Read Herejía Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (20 page)

—No me gusta que me golpeen en la cabeza —dijo ella entonces; una nimiedad a mi entender innecesaria, pues era evidente—. Alguien me debe una explicación.

—Dudo que, quien sea que nos haya traído aquí, esté muy habituado a pedir disculpas —insinué.

Pese a mi sardónico comentario, tenía mucho miedo, casi el mismo terror que cuando me encontraba frente a los piratas de armadura negra en el pasillo del Paklé. Pero esto era peor pues estaba indefenso, y también porque no tenía idea del sitio en que estaba.

—¿De quién crees que se trata? —preguntó Palatina.

Se la oía tranquila, pero había un cierto temblor en su voz, lo que me llevó a suponer que estaba tan asustada como yo. —¿Quién nos trajo aquí? Podría ser el Dominio o lord Foryth
,
Son los únicos que se me ocurren, salvo que exista algún enemigo

Tuyo o de Hamílcar. De cualquier modo, asumo que no les caemos bien.

—Hamílcar tiene muchos enemigos, incluido lord Foryth. Pero ¿por qué dices que le desagradas a lord Foryth?

Le conté lo que había sucedido en la antecámara del palacio. Palatina escuchó en silencio.

—Si él fuese el responsable, entonces estaríamos siendo utilizados como peones para los intereses de alguien más. ¿Qué hay acerca del Dominio?

Le conté tanto como me atreví sobre el incidente con Etlae, Ravenna Y sus marinos de armadura negra, y me pregunté cómo podía ella permanecer tan analítica y racional en estas circunstancias. Hasta el momento en que descubrí su presencia, yo estaba al borde del pánico. Pero ahora, por algún motivo, había recuperado la confianza.

—Si nos han traído aquí, supongo que ya no nos harán más daño —conjeturó.

—Supongo que no. Pero ¿por qué secuestrarnos en las calles de Taneth, amarrarnos y luego lanzarnos a una oscura bodega? Estaban esperándome y, de cualquier modo, yo debía acompañarlos.

—Si la presa que deseaban eras tú, entonces creo que estamos a salvo. Tu padre es un conde y cuenta con el favor del rey de Océanus. No me parece factible que Foryth se arriesgue a complicar su situación sólo para vengarse de alguien que se encaró con él. Y ni siquiera has sido tú, fue Courtiéres.

Pero entonces me vino a la mente otra aterradora posibilidad, que me arrancó de la calma superficial a la que me había llevado Palatina.

—Mi padre suponía que yo partiría hoy, si aún estamos en el mismo día, y no esperaba verme durante cerca de un año. Si Foryth se enteró de eso, podía secuestrarnos, hacer con nosotros cuanto quisiese y mi padre pensaría durante todo ese tiempo que estoy en el Archipiélago. Cuando note mi tardanza, el rastro ya estará frío y Foryth podrá encargarse de sobornar a cualquiera que pretenda investigar.

—Los rehenes muertos no tienen ninguna utilidad, Cathan. Créeme, nadie nos lanzará por la borda.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —protesté, sorprendido de su confianza.

—Siempre tengo fe en mí misma —respondió sin más—. Al menos casi siempre.

Resistí las ganas de reírme.

Aquel «casi siempre» resumía la personalidad de Palatina. Incluso siendo extranjera y prisionera en la que era, para ella, una tierra ajena, conservaba la fe en sí misma. No sabía si esa fe era algo natural en ella o producto de un aprendizaje. Y de ser la segu
n
da opción, ¿por qué motivo había sido tan bien entrenada? Era el tipo de entrenamiento que se proporciona a un gobernante o a un asesino. Ella no era una asesina, de eso estaba convencido. Una gobernante, entonces, pero ¿de qué lugar? El Dominio se oponía rotundamente a que gobernasen mujeres.

