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Authors: David Simon

Homicidio (94 page)

La pintura seca era una nueva aunque tardía prueba que le hubiera parecido cómica a Pellegrini si las circunstancias no hubieran sido tan desesperantes. La puñetera cosa había estado en el departamento de control de pruebas desde el primer día de la investigación, y todavía seguiría allí si él y Landsman no hubieran bajado a revisar la serie de pruebas una última vez.

Esa visita abajo había sido rutinaria. Durante semanas, Pellegrini había estado revisando el caso de Latonya Wallace junto con las pruebas que se habían reunido, intentando dar con alguna nueva vía de investigación. Al principio, Pellegrini esperaba encontrar algo que llevara a un sospechoso nuevo, algo que hubiera pasado por alto la primera y segunda vez que habían revisado el expediente. Luego, después de que el análisis químico de las manchas en los pantalones de la niña las vinculase, aunque fuese lejanamente, con la tienda quemada del Pescadero, Pellegrini había vuelto a las pruebas a ver si encontraba algo más que pudiera relacionar al Pescadero con el asesinato.

En vez de eso, encontró el resto de pintura. Él y Landsman lo habían descubierto la tarde después de que la ropa de la niña hubiera sido enviada al laboratorio. Van Gelder estaba estudiándola y, de hecho, fue él quien observó primero aquella mota de color pegada en el interior de los muslos amarillos.

Parecía ser una pintura semiesmaltada en distintas capas, con el rojo pintado sobre el naranja. Un único color hubiera sido más difícil de localizar, pero ¿cuántos objetos en Reservoir hill habían sido pintados de color naranja y luego de rojo? Y ¿qué pintaba aquel trocito de pintura dentro de las mallas de la niña? ¿Y cómo demonios no lo habían visto las dos primeras veces que habían observado el cuerpo?

Incluso a pesar de la alegría que sentía por haber descubierto una prueba nueva, Pellegrini estaba enfadado por no haberla descubierto al principio. Van Gelder no le ofreció ninguna explicación ni Pellegrini quiso escucharla. El asesinato de Latonya Wallace era la investigación más importante del año; ¿cómo era posible que el análisis de las pruebas no hubiera sido impecable?

Ahora, en pie en la parte de atrás de la avenida Newington, la frustración de Pellegrini es completa. Porque todo parece indicar que la pintura no lleva en dirección al Pescadero, y es hacia el Pescadero hacia donde Pellegrini quería ir. Era el Pescadero el que no había pasado la prueba del detector de mentiras; era el Pescadero quien conocía a Latonya Wallace y la había pagado para que trabajase en su tienda, y era el Pescadero el que carecía completamente de coartada para la noche en la que la niña había desaparecido. El Pescadero: ¿quién sino iba a ser el asesino?

Durante meses, Pellegrini había pasado todo el tiempo que había podido investigando la vida de ese tendero, preparándose para un último interrogatorio de su mejor sospechoso. De una forma que resultaba hasta cómica, el Pescadero había acabado acostumbrando a su acoso. A cada vuelta de la esquina de su vida se encontraba con un inspector de policía obsesionado que le estudiaba, reunía información sobre él y esperaba. Tom Pellegrini había escarbado en cada recoveco de la pequeña y tranquila existencia de aquel hombre en busca de más datos.

A estas alturas se conocían perfectamente. Pellegrini sabía más sobre el Pescadero de lo que le apetecía recordar, sabía más de aquel desastre de viejo que cualquiera que no fuera familiar suyo. El Pescadero conocía el nombre propio de su perseguidor, así como su voz y su forma de ser; sabía cómo solía empezar una conversación el inspector o como hacía las preguntas. Y, lo mejor de todo, sabía —tenía que saber— exactamente lo que Pellegrini buscaba.

Cualquier otro hombre hubiera montado un escándalo. Cualquier otro hombre hubiera llamado a un abogado que hubiera llamado al departamento de policía y les hubiera amenazado con una demanda por acoso. Cualquier otro hombre, pensaba Pellegrini, se hubiera plantado frente a él y le hubiera dicho lo que era de esperar: usted y su placa pueden irse a la mierda si creen que me dedico a matar niñas. Pero nada de eso había ocurrido.

Desde aquel segundo interrogatorio en la oficina de homicidios, ambos hombres habían tenido una serie de extrañas conversaciones, cada una más amistosa que la anterior, todas derivando de la afirmación inicial del Pescadero de que no sabía nada de aquel asesinato. Pellegrini terminaba todas las conversaciones recordándole al propietario de la tienda que la investigación continuaba y que probablemente los inspectores necesitaran volver a hablar con él. Inmediatamente, el Pescadero le garantizaba que seguiría cooperando plenamente con la policía. En un momento anterior de ese mismo mes Pellegrini había fantaseado con la idea de volverlo a llevar a la oficina de homicidios en un futuro cercano. Obviamente, al sospechoso la idea no le hizo ninguna gracia, pero aún así no se negó a ir.

