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Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

Hasta luego, y gracias por el pescado (5 page)

Y se detuvo.

Un pequeño terrier negro y de pelo crespo salió corriendo por detrás de un parapeto y, al ver a Arthur, empezó a gruñir.

Pero Arthur lo conocía, y bien. Era de un amigo suyo que trabajaba en una empresa de publicidad, y le llamaban Ignorantón porque la forma en que el pelo se le erizaba en la cabeza recordaba al presidente de los Estados Unidos de América. Y el perro conocía a Arthur, o al menos debía conocerlo. Era un animal estúpido, que ni siquiera sabía descifrar una señal de tráfico, y por eso mucha gente consideraba su nombre exagerado, pero al menos debía de ser capaz de reconocerle en vez de quedarse allí parado, con los pelos del cogote erizados, como si Arthur fuese la aparición más espantosa que hubiese irrumpido en su vida de débil mental.

Eso movió a Arthur a mirar de nuevo por la ventana, esta vez no para contemplar al emú que se estaba asfixiando, sino para ver su propio reflejo.

Al verse por primera vez en un ambiente familiar, hubo de admitir que el perro tenía razón.

Se parecía mucho al instrumento que utilizaría un campesino para ahuyentar a los pájaros, y no cabía duda de que si entraba en la taberna en su estado actual, suscitaría ciertos comentarios jocosos y, lo que sería peor, en aquel momento habría varias personas a las que conocería y que inevitablemente le bombardearían a preguntas que, de momento, no se encontraba en buenas condiciones de responder.

Will Smithers, por ejemplo, el dueño de Ignorantón, perro nada prodigioso y animal tan estúpido que lo habían despedido de uno de los anuncios de Will por ser incapaz de saber qué comida de perro debía preferir, pese al hecho de que en los demás cuencos habían vertido aceite de motores.

Will estaría dentro, seguro. Allí estaba su perro; y su coche, un Porsche gris 928S con un letrero en la ventanilla trasera que decía: «Mi otro coche también es un Porsche.» Maldito sea.

Lo miró y comprendió que acababa de enterarse de algo que antes desconocía.

Will Smithers, como la mayoría de los hijoputas superpagados e infraescrupulosos que Arthur conocía en el mundo de la publicidad, procuraba cambiar de coche todos los años en agosto y así decir a la gente que su contable le obligaba a hacerlo, aunque lo cierto era que el contable hacía todo lo posible por impedírselo debido a las pensiones por alimentos que tenía que pagar y todo eso; y aquél era el mismo coche que tenía antes, según recordó Arthur. El número de matrícula pregonaba el año.

Como ahora era invierno, y el incidente que tantos problemas causó a Arthur ocho años atrás, según su cómputo personal, había ocurrido a principios de septiembre, allí habían pasado menos de seis o siete meses.

Quedó tremendamente quieto por un momento y dejó que Ignorantón saltara de un lado para otro sin parar de ladrarle. Pasmado, comprendió algo que ya no podía ignorar: era un extraño en su propio mundo. Por mucho que lo intentaran, nadie podría ser capaz de creer su historia. No sólo parecía de locos, sino que los hechos la contradecían a simple vista.

¿Era aquello realmente la Tierra? ¿Existía la más leve posibilidad de que se hubiese cometido alguna equivocación sensacional?

La taberna que tenía delante le resultaba insoportablemente familiar en todos los detalles: cada ladrillo, cada trozo de pintura descascarillada; y en el interior percibía el ambiente cálido y cerrado, con el ruido, las vigas al descubierto, los apliques de falso hierro forjado, la barra pegajosa de cerveza en la que habían apoyado los codos personas que conocía; y, por encima, chicas recortadas en cartón mostrando bolsas de cacahuetes grapadas sobre los pechos. Era todo su ambiente, su mundo.

Hasta conocía al maldito perro. - ¡Eh, Ignorantón!

La voz de Will Smithers significaba que debía decidir rápidamente lo que iba a hacer. Si se quedaba allí, le descubrirían y empezaría el lío. Ocultándose sólo aplazaría el momento, y empezaba a hacer un frío intenso.

El hecho de que se tratase de Will le hizo más fácil la elección. No es que le cayera antipático: Will era bastante divertido. Sólo que resultaba un poco agobiante porque, como trabajaba en publicidad, siempre quería que uno supiera lo bien que él se lo pasaba y en dónde había comprado la chaqueta.

Pensando en todo eso, Arthur se ocultó detrás de una furgoneta. - ¡Eh, Ignorantón! ¿Qué pasa?

Se abrió la puerta y salió Will, llevando una cazadora de cuero de piloto que un amigo suyo había aplastado con un coche, por expresa petición de Will, en el Laboratorio de Investigación de Tráfico, para que adquiriese aquel aspecto de prenda muy usada.

Ignorantón aulló de placer y, teniendo toda la atención que quería, se olvidó alegremente de Arthur.

Will estaba con unos amigos, y habían inventado un juego que jugaban con el perro.

- ¡Comunistas! - gritaron al perro todos a coro -. ¡Comunistas, comunistas, comunistas!

