Ben-Zuf, director supremo de esta caza, se movía y gritaba de un modo extraordinario, con gran regocijo de los demás individuos de la colonia que disfrutaban oyendo las invectivas soldadescas que dirigía a los desdichados volátiles. Durante algunos días se celebraron opíparos banquetes con la carne de las aves que se distinguían por sus cualidades comestibles, como patos silvestres, perdices, chochas, codornices, etcétera, y es de suponer que los cazadores las persiguieron con preferencia.
Al fin, comenzó a restablecerse el orden en la Colmena de Nina, porque sólo se libró de la encarnizada persecución un centenar de intrusos que buscaren refugio en los agujeros de la roca, de donde no era fácil desalojarles. Aquellos intrusos llegaron a considerarse como inquilinos de la habitación y no permitieron que se introdujeran en ella otros. Hubo, por consiguiente, una especie de tregua entre los partidos que luchaban por la independencia de su domicilio, y, por una transacción táctica, se dejó a aquellos huéspedes que guardaran la habitación. Y, en efecto, la guardaban de tal manera que el desdichado volátil que se extraviaba por las galerías sin derecho ni privilegio de inquilinato era expulsado o muerto inmediatamente por sus despiadados compañeros.
Un día, el 15 de abril, oyéronse gritos hacia la entrada de la galería principal. Era Nina que pedía socorro.
Pablo reconoció la voz de la italiana y, adelantándose a Ben-Zuf, apresuróse a llegar en auxilio de su amiguita.
—¡Ven, ven! —gritaba Nina—. Quieren matarla.
Pablo, precipitándose, vio media docena de gaviotas revoloteando en torno de la niña. Armado de un palo lanzóse a la pelea, consiguiendo ahuyentar a las rapaces aves marinas, aun a costa de algunos picotazos.
—¿Qué te sucede, Nina? —preguntó.
—Mira, Pablo —respondió la niña mostrándole un ave que tenía estrechada contra su pecho. Ben-Zuf, que llegó en aquel momento, la cogió de las manos de la niña y exclamó:
—¡Es una paloma!
Era, efectivamente, una paloma, un hermoso ejemplar de la especie de palomas viajeras, que tenía las alas ligeramente festoneadas y truncadas hacia su extremo.
—¡Ah! —exclamó de pronto Ben-Zuf—. ¡Por todos los santos de Montmartre, esta paloma trae un saco colgado del cuello!
Pocos momentos después la paloma se encontraba en poder del capitán Servadac, y sus compañeros, reunidos alrededor de la gran sala, la contemplaban con avidez.
—¡Aquí tenemos noticias de nuestro sabio! —dijo el capitán Servadac—. Como no está libre el mar, emplea las aves como correos para que traigan sus cartas. ¡Si siquiera firmara esta vez y diera las señas de su habitación…!
El saquito que llevaba la paloma había sido en parte desgarrado durante la lucha contra las gaviotas. Se abrió inmediatamente y encontróse en él una nota redactada con mucho laconismo, que decía así:
«Galia.
»Camino recorrido desde 1.° de marzo a 1.° de abril: 39.700.000 leguas.
»Distancia del Sol, 110.000 000 de leguas.
»Al paso, se ha apoderado de Nerina.
»Van a faltar víveres y…»
El resto de la nota, que las gaviotas habían desgarrado a picotazos, era ilegible.
—¡Ah, maldita casualidad! —exclamó el capitán Servadac—. La firma estaba aquí sin duda alguna, como también la fecha y el lugar de la noticia. Está escrita en francés y es seguramente francés el autor. ¡Y no poder socorrer a este desgraciado!
El conde Timascheff y el teniente Procopio volvieron al sitio del combate, con la esperanza de encontrar algún pedazo arrancado al escrito y en él la firma o algún indicio que los pusiera sobre la pista; pero sus investigaciones fueron inútiles.
—¿No sabremos jamás en qué lugar se encuentra este último superviviente de la Tierra? — exclamó el capitán Servadac.
—¡Ah! —dijo de pronto Nina—. Mira, Zuf, mira.
Y mostró a Ben-Zuf la paloma que tenía en la mano.
En el ala izquierda del ave veíase con toda claridad la impresión de un sello húmedo, en el que se leía una sola palabra que expresaba lo que más interesaba saber:
Formentera.
¡FORMENTERA! —exclamaron casi al unísono el conde Timascheff y el capitán Servadac. Era el nombre de una isla del grupo de las Baleares situado en el Mediterráneo. Esto indicaba con claridad y exactitud el punto que ocupaba entonces el autor de los documentos.
¿Pero qué hacía allí aquel francés? Si estaba, ¿vivía todavía?
No podía dudarse que era Formentera de donde había lanzado las noticias indicando las posiciones del fragmento del globo terrestre a que llamaba Galia.
