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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

Hermoso Caos (54 page)

BOOK: Hermoso Caos
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Escribí en su techo, donde la escayola se había agrietado, donde tantas veces otras palabras, mejores palabras, palabras más llenas de esperanza habían aparecido sobre nuestras cabezas.

Yo no era demasiado poeta, pero poseía la verdad y eso bastaba.

Te querré siempre.

Ethan

Encontré a Lena tumbada en la hierba calcinada de Greenbrier, en el mismo lugar donde la encontré el día que hizo estallar la ventana de nuestra clase de inglés. Sus brazos colocados bajo su cabeza, de la misma forma que estaban aquel día. Miraba fijamente la fina franja de azul.

Me tumbé a su lado.

Ella no trató de contener sus lágrimas.

—Es diferente, ¿lo sabes? El cielo tiene ahora un aspecto diferente. —Estaba hablando y no usaba el kelting. De repente hablar se hizo especial. Todas las cosas corrientes lo eran.

—¿Lo es?

Respiró desacompasadamente.

—Eso es lo que recuerdo de cuando te conocí. Alcé los ojos al cielo y pensé: voy a querer a esta persona porque incluso el cielo parece diferente. —No pude decir nada. El aliento se quedó atrapado en mi garganta.

Pero ella no había terminado.

—Recuerdo el momento exacto en que te vi. Estaba en mi coche. Tú jugabas al baloncesto al aire libre con tus amigos. Y la pelota salió rodando fuera de la pista y fuiste a buscarla. Entonces me miraste.

—Lo recuerdo. No pensaba que me hubieras visto.

—¿Verte? — Sonrió—. Casi me estampo con el coche.

Miré de nuevo el cielo.

—¿Crees en el amor antes del a primera vista, L?

¿Crees en el amor después de la última vista, Ethan?

Después de la muerte es lo que quería decir.

No era justo. Deberíamos estar quejándonos sobre nuestros toques de queda. Tratando de encontrar algún sitio más allá del Dar-ee Keen donde pudiéramos conseguir algún trabajo juntos para el verano. Preocupándonos de si conseguiríamos o no ir a la misma universidad. Y no esto.

Ella rodó lejos de mí, sollozando y arrancando la hierba con las manos. La envolví con mis brazos, sujetándola más cerca. Aparté su pelo a un lado con cuidado y le susurré en la oreja.

—Sí.

¿Qué?

Creo en el amor después de la muerte.

Ella respiró con desolación.

Tal vez así es como lo recordaré, L. Tal vez recordarte será como la vida después de la muerte para mí.

Se volvió para mirarme.

—¿Quieres decir de la forma en que tu madre te recuerda?

Asentí.

—No sé exactamente en lo que creo, pero gracias a ti y a mi madre, ahora sé que creo.

Yo también creo. Pero te quiero aquí. No me importa si estamos a cuarenta grados y cada brizna de hierba muere. Sin ti, nada de eso me importa.

Sabía lo duro que esto era para ella, porque lo único en lo que yo podía pensar era en lo mucho que me costaba dejarla. Pero no podía decirlo. Eso sólo lo empeoraría todo.

No estamos hablando de la hierba muerta. Ya lo sabes. El mundo se destruirá, y con él la gente a la que queremos.

Lena estaba sacudiendo la cabeza.

—No me importa. No puedo imaginarme un mundo en el que no estés tú.

—Tal vez puedas imaginar el mundo que siempre quise ver. —Alargué el brazo hasta mi bolsillo trasero y saqué el doblado y sobado mapa que había estado colgado en mi pared durante tantos años—. Tal vez puedas verlo por mí. He marcado las rutas en verde. No tienes que usarlo. Pero me gustaría que alguien lo hiciera. Es algo que llevaba planeando durante bastante tiempo. Toda mi vida, de hecho. Hay lugares de mis libros favoritos.

—Lo recuerdo. —Su voz sonó amortiguada—. Jack Kerouac.