—¿Qué sabes sobre las disputas internas del Dominio? —me preguntó un momento más tarde y, durante unos pocos minutos (no podría asegurar cuántos), le conté todo lo que sabía sobre el Dominio, Etlae y Lachazzar. Agradecí la distracción que me ofrecía hablar: era infinitamente preferible a yacer en la oscuridad intentando adivinar qué sucedería a continuación.

Estaba llegando al final de mi narración, repitiendo cosas que ya había mencionado, cuando se oyeron un golpe seco y una serie de crujidos provenientes de algún sitio fuera de la bodega, sonidos producidos más por el movimiento de gente que por la marcha del buque.

Un instante después hubo una nueva serie de crujidos, casi al lado de nosotros, sentí entrar una oleada de aire fresco y noté que había alguien más en la bodega. La oscuridad, sin embargo, todavía era absoluta. ¿Para qué estaban apagadas todas las luces?

Alguien, quienquiera que fuese, estaba junto a mí. Mi cuerpo se tensó en los segundos que siguieron, esperando el contacto del filo de un cuchillo.

Sí hubo un cuchillo, pero no derramó sangre. La anónima figura cortó velozmente las cuerdas que inmovilizaban mis muñecas. Luego se aproximó a Palatina y cortó las suyas. Agradecido liberé mis agarrotados brazos y en mi rostro se dibujó una mueca de dolor ante las terribles punzadas que sentí.

La fragancia de su perfume me alcanzó al mismo tiempo que Ravenna se agachaba y me susurraba al oído:

—¿Ni una palabra de gratitud de tu parte, Cathan? —¿Gratitud? —respondí con seriedad—. ¿Por hacerme estallar la cabeza, amarrarme y luego arrojarme a este pozo negro sin tener ni la menor idea de quién ha sido la persona que lo hizo?

—¿Ésa es toda la gratitud que recibiré? ¡Qué poco generoso de tu parte! Voy a vendarte los ojos; tras permanecer tanto tiempo en la oscuridad, tu vista deberá ir acostumbrándose a la luz. Por otra parte, puedes ponerte de pie.

Ravenna colocó una banda de tela alrededor de mi cabeza, cubriéndome los ojos, y la anudó en mi nuca.

Cuando se aproximó a Palatina, me alivió comprobar que mis anteriores sospechas carecían de fundamento. Estaba, además, intrigado (en verdad, perplejo) por el modo en que nos habían tratado, y me preguntaba cuáles eran los motivos.

Comencé a incorporarme, pero en el primer intento me invadió una nube de mareo y dolor que me obligó a derrumbarme otra vez sobre la cubierta.

—No eres tan fuerte como tu hermana, ¿verdad? —bromeó Ravenna.

—Me temo que te equivocas —intervino Palatina—. No soy
,
su hermana.

—Pues existe un enorme parecido entre vosotros dos.

—¿Cómo puedes determinarlo en la oscuridad? —inquirió Palatina—. Ni siquiera puedes verme.

—Incluso si no os hubiese visto en Taneth, ¿cómo suponéis que os he desamarrado si no puedo veros? —declaró lanzando una gran carcajada.

Volví a intentar ponerme en pie y en esta ocasión, con la ayuda de Ravenna, logré hacerlo. Pero cuando quise librarla de mi peso comencé a tambalearme, así que debí tragarme mi orgullo y apoyarme en su hombro (experiencia que no hubiese sido nada desagradable si la cabeza no me hubiese dado vueltas). Palatina tenía sin duda un cráneo más duro y pudo caminar sin ayuda.

—¡Eh, tú, la que no eres su pariente, coge mi mano o chocarás contra un muro!

—Me llamo Palatina.

—¿Palatina? —repitió Ravenna mientras avanzaba lentamente subiendo de guía para nosotros dos—. Es un nombre poco común. ¿Quién te lo puso? Estoy segura de haberlo oído con anterioridad.

—¡No puedo acordarme! —advirtió Palatina, sonando irritada Por primera vez.

—Hoy me encuentro rodeada de imbéciles e incompetentes.

