- Murray, no me interesa si es noticia. Sólo quiero saber cómo puedo ponerme en contacto con ese tipo de California que afirma saber algo al respecto. Pensaba que tú lo sabrías.
- La gente empieza a hacer comentarios - dijo Fenchurch aquella tarde, después de que metieran el violonchelo.
- No sólo hacen comentarios - repuso Arthur -, sino que los imprimen en grandes caracteres debajo de los premios del bingo. Y por eso pensé que sería mejor sacar billetes.
Le mostró los largos y estrechos billetes de avión.
- ¡Arthur! - exclamó ella, abrazándolo -. ¿Es que has conseguido hablar con él?
- He tenido un día de extremado agotamiento telefónico - explicó Arthur -. He hablado prácticamente con todas las secciones de prácticamente todos los periódicos de Fleet Street, y por fin he dado con su número.
- Evidentemente, has trabajado mucho; estás empapadito de sudor, pobre cariño.
- No es sudor - puntualizó Arthur, en tono cansino -. Acaba de venir un fotógrafo. Intenté discutir, pero... no importa, el caso es que sí.
- ¿Has hablado con él?
- Con su mujer. Me dijo que estaba muy raro como para ponerse al teléfono en aquel momento, y que volviera a llamar.
Se sentó pesadamente, se dio cuenta de que le faltaba algo y fue a buscarlo a la nevera.
- Quieres beber algo?
- Cometería un asesinato por conseguir una copa. Siempre se que voy a pasarlo mal cuando mi profesor de violonchelo me mira de arriba abajo y dice: «Sí, querida mía, creo que hoy haremos un poco de Tchalkovski.»
- Volví a llamar - prosiguió Arthur -, y la mujer me dijo que estaba a 3,2 años luz del teléfono y que llamara más tarde.
- Ah.
- Llamé más tarde. La mujer me dijo que la situación había mejorado. Ahora sólo estaba a 2,6 años luz del teléfono, pero seguía siendo una distancia muy grande para gritar.
- ¿No crees que haya otra persona con la que podamos hablar? - Inquirió Fenchurch en tono de duda.
- Es peor. Hablé con uno de una revista científica que le conoce, y me dijo que John Watson no sólo cree, sino que tiene pruebas concluyentes, que suelen proporcionarle ángeles con barbas doradas, alas verdes y sandalias del doctor Scholl, de que la teoría más de moda y estúpida del mes es cierta. Para la gente que duda de la validez de tales visiones, está dispuesto a mostrar alegremente los chanclos en cuestión, y eso es todo lo que se le saca.
- No me imaginaba que fuese tan difícil - comentó Fenchurch con voz queda y manoseando distraídamente los billetes de avión.
- Volví a llamar a la señora Watson. A propósito, quizá te interese saber que su nombre es Arcana Jill.
- Ya veo.
- Me alegro de que lo entiendas. Pensé que no te creerías nada, así que cuando volví a telefonear conecté el contestador automático para grabar la llamada.
Se dirigió al contestador automático y manipuló los botones durante un tiempo, porque era uno de los que recomienda especialmente la revista ¿Cuál?, y resulta casi imposible utilizarlo sin volverse loco.
- Aquí está - dijo al fin, enjugándose el sudor de la frente.
La voz era tenue y quebradiza debido al viaje de ida y vuelta al satélite geostático, pero también tranquila e inquietante.
- Quizá debería explicar - dijo la voz de Arcana Jill Watson - que, en realidad, el teléfono está en una habitación a la que él no entra nunca. Está en el Asilo, ¿comprende? A Wonko el Cuerdo no le gusta entrar en el Asilo, así que no lo hace. Creo que debe saberlo porque le ahorrará llamadas de teléfono. Si quiere conocerle, hay un medio muy fácil. Lo único que tiene que hacer es entrar. Sólo quiere ver a la gente fuera del Asilo.
La voz de Arthur en su tono más perplejo:
- Perdone, no entiendo. ¿Dónde está el Asilo?
- ¿Que dónde está el Asilo? - de nuevo la voz de Arcana Jill Watson -. ¿Ha leído alguna vez las instrucciones de un paquete de palillos mondadientes?
En la cinta, la voz de Arthur confesó que no.
- Quizá le interese hacerlo. Comprobará que aclaran un poco las cosas. Y le indicarán donde está el Asilo. Gracias.
Se oyó que se cortaba la comunicación. Arthur desconectó el aparato.
- Bueno, imagínate que es una invitación - sugirió Arthur, encogiéndose de hombros -. Logré que el de la revista científica me diera la dirección.
Fenchurch volvió a alzar la vista hacia él, frunció el ceño y miró de nuevo los billetes de avión.
- ¿Crees que vale la pena? - preguntó.
- Pues lo único en que coincidía toda la gente con la que hablé - repuso Arthur -, aparte de que todos pensaban que estaba loco de atar, es en que efectivamente sabe de delfines más que ningún otro hombre vivo.