De todos modos, el documento llevado por la paloma demostraba que el día 1.° de abril, o, lo que es lo mismo, quince días antes, estaba todavía en su puesto; pero aquel despacho se diferenciaba de los documentos anteriores que en el último no había el menor indicio de satisfacción. Ya no decía
va bene
, ni
all right,
ni
nihil desperandum
. Además, el despacho, únicamente redactado en francés, contenía un llamamiento supremo, una petición de socorro, puesto que anunciaba que iban a faltar los víveres.
El capitán Servadac hizo en pocas palabras estas observaciones y después agregó:
—Amigos míos, debemos ir en seguida a socorrer a ese desgraciado.
—O a esos desgraciados —añadió el conde Timascheff—. Capitán, estoy dispuesto a ir con usted.
—Es evidente —dijo entonces el teniente Procopio— que la
Dobryna
ha pasado cerca de Formentera cuando exploramos el sitio de las antiguas Baleares, y, por consiguiente, si no hemos visto tierra alguna es porque, en Formentera como Gibraltar, lo mismo que en Ceuta, sólo queda un pequeño islote de todo aquel archipiélago.
—Por pequeño que sea ese islote, lo encontraremos —respondió el capitán Servadac—. Teniente Procopio, ¿que distancia hay de aquí a Formentera?
—Ciento veinte leguas aproximadamente, capitán; y ahora tengo que preguntar a usted cómo piensa hacer este viaje.
—Me veré precisado a ir a pie —respondió Héctor Servadac—, puesto que el mar no está libre. Iremos patinando; ¿no es verdad, conde Timascheff?
—Marcharemos, capitán —dijo el conde ruso, que jamás era indiferente ni irresoluto para las obras de caridad.
—Señor —se apresuró a decir el teniente Procopio—; quisiera hacerle una observación, no para que dejara de cumplir un deber, sino por lo contrario, para que pueda cumplirlo con más seguridad.
—Habla, Procopio.
—El capitán Servadac y usted van a emprender la marcha; pero el frío es excesivo, el termómetro señala 22 grados bajo cero y reina un fuerte viento del Sur que hace insostenible esta temperatura. Admitiendo que puedan andar veinte leguas durante el día, necesitarán seis días para llegar a Formentera. Además, hay que llevar víveres, no sólo para ustedes dos, sino también para aquel o aquellos a quienes van a socorrer.
—Llevaremos el saco a la espalda como los soldados —respondió el capitán Servadac que no quería ver lo imposible, sino sólo lo difícil de semejante viaje.
—Está bien —respondió con frialdad el teniente Procopio—; pero necesitarán ustedes descansar con frecuencia durante el camino; y, como el campo de hielo está unido y compacto, no tendrán el recurso de abrir una gruta a semejanza de los esquimales.
—Correremos día y noche, teniente Procopio —respondió Héctor Servadac—, y en vez de seis días, llegaremos en tres o quizás en dos a Formentera.
—Es posible; admito que puedan ustedes llegar en dos días, lo que es sumamente difícil; pero, ¿que harán ustedes de los que se encuentren en el islote medio muertos de frío y de hambre? Si los traen consigo, sólo traerán cadáveres a Tierra Caliente.
Las palabras del teniente Procopio impresionaron profundamente a los oyentes. La imposibilidad de un viaje emprendido en semejantes condiciones, mostróse clara a los ojos de todos. Evidentemente, el capitán Servadac y el conde Timascheff, sin abrigo en aquel inmenso campo de hielo, podían caer para siempre si se levantaba algún viento impetuoso que los envolviera en torbellinos de nieve.
Héctor Servadac, arrastrado por un vivo sentimiento de generosidad y por el deseo de cumplir un deber, quería rechazar la evidencia y se obstinaba contra la fría razón del teniente Procopio. Además, su fiel Ben-Zuf no dejaba de sostenerle, declarándose dispuesto a que le firmaran su pasaporte con el de su capitán si el conde Timascheff vacilaba en emprender la marcha.
—¿Qué dice usted conde? —preguntó Servadac.
—Haré lo que usted haga, capitán.
—No podemos abandonar a nuestros semejantes sin víveres y, posiblemente, también sin abrigo.
—No podemos —asintió el conde Timascheff. Luego dirigiéndose a Procopio, le dijo:
—Si no hay otro medio de llegar a Formentera que el que tú rechazas, lo emplearemos a pesar de todo, confiando en la ayuda de Dios.
El teniente, absorto en su pensamiento, guardó silencio.
—¡Ah, si tuviéramos siquiera un trineo! —exclamó Ben-Zuf.
—Un trineo no es difícil de construir —dijo el conde Timascheff—; ¿pero dónde hay perros o renos que tiren de él?
—Tenemos dos caballos que podremos herrar para que anden sobre el hielo —dijo Ben-Zuf.
—No podrían soportar esta temperatura excesiva y sucumbirían en mitad del camino —respondió el conde.
—No importa —dijo el capitán Servadac—; no hay que vacilar; construyamos el trineo.
—Ya está construido —dijo el teniente Procopio.
—En ese caso, enganchemos…
—No, capitán. Tenemos un motor más seguro y más rápido que los caballos, que no podrían soportar las fatigas del viaje.