Me pregunté a qué se estaban refiriendo. Palatina era un nomb
re
poco común, pero no menos que Cathan o Ravenna, llegado el caso. La puerta debía de ser muy estrecha, pues para pasar tuvimos que ponernos de lado. Una vez en la habitación contigua, que me pareció más amplia que la bodega, Ravenna me acompañó unos pasos más hasta que me senté en lo que me pareció ser un banco. Entonces mis ojos, todavía vendados, fueron deslumbrados por una repentina explosión luminosa.

Sólo se me permitió quitarme la venda un buen rato después y, durante ese lapso, un enfermero atendió el golpe en mi cabeza, me dio de beber algo de horrible sabor y limpió la sangre de mis cabellos. Cuando al fin accedió a retirarme la venda, me miró los ojos con una pequeña linterna, luego asintió y dijo:

—Te pondrás bien. Sólo sentirás la magulladura durante un par de días.

Estaba sentado en la cabina de mandos de una manta que me pareció mucho más grande que el Paklé. La sala era espaciosa y estaba bien iluminada, y se extendía a lo largo de uno de los lados de la manta. El suelo estaba cubierto de alfombras decorativas y la cabina se hallaba pródigamente amueblada, con una mesa, varias cómodas sillas y estanterías con libros en las paredes, en las que lucían diversas pinturas. Sólo había otra persona en la sala además del enfermero, Palatina y Ravenna: un anciano.

—Bienvenidos a bordo del
Estrella Sombría
, Cathan y Palatina. Soy Ukmadorian, rector de la Ciudadela de la Sombra.

Su voz era lánguida y precisa. Estaba con Ravenna y Etlae la última vez que las había visto. Su barba castaña tenía algunas canas grises y la llevaba larga, siguiendo la moda haletita. De hecho era, como pronto me di cuenta, un haletita.

Sin duda percibió mi sorpresa, pues agregó:

No guardo ninguna clase de lealtad hacia el imperio haletita. He vivido en el Archipiélago durante los últimos diecisiete años. —¿Acaso la Sombra no es uno de los cultos prohibidos? —indagó Palatina. Su expresión me pareció extraña, como si estuviese distraída.

—Sí, así es. Pareces preocupada.

Palatina sacudió la cabeza exhibiendo frustración en el rostro. Sus manos jugueteaban con un lápiz.

—Lo siento, pero no sé quién soy ni de dónde provengo.

—Me costó todo ese intercambio de palabras comprender lo que había dicho Ukmadorian. Si él era un seguidor de la Sombra... Recordé lo que me había dicho mi madre antes de dejar Lepidor.

—¡Sois herejes! ¡No pertenecéis en absoluto al Dominio!

—Bien dicho —me felicitó Ravenna—. Te ha costado mucho darte cuenta.

—¿Y qué pasa con Etlae?

—Etlae es una hereje situada en uno de los cargos más altos del Dominio. Si prefieres decirlo así, es nuestra espía en sus reuniones de consejo. No viene con nosotros a Archipiélago, ya que está de camino hacia la Ciudad Sagrada para encargarse allí de algunos asuntos.

¿Herejes en la Ciudad Sagrada? Aunque suponía que una organización tan inmensa como el Dominio debía de tener su mínima cuota de traidores, eso me parecía casi imposible. Ahora, si eran herejes y mi padre los conocía, ¿implicaba eso que mi padre era también un hereje? Y de ser así, por qué nunca me lo había dicho?

—¿Mi padre es un hereje? —pregunté.

—Sí —afirmó Ukmadorian—. Pasó un año en la Ciudadela cuando tenía diecisiete años. Ése es el modo de mantener vivos nuestros ideales. La mayor parte de las familias han enviado a sus hijos a la Ciudadela desde el mismo momento en que fue fundada.

—Tío, ¿podemos ocuparnos antes de otra cuestión? —interrumpió Ravenna—. Quiero decir, antes de decirles exactamente por qué nos han sido confiados, quisiera que Cathan supiese el motivo por el que me debe una disculpa.