- Anuncio importante. Este es el vuelo 121 a Los Angeles. Si sus planes de viaje para hoy no incluyen a Los Angeles, éste sería el momento perfecto para desembarcar.
En Los Angeles alquilaron un coche en uno de esos establecimientos que se dedican a alquilar los coches que la gente tira.
- A veces - advirtió el individuo con gafas de sol que les entregó las llaves -, es un poco difícil tomar las curvas, y resulta más sencillo bajarse y parar un coche que vaya en esa dirección.
Pasaron una noche en un hotel de Sunset Boulevard que les recomendaron por la diversión y sorpresas que causaba.
- Allí todo el mundo es inglés o raro, o las dos cosas. Hay una piscina donde se puede ir a ver a las estrellas de rock, inglesas leyendo Lenguaje, lógica y verdad para los fotógrafos.
Era cierto. Había una, y eso era exactamente lo que hacía.
El empleado del garaje no apreció su coche, pero no importaba porque ellos tampoco lo apreciaban.
A última hora de la tarde hicieron una excursión a las colinas de Hollywood, por la carretera de Mulholland, y se detuvieron a contemplar el deslumbrante mar de luces flotantes que es el valle de San Fernando. Convinieron en que la sensación de deslumbramiento se detenía inmediatamente detrás de la retina, sin afectar a ninguna otra parte del cuerpo, y se marcharon extrañamente insatisfechos del espectáculo. En cuanto a esplendorosos mares de luz, estaba bien, pero la luz tiene que iluminar algo, y como al pasar con el coche habían visto todo lo que aquel mar de luces iluminaba, no se fueron muy contentos.
Durmieron inquietos y hasta tarde, y se despertaron a la hora de comer, cuando el calor dejaba más atontado.
Fueron por la autopista de Santa Mónica, para echar el primer vistazo al Pacífico, el océano al que Wonko el Cuerdo se pasaba mirando todos los días y parte de sus noches.
- Alguien me contó - dijo Fenchurch - que en esta playa oyeron una vez a dos ancianas que estaban haciendo lo que tú y yo hacemos ahora, mirar el océano Pacífico por primera vez en la vida. Y al parecer, después de una larga pausa, una de ellas dijo a la otra: «¿Sabes?, no es tan grande como me esperaba.»
Se fueron animando a medida que caminaban por la playa de Malibú, mirando las elegantes casas de los millonarios, que se vigilaban mutuamente para comprobar lo ricos que cada uno de ellos se estaba haciendo.
Se animaron todavía más cuando el sol empezó a declinar por la mitad occidental del cielo, y al volver a su traqueteante vehículo para dirigirse hacia un crepúsculo delante del cual nadie con un poco de sensibilidad hubiera pensado en construir una ciudad como Los Angeles, se sintieron súbita, pasmosa e irracionalmente felices y ni siquiera les importó que la radio del terrible coche chatarroso sólo cogiese dos emisoras, y encima las dos juntas. Qué más daba, las dos emitían buen rock and roll.
- Sé que podrá ayudarnos - aseguró Fenchurch con determinación -. Estoy convencida. Repíteme el nombre con que le gusta que le llamen.
- Wonko el Cuerdo.
- Estoy segura de que podrá ayudarnos.
Arthur se preguntó si podría, y esperaba que así fuera y que Fenchurch encontrase lo que había perdido allí, en aquella Tierra, fuera la que fuese.
Confiaba, como continua y fervientemente lo había hecho desde la vez que hablaron a orillas del Serpentine, en que no lo obligaran a recordar algo que había enterrado firme y deliberadamente en los más remotos confines de su memoria, donde esperaba que no volviera a molestarle.
En Santa Bárbara pararon en un restaurante especializado en pescado que parecía un almacén acondicionado.
Fenchurch pidió un salmonete, y dijo que estaba delicioso.
Arthur comió un filete de pez espada y dijo que le había hecho enfadarse. Cogió del brazo a una camarera que pasaba y la reprendió con vehemencia.
- ¿Por qué es tan puñeteramente bueno este pescado? - preguntó enfadado.
- Disculpe a mi amigo, por favor - dijo Fenchurch a la sorprendida camarera -. Creo que al fin está pasando un buen día.
Si se coge un par de David Bowies y se pone uno encima de otro, para luego unir otro David Bowie al extremo de cada uno de los brazos del primer David Bowie de arriba y envolver todo ello en un viejo albornoz, se tendrá algo que no se parecería nada a John Watson, pero que resultaría inquietantemente familiar a los que le conocieran.
Era alto y delgaducho.
Cuando se sentaba en la tumbona a contemplar el Pacífico, no tanto con una especie de salvaje presunción ni tampoco con un pacífico y profundo decaimiento, resultaba un poco difícil decir dónde terminaba la tumbona y dónde empezaba él, y uno lo pensaría antes de ponerle la mano en el brazo, por ejemplo, no fuese que toda la estructura se viniera súbitamente abajo con un crujido seco y, de paso, se le llevara por delante el dedo pulgar.
