También solía agregar que, según Arago, un astro, para merecer el hermoso nombre de cometa, debía, primero estar dotado de movimiento propio; segundo, describir una elipse muy prolongada y, por consiguiente, alejarse tanto que llegara a ser invisible desde el Sol y desde la Tierra.
La primera condición diferenciaba al astro de toda estrella, y la segunda lo diferenciaba de los planetas. No perteneciendo, pues, a la clase de los meteoros y no siendo tampoco planeta ni estrella, necesariamente tenía que ser cometa.
Al explicar el profesor Palmirano Roseta estas lecciones en su cátedra, no podía sospechar que algún día había de ser llevado por un cometa a través del mundo solar. Había tenido siempre por estos astros, cabelludos o no, especial predilección. ¿Presentía lo que le reservaba el porvenir? Probablemente, y, acaso, por esta razón se había especializado en el estudio y conocimiento de la cometografía. Lo que debía sentir particularmente en Formentera después del choque fue sin duda no tener auditorio, porque en otro caso se habría apresurado a empezar una lección respecto de los cometas, tratando el tema en el orden siguiente:
1.° ¿Qué número de cometas existen en el espacio?
2.° ¿Qué son cometas periódicos?
3.° ¿Qué probabilidades hay de que choquen la Tierra y un cometa cualquiera?
4.° ¿Cuáles serían las consecuencias del choque en el caso de que el cometa tuviera núcleo y en el caso de que no lo tuviese?
Palmirano Roseta, después de haber respondido a estas cuatro preguntas, habría satisfecho la curiosidad de sus discípulos más exigentes.
Esto es lo que el autor, en sustitución del profesor, se propone hacer en este capítulo. Respondiendo a la primera pregunta relativa al número de los cometas en el espacio, Kepler ha dicho que son tan numerosos en el cielo como los peces en el agua.
Arago calcula en diecisiete millones el número de los astros que peregrinan en los límites del mundo solar.
Lambert dice que hay quinientos millones desde aquí a Saturno solamente, es decir, en una extensión de trescientos sesenta y cuatro millones de leguas.
Otros cálculos elevan este número a setenta y cuatro mil billones.
Lo cierto es que se desconoce en absoluto el número de estos astros cabelludos, porque nadie los ha contado ni los contará jamás, pero son muchísimos. Para continuar y ampliar la comparación imaginada por Kepler, agregaremos que un pescador situado en la superficie del Sol no podría lanzar sus anzuelos al espacio sin prender en ellos algún cometa.
Además, existen en el universo otros muchos cometas que se han escapado de la influencia del Sol, y hay algunos tan vagabundos y desarreglados que salen caprichosamente del centro de atracción que les corresponde, para entrar en otro. Cambian de mundo solar con facilidad deplorable; los unos, apareciendo en el horizonte terrestre que antes no los había visto, y los otros, desapareciendo sin que vuelva a vérseles más. Ateniéndonos a los cometas que pertenecen, efectivamente, al mundo solar, ¿tienen órbitas fijas invariables y, por consiguiente, no pueden chocar unos con otros ni con la Tierra? No; estas órbitas están a merced de influencias extrañas; de elípticas pueden convertirse en parabólicas o hiperbólicas, y, hablando sólo de Júpiter, este astro es el mayor desorganizador de órbitas que existe. Según las observaciones de los astrónomos, parece que está interpuesto siempre en el camino que suelen seguir los cometas, sobre los que ejerce una influencia que puede serles funesta, y cuyo poder atractivo eclipsa.
Tal es, en sus rasgos principales, el mundo cometario, que consta de millones de astros. Respecto a la segunda cuestión, relativa a los cometas periódicos y no periódicos, investigando los anales astronómicos, encontraremos de quinientos a seiscientos cometas que han sido observados detenidamente en diferentes épocas; pero de este número sólo hay unos cuarenta, cuyos períodos de revolución se conocen con exactitud.
Estos cuarenta astros se dividen en cometas periódicos y no periódicos, los primeros de los cuales vuelven a aparecer en el horizonte terrestre después de un intervalo más o menos largo, pero casi regular. Los segundos, cuya vuelta no puede determinarse por anticipado, se alejan del Sol a distancias realmente inconmensurables.
Entre los cometas periódicos hay diez cuya periodicidad es de corta duración y cuyos movimientos están calculados con precisión suma. Son los cometas de Halley, de Encke, de Gambart, de Faye, de Brörsen, de Arrest, de Tuttle, de Winecke, de Vico y de Tempel.
Para ilustrar al lector que no esté muy versado en esta materia, expondremos con suma brevedad la historia de estos cometas, rogando, a los que ya la sepan, que nos perdonen la digresión.