—O puedes hacer tu propia ruta. —Sentí su aliento contenerse—. Lo gracioso es que hasta que te conocí lo único que quería era marcharme lo más lejos de aquí que pudiera. Qué ironía, ¿verdad? Ya no puedo ir más lejos de a donde voy, y ahora daría cualquier cosa por quedarme.

Lena apoyó sus manos en mi pecho, apartándose de mí. El mapa cayó al suelo entre nosotros.

—¡No digas eso! ¡No vas a hacerlo!

Me incliné y cogí el mapa que marcaba todos los lugares que había soñado visitar, antes de descubrir al que pertenecía.

—Sólo guárdalo por mí, entonces.

Lena contempló el papel doblado como si fuera la cosa más peligrosa del mundo. Entonces alargó el brazo y se desató su collar de amuletos del cuello.

—Sólo si tú guardas esto por mí.

—L, no. —Pero estaba colgando en el aire en medio de los dos, y sus ojos me suplicaban que lo cogiera. Abrí mi mano y dejó caer el collar —el botón de plata, la cuerda roja, la estrella del árbol de Navidad, todos sus recuerdos— en mi mano.

Estiré el brazo y levanté su barbilla para que me mirara.

—Sé que esto es duro, pero no podemos fingir que no está sucediendo. Necesito que me prometas algo.

—¿El qué? —Sus ojos estaban rojos e hinchados y me devolvió la mirada.

—Tienes que quedarte aquí y Vincular el Nuevo Orden, o lo que quiera que sea tu parte en todo esto. De lo contrario, todo lo que voy a hacer no servirá para nada.

—No puedes pedirme que haga eso. Ya pasé por esto cuando creí que el tío Macon estaba muerto, y ya viste lo bien que me las apañé. —Su voz se rompió—. No lo conseguiré sin ti.

Prométeme que lo intentarás.

—¡No! —Lena sacudía la cabeza, con ojos enloquecidos—. No puedes rendirte. Ha de haber otra forma. Aún hay tiempo. —Estaba histérica—. Por favor, Ethan.

La agarré rodeándola entre mis brazos, ignorando la forma en que su piel me quemaba. Echaría de menos esas quemaduras. Echaría de menos todo lo suyo.

—Shh. Está bien, L.

No lo estaba.

Me juré que encontraría una manera de volver a ella, igual que mi madre había encontrado la forma de volver a mí. Ésa fue la promesa que hice, incluso aunque no pudiera mantenerla.

Cerré los ojos y enterré mi cara en su pelo. Quería recordar ese instante. La sensación de su corazón latiendo contra el mío mientras la abrazaba. El olor a limones y romero que me había llevado a ella antes incluso de conocerla. Cuando llegara el momento, quería que fuera la última cosa que recordara. Mi último pensamiento.

Limones y romero. Cabello oscuro y ojos verdes y dorados.

Ella no dijo una palabra, y yo renuncié a intentarlo, porque era imposible escucharnos por encima del estruendo de nuestros corazones rompiéndose y la amenazante sombra de la última palabra, esa que nos negábamos a decir.

La que llegaría de todas formas, la dijéramos o no.

Adiós.

21 DE DICIEMBRE
Botellas rotas

A
mma estaba sentada ante la mesa de la cocina cuando llegué a casa. Las cartas, los crucigramas, los caramelos de canela Red Hots y las Hermanas no estaban a la vista. En la mesa sólo había una vieja botella de Coca-Cola rota. Era del árbol de botellas, aquel que nunca atrapó el espíritu que Amma estaba buscando. El mío.

Llevaba ensayando la conversación en mi mente desde el momento en que comprendí que el Crisol era yo y no John. Pensando cien formas diferentes de decirle a la persona que te ha querido tanto como tu propia madre que iba a morir.

¿Qué se le dice?