Cuando dirigía la sonrisa a alguien, era algo verdaderamente notable. Parecía reflejar los peores aspectos de la vida, pero cuando los reunía en el orden preciso, uno se decía de pronto: «Bueno, entonces todo va bien.»
Cuando hablaba, uno se alegraba de que empleara a menudo la sonrisa que producía esa sensación.
- Pues sí - dijo -. Vinieron a verme. Se sentaron justo ahí, donde ustedes están sentados ahora.
Se refería a los ángeles de doradas barbas y alas verdes, con sandalias del Doctor Scholl.
- Comen nachos que, según dicen, no encuentran en el sitio de donde vienen. Beben mucha Coca Cola y son maravillosos en un montón de cosas.
- ¿Ah, sí? - dijo Arthur -. ¿De verdad? Así que... ¿cuándo fue eso? ¿Cuándo vinieron?
El también miraba al Pacífico. Había pequeñas aves llamadas lavanderas que corrían por la playa y parecían tener el siguiente problema: necesitaban encontrar alimento en la arena que una ola acababa de barrer, pero no soportaban mojarse las patas. Para solucionarlo, corrían con unos movimientos raros como si los hubiera fabricado en Suiza alguien muy listo.
Fenchurch estaba sentada sobre la arena, trazando figuras con los dedos.
- Solían venir los fines de semana en pequeñas scooters - informó Wonko el Cuerdo, que añadió sonriendo -: Son máquinas estupendas.
- Sí - repuso Arthur -. Ya veo.
Una tosecita de Fenchurch llamó su atención, y se volvió a mirarla. Había trazado dos figuras esquemáticas en la arena que los representaba a los dos en las nubes. Por un momento pensó que trataba de excitarle, pero luego comprendió que le estaba reprendiendo. «¿Quiénes somos nosotros para decir que está loco?», le estaba diciendo.
Su casa era verdaderamente peculiar, y como fue lo primero que Arthur y Fenchurch vieron al llegar, nos vendría bien saber a qué se parecía.
Su aspecto era el siguiente: Estaba al revés.
Literalmente al revés, hasta el punto que tuvieron que aparcar sobre la alfombra.
A lo largo de lo que habitualmente se denominaría fachada, que estaba pintada de ese rosa de tan buen gusto para decorar interiores, había estanterías de libros, un par de esas extrañas mesas de tres patas con tablero semicircular que guardan un equilibrio que sugiere que alguien ha derribado la pared por el medio, y cuadros que tenían el evidente propósito de calmar los nervios.
Lo verdaderamente raro era el techo.
Se replegaba sobre sí mismo como un sueño que Maurits C. Escher -si se hubiera dedicado a pasar noches frenéticas en la ciudad, cosa que no forma parte de los propósitos de esta historia, aunque al contemplar sus cuadros, sobre todo el de esos desgarbados escalones, resulta difícil no planteárselo-habría realizado después de haber visto algo parecido, porque las pequeñas arañas que debían estar colgadas dentro, estaban fuera, apuntando al cielo.
Desconcertante.
El letrero de encima de la puerta principal decía: «Pase al Exterior», que es lo que, nerviosos, habían hecho.
Dentro, claro está, era donde estaba el Exterior. Ladrillo visto, ángulos bien perfilados, canalones en buen estado, un sendero en el jardín, un par de arbolitos y unas habitaciones que salían de allí.
Las paredes Interiores se estiraban, se plegaban curiosamente y se abrían en los extremos como si -por una ilusión óptica que habría obligado a Maurits C. Escher a fruncir el entrecejo y preguntarse cómo lo habían conseguido-quisiera abarcar el propio océano Pacífico.
- Hola - les saludó John Watson, alias Wonko el Cuerdo.
Bien, dijeron para sus adentros, «Hola» es algo que podemos entender. - Hola - contestaron y, sorprendentemente, todo fueron sonrisas.
Durante un buen rato, Wonko el Cuerdo mostró una curiosa reticencia a hablar de los delfines, dedicándose a dejar la mirada perdida y a decir: «Se me ha olvidado...» siempre que salían a relucir, y a enseñarles orgullosamente todas las rarezas de su casa.
- Me gusta y me proporciona un curioso placer; además - declaró -, a nadie hace un daño que un buen óptico no pueda remediar.
Les cayó simpático. Era abierto, tenía un aire cautivador y parecía capaz de burlarse de sí mismo antes de que nadie le tomara la delantera.
- Su mujer mencionó algo sobre palillos de dientes - dijo Arthur con expresión inquieta, como si le preocupara que Arcana Jill apareciera de repente por una puerta y volviera a hablar de los palillos.
Wonko el Cuerdo soltó una carcajada franca y ligera, como si la hubiera utilizado mucho y le hiciera feliz.
- Ah, sí - dijo -. Eso viene de cuando al fin comprendí que el mundo se había vuelto completamente loco y construí el Asilo para meterlo allí, pobrecillo, con la esperanza de que se recuperase.
En ese momento fue cuando Arthur volvió a ponerse un poco nervioso.