Cuantas más cosas sabía el inspector sobre el Pescadero, más le parecía que el anciano era capaz de haber matado a la niña. No había nada definitivo en su historia, nada a lo que pudieras aferrarte para decir que el hombre era peligroso o un psicótico. De hecho, el pasado del hombre reveló una pauta bastante común de relaciones fallidas con mujeres. A lo largo del tiempo, el inspector había localizado y entrevistado a parientes, antiguas novias y a la ex mujer del Pescadero, todas las cuales habían coincidido en que aquel hombre tenía problemas para relacionarse con las mujeres. Unas pocas llegaron a sugerir que le iban las chicas jóvenes, pero sus historias carecían de detalles concretos. Pellegrini entrevistó también a las compañeras de Latonya Wallace, así como a los niños que habían trabajado para el Pescadero o se habían aventurado en su tienda al salir del colegio. Desde luego, habían hablado de que era un mujeriego. Era muy promiscuo, le dijeron al inspector, había que andarse con cuidado con él.

La única mujer a la que Pellegrini no había podido encontrar era la supuesta víctima de la antigua acusación de violación contra el Pescadero presentada en la década de 1950. Pellegrini sacó los informes de aquel caso del archivo de microfilms y los estudió a fondo, pero la adolescente que supuestamente había sido atacada no llegó a testificar en el juicio y, al parecer, se habían retirado los cargos. Utilizando cuanto tenía a su alcance, desde el listín telefónico a los registros de los servicios sociales, Pellegrini organizó una búsqueda febril de aquella mujer, que ahora tendría cuarenta y pico años y que, si vivía todavía en Baltimore, probablemente no estaría registrada con su apellido de soltera. Pero no logró encontrarla y, al final, Pellegrini accedió a ser entrevistado en un programa de la televisión local para poder mencionar en él el nombre de la mujer y su última dirección conocida y pedirle a cualquiera que tuviera información sobre ella que llamara a la unidad de homicidios.

Durante la emisión, Pellegrini anduvo con cuidado de no explicar qué relación tenía la mujer con el caso y tampoco mencionó el nombre del Pescadero. Pero sí reconoció al presentador del programa que tenía un sospechoso. Pellegrini comprendió inmediatamente que había cometido un error cuando el presentador se volvió hacia la cámara y declaró:

—Los inspectores de la unidad de homicidios de la policía creen que saben quien mató a Latonya Wallace…

Esa breve aparición pública tuvo a Pellegrini amarrado a su escritorio escribiendo memorandos durante días y el departamento de policía se vio obligado a emitir un comunicado de prensa anunciando que aunque el inspector Pellegrini había identificado a un posible sospechoso en el asesinato, otros investigadores seguían otras vías de investigación. Lo peor fue que todo aquello no sirvió para que apareciera la víctima de la antigua violación.

Por encima de todo lo que había aprendido sobre su principal sospechoso, había un dato en particular que, en la mente de Pellegrini, destacaba sobre los demás. Quizá fuera una coincidencia, pero era una coincidencia escalofriante, y había tropezado con ella mientras comprobaba los últimos diez años de casos abiertos de personas desaparecidas que implicaran a chicas muy jóvenes. En febrero, los investigadores habían comparado el caso de Latonya Wallace con otros asesinatos no resueltos de niños, pero sólo recientemente se le había ocurrido a Pellegrini que también deberían examinarse los casos de desaparecidos. Revisando los informes, dio con un caso de 1979 en el que una niña de nueve años había desaparecido de casa de sus padres en la calle Montpelier y no se había vuelto a saber de ella. Y la calle Montpelier fue lo que hizo que se le ocurriera una idea: Pellegrini acababa de salir a entrevistar a una persona cuya familia había sido socia del Pescadero en una tienda de ultramarinos que había tenido antes. Esa familia había vivido en la calle Montpelier durante los últimos veinte años; el Pescadero los había visitado a menudo.

Los viejos informes de personas desaparecidas no tenían fotografías, pero un par de días después, Pellegrini condujo hasta el edificio del Baltimore Sun y pidió permiso para consultar el archivo fotográfico del periódico. Todavía guardaban dos fotografías de la niña desaparecida, ambas copias en blanco y negro de sus fotos del colegio. En la biblioteca del periódico, Pellegrini se quedó quieto de pie contemplando las dos fotografías y sintió algo muy extraño. Desde todos los ángulos, aquella niña se parecía muchísimo a Latonya Wallace.

Quizá aquel inquietante parecido fuera solo casualidad: quizá cada detalle aparentemente insignificante era un hecho aislado que no tenía relación con nada más. Pero la exhaustiva investigación del pasado del Pescadero que había realizado convenció a Pellegrini de que necesitaba interrogarlo una vez más. Después de todo, le habían dado al viejo muchísimas oportunidades de parecer menos sospechoso y, sin embargo, no lo había conseguido. Pellegrini razonó que se debía a sí mismo otra oportunidad con aquel tío. Y mientras Pellegrini se preparaba para aquel último interrogatorio, una minúscula mota de pintura se materializó en la media de la chica, tentándole con otro sospechoso y otro rumbo para el caso.