Aún no había decidido cómo hacerlo, y ahora estaba de pie en la cocina de Amma, mirándola a los ojos y me parecía imposible. Pero tenía el presentimiento de que ella ya lo sabía.

Me deslicé en la silla frente a ella.

—Amma, necesito hablar contigo.

Ella asintió girando la botella entre sus dedos.

—Reconozco que esta vez lo he hecho todo mal. Pensé que tú eras el que hacía el agujero en el universo y, al final, ha resultado que era yo.

—No es culpa tuya.

—Cuando un huracán azota, no es culpa del hombre del tiempo más de lo que lo es de Dios, no importa lo que la madre de Wesley diga. En cualquier caso, a esa gente que ahora se ha quedado sin un techo sobre sus cabezas, no les importa nada, ¿no es así? —Me miró con expresión derrotada—. Pero creo que ambos sabemos que esto ha sido por mi culpa. Y que este agujero es demasiado grande para que pueda coserlo.

Coloqué mis manos sobre las suyas, tan pequeñas.

—Eso es lo que quería decirte. Puedo arreglarlo.

Amma se echó hacia atrás en su silla, las arrugas de su frente se hicieron más profundas.

—¿De qué estás hablando, Ethan Wate?

—Puedo detenerlo. El calor y la sequía, los terremotos, que los Caster pierdan el control de sus poderes: todo. Pero eso ya lo sabías, ¿no es así? Por eso acudiste al bokor.

El color desapareció de su cara.

—¡No hables de ese diablo en esta casa! No sabes…

—Sé que fuiste a verle, Amma. Te seguí. —Ya no quedaba tiempo para juegos. No podía marcharme sin despedirme de ella. Incluso aunque no quisiera oírlo—. Supongo que esto es lo que viste en las cartas, ¿no es cierto? Sé que estabas intentando cambiar las cosas, pero la Rueda de la Fortuna nos aplasta a todos, ¿verdad?

La habitación estaba tan silenciosa que sentí como si alguien hubiera absorbido el aire de ella.

—Eso es lo que dijiste, ¿no?

Ninguno de los dos se movió ni respiró. Durante un segundo Amma pareció tan asustada que estuve seguro de que iba a cubrir toda la casa con sal.

Pero su cara se arrugó y se precipitó hacia mí, agarrando mis brazos como si quisiera zarandearme.

—¡Tú no! Tú eres mi chico. La Rueda no tiene nada que hacer contigo. Esto es culpa mía y voy a enderezarlo.

Posé mis manos sobre sus delgados hombros, contemplando cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—No puedes, Amma. Yo soy el único que puede. Tengo que ser yo. Me marcharé antes de que el sol salga mañana…

—¡No lo digas! ¡No quiero oír una palabra más! —Se revolvió, clavando sus dedos en mis brazos como si intentara evitar ahogarse.

—Amma, escúchame…

—¡No! ¡Escúchame tú! —rogó con expresión frenética—. Lo tengo todo planeado. Hay una forma de cambiar las cartas, ya lo verás. Hice un trato por mi cuenta. Tú espera y verás —murmuraba entre dientes como si estuviera loca—. Lo tengo todo planeado. Ya lo verás.

Amma estaba equivocada. No estaba seguro de que lo supiera, pero yo sí.

—Esto es algo que tengo que hacer. Si no lo hago, tú y papá, todo . este pueblo, desaparecerá.

—¡Me importa un rábano este pueblo! —siseó—. ¡Por mí que se queme entero! ¡No va a sucederle nada a mi chico! ¿Me has entendido? —Amma giró la cabeza mirando por toda la habitación, de un lado a otro, como si estuviera buscando a alguien escondido entre las sombras.

Cuando volvió a mirarme, sus rodillas se doblaron y su cuerpo se inclinó peligrosamente hacia un lado. Iba a desmayarse. La sujeté por los brazos y la enderecé, sus ojos se clavaron en los míos.

—Ya perdí a tu madre. No puedo perderte a ti también.

