión de altos cargos, oficiales, agentes y técnicos del Departamento de Policía de Baltimore que se esforzaron por ayudarme en cuanto necesité.

Este proyecto no hubiera sido posible sin la valiosa ayuda del director Dennis S. Hill, responsable de relaciones públicas del departamento de Baltimore, y la del teniente Rick Puller y el sargento Michael A. Fray del gabinete jurídico del departamento de policía.

También me gustaría dar las gracias al Forense en Jefe, el doctor John E. Smialek y a otros miembros de la oficina del forense por su ayuda y sus consejos; y al doctor Smialek y a Michael Golden, portavoz del Departamento de Sanidad del Estado, por permitirme acceder a la Oficina del Forense. En la Oficina del Fiscal tengo que dar las gracias al fiscal del Estado Stuart O. Simms, a Timothy V. Doory, Jefe la Unidad de Crímenes Violentos, y a Ara Crowe, Jefe de la División Jurídica.

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