La tentación se hace más fuerte cuando Pellegrini regresa de Reservoir Hill y visita el laboratorio de pruebas con muestras frescas de la puerta de atrás del 716 de Newington. Y, claro, Van Gelder dictamina inmediatamente que proceden de la misma fuente que la mota hallada en el cadáver. De repente, Andrew adelanta a codazos al Pescadero.

Una breve conversación esa misma tarde con la ex mujer de Andrew revela que su sospechoso todavía trabaja en la Administración de Autopistas, así que Pellegrini visita el garaje de Fallsway y llega justo cuando está acabando el turno del sospechoso. Cuando le pregunta si le importaría acompañarle a las oficinas de homicidios para contestar unas preguntas más, Andrew se muestra visiblemente alterado, casi hostil.

No, le dice a Pellegrini, quiero un abogado.

Más tarde esa misma semana, el inspector regresa a Reservoir Hillon con un técnico del laboratorio para un registro de tres horas del 716 de Newington en el que se concentra en la sala del sótano donde Andrew tenía su bar y su televisión y pasaba la mayor parte de su tiempo libre. Nueve meses es mucho tiempo para que las pruebas se hayan conservado; al final, Pellegrini se marcha sin nada más que una muestra de una alfombra que tiene algo que puede o no ser una mancha de sangre.

Aún así Andrew ha empezado a comportarse como un sospechoso con algo que ocultar, y la mota de pintura le parece a Pellegrini un fragmento minúsculo pero irrevocable de verdad: en algún punto del proceso, Latonya Wallace acabó con un fragmento de la puerta trasera de Andrew entre su pierna y la media.

Durante un breve periodo es difícil no sentirse animado por estos avances. Pero menos de una semana después, Pellegrini realiza otro viaje a la avenida Newington y, mientras pasea por enésima vez por el callejón, ve que hay trozos de pintura de la puerta trasera de Andrew por todos los patios adyacentes. Durante la última visita había visto inmediatamente que la pintura de la puerta se estaba pelando pero ahora, al fijarse en el pavimento entre los números 716, 718 y 720 de Newington, ve motas rojo-naranjas esparcidas por todas partes por el viento y la lluvia, que relucen ante él como una veta de oro falsa. La mota de los muslos ya debía de estar en el suelo cuando el cuerpo de la niña se dejó en el patio trasero del 718 de Newington. Pero Pellegrini no está dispuesto todavía a abandonar. ¿Cómo, se pregunta, acabó la mota dentro de las medias? ¿Cómo pudo entrar entre la pierna y las medias a menos que lo hiciera después de que desnudaran a la niña?

Van Gelder responde pronto a esa pregunta. Al comprobar de nuevo las pruebas, el analista del laboratorio comprueba que las medias están ahora del revés, como sin duda debían de estar durante la reciente revisión de Landsman y Pellegrini. Lo más probable es que le quitaran las medias al cuerpo de la niña durante la autopsia y hayan permanecido del revés desde entonces. Aunque por un tiempo pareció lo contrario, la mota de pintura había estado en la parte de fuera de las medias desde el principio.

Con la explicación de Van Gelder a Pellegrini le cuesta poco imaginar como fue el resto de la historia: Andrew se puso nervioso pero, ¿quién no se pone nervioso cuando un inspector de homicidios quiere interrogarlo? Y en cuanto a la muestra de la alfombra, Pellegrini sabe que hay poquísimas posibilidades de que sea de sangre humana. Al diablo con Andrew, Piensa. No es un sospechoso, es una semana de trabajo para nada.

El Pescadero, el sospechoso de asesinato más duradero de la historia, vuelve a ocupar el centro del escenario.

VIERNES 28 DE OCTUBRE

Donald Waltemeyer agarra a la chica muerta por los dos brazos detectar si hay rigidez en manos y dedos. Las manos de la chica lo siguen sin dificultad, dando a la escena la apariencia de una macabra danza horizontal.

—Está mojada —dice.

Milton, el drogata del sofá, asiente.

—¿Qué hiciste? ¿Meterla en agua fría?

Milton vuelve a asentir.

—¿Dónde? ¿En el baño?

—No, simplemente la rocié con agua.

—¿Agua de dónde? ¿De esa bañera?

—Sí.

Waltemeyer se acerca al baño, donde comprueba que la bañera sigue cubierta de gotas de agua. Es un viejo cuento tradicional entre los drogadictos: se puede recuperar a alguien de una sobredosis metiéndolo en agua fría, como si un baño pudiera limpiarles lo que se han metido en las venas.

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