El perro se volvió loco ladrando, saltando de un lado para otro, desgañitándose, fuera de sí, transportado en un éxtasis de rabia. Todos se rieron a carcajadas y lo celebraron, y se dispersaron gradualmente hacia sus respectivos coches y desaparecieron en la noche.

Bueno, esto arregla una cosa, pensó Arthur detrás de la furgoneta, no cabe duda de que éste es el planeta que recuerdo.

7

Su casa seguía en su sitio.

No tenía idea de cómo ni por qué. Había decidido ir a echar un vistazo mientras la gente se marchaba de la taberna, donde pensaba pedir habitación para pasar la noche, y allí la vio incólume.

Cogió una llave que guardaba bajo una rana de piedra del jardín y se apresuró a entrar porque, asombrosamente, sonaba el teléfono.

Lo había oído débilmente mientras subía por el sendero, echando a correr en cuanto comprendió de qué se trataba.

Tuvo que empujar la puerta con fuerza debido a la tremenda cantidad de correo que se había acumulado en el felpudo. Según descubriría más tarde, estaba atascada por catorce ofertas idénticas, dirigidas a su nombre para solicitar una tarjeta de crédito que ya poseía, diecisiete cartas iguales en las que se le amenazaba por el impago de facturas con cargo a una tarjeta que no tenía, treinta y tres cartas idénticas por las que se le comunicaba que lo habían elegido especialmente como persona de gusto y distinción que sabía lo que quería y adónde iba en el sofisticado mundo actual de la jet-set internacional, y que, por consiguiente, con seguridad le gustaría comprar una billetera elegantísima; también había un gatito atigrado, muerto.

Entró a duras penas por el paso relativamente estrecho que dejaba todo aquello, tropezó con un montón de ofertas de vinos que ningún connoisseur distinguido debía perderse, resbaló al saltar una pila de villas donde pasar las vacaciones en la playa, tropezó al subir la escalera a oscuras, llegó a su habitación y cogió el teléfono en el momento en que dejaba de sonar.

Jadeante, se derrumbó en la cama fría, que olía a humedad, y durante unos momentos cejó en sus esfuerzos por impedir que el mundo siguiera dando vueltas en torno a su cabeza de aquel modo tan insistente.

Cuando el mundo disfrutó de sus vueltecitas y se calmó un poco, Arthur alargó la mano hacia la lámpara de la mesilla, sin esperanza de que se encendiera. Para su sorpresa, lo hizo. Aquello gustó al sentido de la lógica de Arthur. Como la compañía de la luz le cortaba la corriente sin falta cada vez que pagaba el recibo, parecía muy razonable que no se la cortaran cuando no lo pagaba. Era evidente que, si les enviaba dinero, sólo llamaría la atención sobre sí mismo.

La habitación estaba casi igual que la había dejado, es decir, repelentemente desordenada, aunque el efecto quedaba un tanto paliado por una gruesa capa de polvo. Libros y revistas a medio leer yacían entre montones de toallas medio usadas. Calcetines desparejados se hundían en tazas de café a medio llenar. Lo que una vez fue un bocadillo a medio comer se había medio convertido ahora en algo de lo que Arthur no quería saber nada. Lanza un haz de rayos sobre todo esto, pensó, y empezarás de nuevo la evolución de la vida.

En la habitación sólo había cambiado una cosa.

Por un momento no percibió el objeto nuevo, porque estaba cubierto por una desagradable capa de polvo. Luego lo vio y clavó la mirada en él. Estaba Junto a una televisión vieja y maltrecha en la que sólo se podían ver cursos de la Universidad a distancia, porque si se intentaba ver algo más interesante, se rompía.

Era una caja.

Arthur se incorporó apoyándose en los codos y la observó con atención.

Era una caja gris, con una especie de lustre desvaído y de forma cúbica, de alrededor de treinta y tres centímetros de lado. Estaba envuelta con una sola cinta de color gris, rematada con un lazo bien dibujado,

Se levantó, se acercó y la tocó con sorpresa. Fuera lo que fuese, era evidente que la habían envuelto para regalo, con arte y delicadeza, y estaba esperando a que él la abriese.

Con cuidado, la levantó y volvió con ella a la cama. Limpió el polvo de la parte de arriba y desató la cinta. La parte de arriba de la caja era una tapa, con la solapa metida dentro.

La abrió y miró dentro. Había un globo de cristal, que descansaba en un fino papel de seda gris. Lo sacó, con cuidado. No era exactamente un globo, porque estaba abierto por abajo o, más bien, como Arthur comprendió al darle la vuelta, por arriba; y tenía un borde grueso. Era una pecera.

De un cristal maravilloso, perfectamente transparente, pero con un matiz gris plateado, parecía hecha de una mezcla de pizarra y cristal.

Despacio, Arthur empezó a darle vueltas entre las manos. Era uno de los objetos más bellos que había visto jamás, pero le tenía completamente perplejo. Miró dentro de la cala, pero aparte del papel de seda no había nada. En el exterior de la caja tampoco había nada.