El cometa de Halley es el que desde más antiguo se conoce. Se supone que fue visto en el año 134 y en el año 52, antes de Jesucristo, y después en los años 400, 855, 930, 1005, 1230, 1305, 1380, 1456, 1531, 1607, 1682, 1759, 1835 y 1910. Se mueve de Oriente a Occidente, o, lo que es lo mismo, en sentido inverso del movimiento de los planetas alrededor del Sol. Los intervalos que separan sus apariciones son de setenta y cinco y setenta y seis años, según sufran mayor o menor alteración en su revolución, por la vecindad de Júpiter y de Saturno, retrasos que llegan a seiscientos días.
El ilustre Herschel, instalado en el cabo de Buena Esperanza, al aparecer este cometa en 1835, y en mejores condiciones que los astrónomos del hemisferio boreal, siguió su marcha hasta fin de marzo de 1836, época en que su distancia de la Tierra lo hizo invisible. En su perihelio pasa a veintidós millones de leguas del Sol, o sea a una distancia menor que la de Venus, lo que había ocurrido también a Galia, y en su afelio se aleja a mil trescientos millones de leguas, esto es, más allá de la órbita de Neptuno.
El cometa de Encke completa su revolución en un período más corto que los demás, porque, por término medio, sólo es de mil doscientos cinco días, menos de tres años y medio. Se mueve de Occidente a Oriente; fue descubierto el 26 de noviembre de 1818, y, según el cálculo de sus elementos, se identificaba con el cometa observado en 1805. Como lo habían predicho los astrónomos, volvió a vérsele en 1822, 1825, 1829, 1832, 1835, 1838, 1845, 1848, 1852; etc., y jamás ha dejado de mostrarse sobre el horizonte terrestre en épocas determinadas Su órbita está contenida dentro de la de Júpiter; no se separa, por consiguiente, del Sol más de ciento cincuenta y seis millones de leguas, y se aproxima a él hasta trece millones, esto es, más que Mercurio. Se ha observado que e\ mayor diámetro de la órbita elíptica de este cometa disminuye progresivamente, siendo, por lo tanto, su distancia media al Sol cada vez más pequeña. Es probable que el cometa de Encke caiga al fin en el astro radiante, a no ser que antes de que esto ocurra sea volatilizado por el calor del Sol.
El cometa de Gambart o de Biela se vio en 1772, 1789, 1795 y 1805; pero hasta el 28 de febrero de 1826 no se determinaron sus elementos. Su movimiento es directo, y efectúa su revolución en dos mil cuatrocientos diez días, unos siete años aproximadamente. Durante su perihelio pasa a treinta y dos millones setecientas diez mil leguas de) Sol, esto es, un poco más próximo que la Tierra; y, durante su afelio, se aleja a doscientos treinta y cinco millones trescientas setenta mil leguas, o sea más allá de la órbita de Júpiter. En 1836 prodújose un curioso fenómeno en este cometa, y consistió en reaparecer en dos trozos sobre el horizonte terrestre. Seguramente lo había dividido en el camino la acción de alguna fuerza interior. Ambos fragmentos viajaban entonces juntos a setenta mil leguas uno de otro; pero en 1852 esta distancia era de quinientas mil leguas.
El cometa de Faye, visto por primera vez el 22 de noviembre de 1843, ejecuta su revolución en sentido directo y, calculados los elementos de su órbita, se predijo que volvería a aparecer en 1850 y 1851, al cabo de siete años y medio, o sea de dos mil setecientos dieciocho días.
La predicción se confirmó y el astro reapareció en la época anunciada como en las anteriores, después de pasar a sesenta y cuatro millones seiscientas cincuenta mil leguas del Sol, o sea más lejos que Marte, y alejarse doscientos veintiséis millones quinientas sesenta mil leguas, esto es, más que Júpiter.
El cometa Brörsen, descubierto el 26 de febrero de 1846, tiene movimiento directo y efectúa su revolución alrededor del Sol en cinco años y medio, o sea dos mil cuarenta y dos días. Su distancia en el perihelio es de veinticuatro millones seiscientas catorce mil leguas, y su distancia en el afelio de doscientas dieciséis millones de leguas.
El cometa de Arrest efectúa su revolución en poco más de dos años y medio, pasó en 1862 a poco más de once millones de leguas de Júpiter; el de Tuttle, en trece años y dos tercios; el de Winecke, en cinco años y medio; el de Tempel, en tiempo casi igual, y el de Vico, según parece, se ha extraviado en los espacios celestes; pero ninguno de estos astros ha sido observado completamente como los cinco cometas antes citados.
En cuanto a los principales cometas de largos periodos, cuarenta han sido estudiados con más o menos precisión. El cometa de 1556, llamado de Carlos V, que era esperado por los astrónomos hacia 1860, no ha reaparecido.
El cometa de 1680, estudiado por Newton y que, según Wkiston, ocasionó el diluvio acercándose demasiado a la Tierra, fue visto en el año 619 y en el 43, antes de Jesucristo, y, después, en 531 y en 1106. Su revolución en este caso sería de 675 años y créese que en su perihelio se aproxima tanto al Sol que recibe un calor veintiocho mil veces mayor que el que recibe la Tierra o lo que es lo mismo, dos mil veces la temperatura del hierro en fusión.