La ayudé a acomodarse en una de las sillas y me arrodillé a su lado, observando cómo se iba recobrando lentamente.

—Respira hondo. —Recordé haber oído a Thelma decirle eso a la tía Mercy cuando tenía uno de sus desfallecimientos. Pero habíamos rebasado hacía mucho el nivel de controlar la respiración.

Amma trató de apartarme.

—Estoy bien. Siempre que me prometas que no harás ninguna estupidez. Voy a reparar este descosido. Sólo espero el hilo adecuado. —Uno bien bañado en la magia negra del bokor, hubiera podido apostar.

No quería que lo último que le dijera a Amma fuera una mentira. Pero ella no atendía a razones. No había forma de convencerla de que estaba haciendo lo correcto. Estaba segura de que había alguna clase de escapatoria, igual que Lena.

—Está bien, Amma. Vayamos a tu habitación.

Se agarró a mi brazo y se puso en pie.

—Tienes que prometérmelo, Ethan Wate.

La miré directamente a los ojos.

—No haré ninguna estupidez. Lo prometo. —Era sólo una media mentira. Porque salvar a la gente a la que quieres no es ninguna estupidez. Ni siquiera es una opción.

Pero aún seguía queriendo que la última cosa que le dijera a Amma fuera tan cierta como el sol de cada mañana. Así que después de ayudarla a sentarse en su silla favorita, la abracé con fuerza y la susurré una última cosa.

—Te quiero, Amma.

No había nada más cierto.

La puerta principal golpeó cuando cerré la del dormitorio de Amma. —Hola a todo del mundo, estoy en casa —la voz de mi padre sonó desde el vestíbulo. Estaba a punto de contestar cuando escuché el familiar sonido de otra puerta abriéndose—. Estaré en el estudio. Tengo un montón de cosas que leer. —Era irónico. Mi padre empleaba todo su tiempo en buscar la Decimoctava Luna, y yo sabía más del tema de lo que hubiera querido.

Cuando regresé a la cocina, vi la vieja botella de Coca-Cola sobre la mesa, exactamente donde Amma la había dejado. Era demasiado tarde para atrapar nada en ella, pero de todas formas la cogí.

Me pregunté si a donde iba habría árboles de botellas.

De camino a mi habitación pasé por delante del estudio, donde mi padre estaba trabajando. Estaba sentado en el viejo escritorio de mi madre, la luz inundando la habitación, su trabajo, y el café con cafeína que había colado en casa. Abrí la boca para decir algo. No sabía el qué, pero justo entonces sacó del cajón sus tapones de oídos y se los colocó.

Adiós, papá.

Apoyé mi frente en el quicio de la puerta en silencio. Dejé que las cosas siguieran como estaban. Ya conocería el resto muy pronto.

Era medianoche pasada cuando Lena, agotada por el llanto, consiguió dormirse. Estaba sentado en mi cama leyendo De
ratones y hombres
por última vez. Durante los pasados meses, había perdido tanta memoria que apenas podía recordar la trama. Sin embargo, aún recordaba una parte. El final. Me desazonaba cada vez que lo leía —la forma en que George disparaba a Lennie mientras le estaba hablando de la granja que comprarían algún día—. La que Lennie nunca vería.

Cuando leímos la novela en la clase de inglés, todo el mundo estuvo de acuerdo en que George estaba haciendo el enorme sacrificio de matar a Lennie porque sabía que su mejor amigo acabaría ahorcado por haber matado accidentalmente a la niña del rancho. Se trataba, al fin y al cabo, de una muerte por compasión. Pero yo nunca lo creí. Matar a tu mejor amigo de un tiro en la cabeza, en vez de tratar de huir, no me parecía ningún sacrificio. Lennie se había sacrificado, lo supiera o no. Lo que era la peor parte, pues creo que Lennie se hubiera sacrificado de buen grado por George sin dudarlo. Quería que George consiguiera la granja, que fuera feliz.

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