Ravenna era una joven resuelta, no cabía duda. Y hermosa. Pero su lengua tenía el filo de una navaja. Me sentía intimidado por su presencia, pero esa sensación estaba rápidamente tornándose en desagrado, sobre todo por sus constantes ironías.

—Lamento en lo más hondo vuestro encierro —dijo Ukmadorian dando muestras de pesar—, pero fue una medida en beneficio de vuestra propia seguridad. Veréis, los hombres que os golpearon no eran nuestros hombres. Ignoramos quiénes eran, pero tras tenderos la emboscada os llevaron a la casa más cercana y os amarraron. ¡Los Elementos saben qué os habrían hecho si nosotros no hubiésemos estado también siguiendo vuestros pasos! Para abreviar, los tomamos por sorpresa y os capturamos, pero debimos ir a toda prisa al puerto con ellos pisándonos los talones. Os dejamos en esa bodega porque es uno de los sitios más seguros de la manta y porque si ellos llegaban a subir a bordo, no podrían encontrares allí. Además, también podríamos haber sido requisados por un buque de guerra al cruzar el estuario y no deseábamos que os encontrasen. De modo que, si acusabais a Ravenna de haberos secuestrado, supongo que es vuestra obligación pedirle disculpas.

—Lo siento —dije con poca convicción, intentando evitar su mirada triunfal. Me pregunté qué había hecho yo para ofenderla. —El enojo de Cathan estaba perfectamente justificado —intervino Palatina—. Además, ¿podríais explicarnos con exactitud qué sucede? No me importa pasar un año en esa Ciudadela, ya que era sólo una huésped en casa de Hamílcar. Pero, quitando lo que me dijo Cathan hace unos momentos, no tengo ni la menor idea de qué está sucediendo.

—¿Cómo podemos saber que no eres una espía del Dominio? —cuestionó Ravenna antes de que Ukmadorian atinase a responder. El anciano la miró con irritación, pero no dijo nada y luego fijó los ojos en Palatina.

Ella extendió las manos ante Ukmadorian y le dirigió lo que me pareció un gesto de resignación.

—Si quieres creer que soy
,
una espía —sostuvo con insistencia—, no existe forma de convencerte de lo contrario. Lo único que me gustaría es recuperar la memoria. No tiene ninguna gracia ignorar quién eres. No trabajo para el Dominio, eso deberéis creerlo.

Ukmadorian la observó durante un largo rato frunciendo el ceño.

—No creo que lo seas —agregó luego el anciano—. De todos modos, nunca está de más asegurarse. Tu amigo Cathan no ha tenido inconvenientes con su brazalete y, tampoco tú los tendrás.

Ya casi no notaba la inerte banda gris que llevaba en la muñeca. Pero ¿me la quitarán alguna vez?

Unos veinte minutos después, tras haber convencido a Ravenna y. Ukmadorian, al menos por ahora, de que no pertenecíamos al Dominio, quitaron la llave de la puerta y nos guiaron a lo largo del corredor. Luego subimos dos niveles por la escalerilla
y
, llegamos al compartimento de observación.

Éste tenía que ser el buque que nos había atacado en el cabo

Lusatius; ninguna manta común era tan grande. El
Estrella Sombría
era un crucero de combate, definido por el Código Oceánico como todo buque que supera los ciento cuarenta metros de eslora. Había una imagen suya en un tanque de éter ubicado contra una pared: la ultraterrena coraza negra había desaparecido y el buque se veía ahora de color azul profundo como todas las otras mantas. Noté que llevaba más plataformas para lanzar armas de lo que se acostumbraba y, un par de conversores de aire de repuesto cerca de la popa.

Other books

Eye of Abernathy by Workman, RaShelle
The Cupid Effect by Dorothy Koomson
Stiletto by Harold Robbins
LUCIEN: A Standalone Romance by Glenna Sinclair
The Grimswell Curse by Sam Siciliano
Domiel by McClure, Dawn
The Orphan's Dream by Dilly Court


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024