El cometa de 1586 puede compararse por la viveza de su brillo con una estrella de primera magnitud.
El de 1744 tenía varias colas, como un gran bajá girando alrededor del Gran Turco.
El de 1812, que dio su nombre al año de su aparición, lo recubría un anillo de ciento setenta y una leguas de diámetro, una nebulosidad de cuatrocientos cincuenta mil leguas y una cola de cuarenta y cinco millones de leguas.
El de 1843, del que se creyó que era el mismo que el de 1668, 1494 y 1317, fue observado por Cassmi, pero los astrónomos discrepan en la apreciación del tiempo que tarda en efectuar su revolución. Pasa a doce mil leguas del Sol con una celeridad de quince mil leguas por segundo. El calor que recibe durante su perihelio es igual al que pudieran enviar a la Tierra cuarenta y siete mil soles como el nuestro. Su cola era visible en pleno día; tanto acrecentaba su densidad aquella espantosa temperatura.
El cometa de Donati, cuyo esplendoroso brillo distinguíase extraordinariamente entre las constelaciones boreales, tiene una masa que se calcula en la septuagésima parte de la Tierra.
El cometa de 1862, sembrado de puntos luminosos, semeja, en su aspecto, una concha fantástica.
Por último, el cometa de 1864, que tarda en efectuar su revolución, la friolera de dos mil ochocientos siglos, se pierde, por decirlo así, en el espacio infinito.
Acerca de las probabilidades de que la Tierra choque con un cometa cualquiera, diremos que si se trazan en el papel las órbitas planetarias y las órbitas cometarias, se verá que se entrecruzan en muchos puntos; pero en el espacio no ocurre lo mismo.
Los planos en que están cruzadas esas órbitas están iluminados bajo ángulos diferentes en relación a la eclíptica que es el plano de la órbita terrestre. Esto no obstante, dado el grandísimo número de cometas que giran en el espacio, ¿no puede ocurrir que uno de ellos choque con la Tierra?
A esto puede contestarse lo siguiente:
La Tierra no sale jamás del plano de la eclíptica y la órbita que describe alrededor del Sol está comprendida por completo en este plano.
¿Qué es necesario para que la Tierra choque con un cometa? Tres circunstancias importantes, que son:
1.a Que el cometa encuentre a la Tierra en el plano de la eclíptica.
2.a Que el punto que el cometa atraviese en aquel momento preciso sea el mismo punto de la curva descrita por la Tierra.
3.a Que la distancia que separe el centro de los dos astros sea inferior a la suma de sus radios.
¿Pueden darse al mismo tiempo estas tres circunstancias y, por consiguiente, producirse el choque?
Cuando se formulaba esta interrogación a Arago, respondía:
—El cálculo de las probabilidades determina el medio de evaluar las de semejante encuentro, enseñando que, a la aparición de un cometa desconocido, hay doscientos ochenta millones de probabilidades contra una de que no choque con el globo terrestre.
Laplace, que no rechazaba la posibilidad de semejante encuentro, ha descrito las consecuencias de tal hecho en su notabilísima obra
Exposición del sistema del mundo.
¿Son estas probabilidades suficientemente tranquilizadoras? Respóndase cada cual a sí mismo, según sea su temperamento. Hay que advertir, además, que el cálculo del ilustre astrónomo se basa en dos elementos que pueden experimentar infinitas variaciones. Exige, en efecto: 1.° Que el cometa en su perihelio se encuentre más cerca del Sol que de la Tierra. 2.° Que el diámetro de este cometa sea igual a la cuarta parte del diámetro de la Tierra.
En este cálculo no se trata aún sino del encuentro del núcleo cometario con el globo terrestre, pues para enumerar las probabilidades de un encuentro con la nebulosidad se necesitaría multiplicarlas por diez, en cuyo caso tendremos doscientas ochenta y un millones contra diez o veintiocho millones cien mil contra uno.
Ateniéndose a los términos del primer problema, agrega Arago:
«Admitiendo momentáneamente que el cometa que choca con la Tierra aniquila toda la especie humana, el peligro de muerte que correría cada individuo a la aparición de un cometa desconocido sería exactamente el mismo que corriera si sólo hubiera una bola blanca en una urna que contuviera doscientos ochenta y un millones de bolas negras y que su condenación a muerte fuera la consecuencia inevitable de que saliera la bola blanca a la primera mano.
«Resulta, por consiguiente, de todo esto que no es imposible que choque la Tierra con un cometa; pero, ¿ha chocado alguna vez? No, responden los astrónomos, porque "Desde que la Tierra gira alrededor de un eje variable, no ha tenido encuentro alguno con ningún cometa".»
Efectivamente, a consecuencia de este choque instantáneamente un nuevo eje de rotación remplazaría al eje principal y las latitudes terrestres se encontrarían sometidas a continuas variaciones. La observación no ha señalado esas variaciones y la constancia de las latitudes terrestres demuestra que nuestro globo, desde su origen, no ha experimentado el choque de un cometa.