Volvió a darle vueltas entre las manos. Era maravillosa. Exquisita. Pero era una pecera.

Le dio unos golpecitos con la uña del pulgar y se oyó un tañido profundo y delicioso que resonó por más tiempo del que parecía posible, y cuando al fin se apagó no pareció perderse, sino flotar en otros mundos, como en un sueño en alta mar.

Fascinado, Arthur volvió a revolvería entre las manos, y esta vez la luz de la polvorienta lamparita de la mesilla le dio en un ángulo diferente y centelleó sobre unas erosiones que había en la superficie. La sostuvo en alto, ajustando el ángulo a la luz, y de pronto vio claramente las formas delicadamente grabadas de unas palabras que reflejaban su sombra en el cristal.

«Hasta luego», decían, «y gracias...»

Eso era todo. Parpadeó y no entendió nada.

Durante otros cinco minutos movió el objeto una y otra vez, sosteniéndolo a la luz en diferentes ángulos, dándole golpecitos para oír su fascinante tañido y pensando en el significado de las borrosas letras, pero no halló ninguno. Finalmente se puso en pie, llenó la pecera con agua del grifo y volvió a depositarla en la mesa, junto a la televisión. Se sacudió la oreja, se sacó el pequeño pez Babel y lo dejó caer, coleando, en la pecera. Ya no lo necesitaría mas, salvo para ver películas extranjeras.

Volvió a tumbarse en la cama y apagó la luz.

Permaneció quieto y tranquilo. Absorbió la oscuridad que le envolvía, fue relajando poco a poco sus miembros de un extremo a otro, sosegó y normalizó la respiración, liberó la mente de todo pensamiento, cerró los ojos y le fue absolutamente imposible quedarse dormido.

La noche estaba desapacible. Las nubes de lluvia se habrían desplazado y en aquel momento centraban su atención sobre una pequeña cafetería para camioneros justo a las afueras de Bournemouth, pero al pasar molestaron al cielo, que ahora alentaba un aire húmedo y encrespado, como si no supiera de qué otra cosa sería capaz si le seguían provocando.

Salió la luna con aspecto acuoso. Parecía una bola de papel en el bolsillo trasero de unos vaqueros que acabaran de salir de la lavadora, y sólo el tiempo y la plancha revelarían si se trataba de una lista vieja de la compra o de un billete de cinco libras.

El viento se removió un poco, como la cola de un caballo que intentara decidir de qué humor estaba esta noche, y en algún sitio unas campanadas dieron la medianoche.

Una claraboya se abrió con un crujido.

Estaba agarrotada y hubo que darle tirones y convencerla un poco, porque el marco estaba un tanto podrido y en alguna época de su vida le habían pintado las bisagras bastante a conciencia, pero al final se abrió.

Se encontró un apoyo para sujetarla y entre las paredes abuhardilladas del techo, una figura apareció por la estrecha abertura.

Permaneció quieta, contemplando el cielo en silencio.

La figura era todo lo contrario de la criatura de aspecto salvaje que poco más de una hora antes había irrumpido como loca en la casa. Había desaparecido la deshilachada y harapienta bata, manchada por el barro de un centenar de mundos, grasienta por los condimentos de la detestable comida de un centenar de puertos espaciales; desaparecido también la melena enmarañada y la barba larga y llena de nudos, con el ecosistema floreciente y todo eso.

En cambio, allí estaba Arthur Dent, elegante y deportivo, con pantalones de pana y un jersey holgado. Llevaba el pelo limpio y corto y estaba bien afeitado. Sólo sus ojos seguían rogando al Universo que, fuera lo que fuera lo que le estaba haciendo, dejara de hacerlo, por favor.

No eran los mismos ojos con los que había contemplado por última vez aquel panorama, y el cerebro que interpretaba las imágenes recogidas por éstos, tampoco era el mismo. No es que le hubieran practicado alguna operación quirúrgica; era sólo la continua dislocación de la experiencia.

En aquel momento, la noche le parecía algo vivo, y el oscuro mundo que le rodeaba, un ser en el que tenía raíces.

Como un hormigueo en lejanas terminaciones nerviosas, sentía la corriente de un río distante, la ondulación de invisibles colinas, el nudo de densos nubarrones estacionados en algún punto remoto del Sur.

Sentía, también, el estremecimiento de ser un árbol, algo que no se esperaba. Sabía que introducir los dedos de los pies en la tierra producía una sensación agradable, pero jamás imaginó que lo fuese tanto. Notó que una oleada de placer, casi indecente, le llegaba desde New Forest. Pensó que en el verano debería tratar de ver cómo sentían las hojas.

Desde otra dirección le llegó la sensación de ser una oveja asustada por un platillo volante, pero era algo que prácticamente no se distinguía de la idea de ser una oveja atemorizada por cualquier otra cosa, pues tales criaturas aprendían muy poco de su peregrinaje por la vida y se alarmaban al ver el sol por la mañana, asombrándose de la cantidad de verde que había en los campos.

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