—¿Y es? —preguntó el conde Timascheff.
—El viento —respondió el teniente Procopio.
El viento era efectivamente un gran motor que los americanos utilizan para los trineos de vela. Estos trineos rivalizan actualmente con los trenes expresos de los ferrocarriles en las vastas praderas de la Unión, habiéndose obtenido una celeridad de cincuenta metros por segundo, o, lo que es lo mismo, de ciento ochenta kilómetros por hora. Ahora bien, el viento, a la sazón, soplaba del Sur con gran fuerza y podía imprimir a esta clase de vehículos una celeridad de doce a quince leguas por hora. Podríase, por consiguiente, entre las dos salidas del sol sobre el horizonte de Galia, llegar a las Baleares o al islote del archipiélago respetado por el inmenso desastre.
El motor estaba en disposición de funcionar; pero Procopio había agregado que también el trineo lo estaba. Efectivamente, el
yu-yu
de la
Dobryna
, de unos doce pies de largo y que podía contener de cinco a seis personas, era un verdadero trineo. Bastaba añadirle dos zapatas de hierro, que sosteniendo sus costados formaran dos patines sobre los que pudiera deslizarse, operación que el mecánico de la goleta ejecutaría en pocas horas. En aquel campo de hielo tan bien unido, y en el que no había obstáculo alguno, ni una sola eminencia, ni una sola grieta, la ligera embarcación, impulsada por la vela y corriendo viento en popa, se deslizaría con incomparable velocidad. Además, el
yu-yu
podía cubrirse de una especie de techo de tablas forrado de tela fuerte, para que sirviera de abrigo a los que lo dirigiesen a la ida y a los que volvieran después con ellos. Provistos de pieles, de alimentos, de cordiales y de una hornilla portátil alimentada con alcohol, podían llegar al islote en favorables condiciones, y conducir a Tierra Caliente a los que sobrevivieran en Formentera. No podía imaginarse nada mejor ni más práctico. Sin embargo, algo se podía objetar.
El viento era bueno para ir al Norte; pero cuando fuera necesario volver al Sur…
—No importa —exclamó el capitán Servadac—. Ahora sólo debemos pensar en llegar. Cuando estemos allí, pensaremos en el regreso.
Además, si el
yu-yu
no corría como una embarcación sostenida contra la deriva por el timón, podría quizá sortear el viento en cierta medida. Sus zapatas de hierro, al morder la superficie helada, le asegurarían la marcha en la dirección conveniente.
Era, por tanto, posible, si el viento no variaba de dirección cuando los viajeros regresaran, que pudiera, en cierto modo dar bordadas y adelantarse hacia el Sur. Esto se vería después.
El mecánico de la
Dobryna
, ayudado por algunos marineros, emprendió en seguida la obra, y al oscurecer del mismo día el
yu-yu
, provisto de una doble armadura de hierro encorvada hacia proa, protegido por un ligero techo en forma de toldo, con una especie de espadilla metálica que debía sostenerlo en lo posible contra las guiñadas, y lleno de provisiones, utensilios y mantas, se encontraba ya dispuesto para partir.
Entonces el teniente Procopio solicitó que se le dejara remplazar al conde Timascheff, puesto que el
yu-yu
no debía llevar más que dos pasajeros para el caso en que hubiera que trasladar varias personas, y la maniobra de la vela, lo mismo que la dirección exigían la mano y la pericia de un marino.
Esto no obstante, el conde Timascheff insistió en su deseo de acompañar al capitán Servadac; pero éste le rogó muy encarecidamente que lo remplazara al lado de sus compañeros, y viose obligado a ceder. El viaje era peligroso y los pasajeros del
yu-yu
iban a verse expuestos a mil peligros, pues una tempestad algo violenta era suficiente para que el frágil vehículo no resistiera. Si el capitán Servadac no debía volver, únicamente el conde Timascheff podía ser el jefe de la pequeña colonia… Consintió, pues, en quedarse.
El capitán Servadac no hubiera cedido su sitio a nadie, porque sin duda alguna era un francés el que pedía socorro y amparo, y al oficial francés correspondía llevárselos.
El 16 de abril, al salir el Sol, el capitán Servadac y el teniente Procopio embarcáronse en el
yu-yu
, después de despedirse de sus compañeros, cuya emoción fue grande al verlos dispuestos a lanzarse sobre la inmensa llanura blanca, con un frío que pasaba de 25 grados centígrados. Ben-Zuf estaba profundamente conmovido; los marineros rusos y los españoles estrecharon todos las manos del capitán y del teniente; y el conde Timascheff abrazó al valeroso oficial y a su fiel Procopio. Un beso de la pequeña Nina, cuyos grandes ojos apenas podían contener las lágrimas, puso término a aquella tierna escena de despedida. Después, se desplegó la vela, y el
yu-yu
, impulsado como por un ala inmensa, se perdió rápidamente más allá del horizonte.