- ¿Qué... te... - tartamudeó -. ¿Estás...?
Sacudió la cabeza y se echó los cabellos sobre los ojos, que se le llenaban de lágrimas temerosas.
Arthur se levantó rápidamente, la rodeó con los brazos y le dio un solo beso.
- A lo mejor puedes hacer lo que yo - dijo, y echó a andar saliendo derecho por la puerta del piso superior.
El disco llegó a la mejor parte.
La batalla en torno a la estrella Xaxis llegaba a su punto culminante. Las fulminantes fuerzas que lanzaba la enorme nave plateada ya habían destruido y reducido a átomos a centenares de naves de Zlrzla, feroces y llenas de armas terribles.
También había desaparecido parte de la luna, desintegrada por los mismos cañones de energía llameante que a su paso desgarraba hasta el propio tejido del espacio.
Pese a las terribles armas que poseían, las naves de Zlrzla que quedaban, irremediablemente superadas por el poder devastador de la nave xaxisianal huían a refugiarse tras la luna, cada vez más desintegrada, cuando la enorme nave perseguidora anunció súbitamente que necesitaba unas vacaciones y abandonó el campo de batalla.
Durante un momento redoblaron el miedo y la consternación, pero la nave había desaparecido.
Con sus formidables poderes, surcó vastas extensiones del espacio de formas irracionales con rapidez, sin esfuerzo y, sobre todo, en silencio.
Hundido en su grasiento y maloliente camastro, acondicionado en una escotilla de mantenimiento, Ford Prefect dormía entre las toallas soñando con sus antiguas obsesiones. En un momento soñó con Nueva York.
En su sueño era muy de noche, y paseaba por el East Side junto al río, que estaba tan sumamente contaminado que de sus profundidades surgían espontáneamente nuevas formas de vida, pidiendo el derecho al voto y a la seguridad social.
Una de ellas pasó flotando y le saludó con un gesto. Ford le devolvió el saludo.
La criatura avanzó trabajosamente en su dirección y subió a la orilla con esfuerzo.
- Hola - dijo -, acabo de ser creada. En el Universo soy completamente nueva, en todos los aspectos. ¿Puedes darme alguna indicación?
- Pues - dijo Ford, un tanto anonadado -, supongo que puedo decirte dónde hay unos cuantos bares.
- ¿Y qué me dices del amor y la felicidad? Noto mucho la falta de esas cosas - observó la criatura, agitando sus tentáculos -. ¿Puedes darme alguna pista?
- Algo parecido a lo que solicitas - repuso Ford - puedes encontrarlo en la Séptima Avenida.
- Noto por instinto - dijo la criatura en tono urgente - que necesito ser hermosa. ¿Lo soy?
- Eres bastante directa, ¿verdad?
- Es absurdo andarse con rodeos, ¿lo soy?
La criatura chorreaba por todas partes, sin dejar de chapotear y gimotear. Estaba despertando el interés de un borracho que andaba por allí.
- Para mí, no - contestó Ford que, al cabo de un momento, añadió -: Pero mira, la mayoría de la gente se las arregla. ¿Hay otros como tú ahí abajo?
- Ni idea, tío - respondió la criatura -. Como te he dicho, soy nueva. La vida me resulta completamente ajena. ¿Cómo es?
Eso era algo de lo que Ford podía hablar con conocimiento de causa.
- La vida - sentenció - es como un pomelo.
- Eh. ¿Y cómo es eso?
- Pues es algo de color amarillo anaranjado con hoyuelos por fuera y húmedo y carnoso por dentro. También tiene pipas. ¡Ah!, y algunas personas toman medio para desayunar.
- ¿Hay alguien más por ahí con quien pueda hablar?
- Supongo que sí - le informó Ford -. Pregunta a un policía.
Hundido en su camastro, Ford Prefect se removió y se volvió de otro lado. No era de sus favoritos porque no aparecía Excéntrica Gallumbits, la puta de tres tetas de Eroticón VI, que salía en muchos de sus sueños. Pero al menos era un sueño. Por lo menos dormía.
Por suerte había una fuerte corriente de aire en el callejón, porque Arthur no había hecho esa clase de cosas desde hacía mucho, al menos deliberadamente, y de esa forma es precisamente como no hay que hacerlo.
Giró bruscamente hacía abajo, casi partiéndose la mandíbula con el escalón de la puerta y dando una voltereta en el aire, tan súbitamente pasmado de la estupidez tan tremenda que acababa de cometer, que se olvidó por completo de que tenía que aterrizar en el suelo y no lo hizo.
Un buen truco, dijo para sí, si se sabe hacer. El suelo pendía amenazador sobre su cabeza.
Trató de no pensar en el suelo, en sus enormes dimensiones y en el daño que le haría si decidía dejar de estar allí colgado y se precipitaba de pronto sobre su cabeza. En cambio, intentó pensar en cosas bonitas, en lémures, que era justo lo idóneo, porque en aquel momento no podía recordar exactamente qué era un lémur, si una de esas criaturas que cruzan llanuras en majestuosos rebaños, en el país que fuera o si eran animales salvajes, así que resultaba algo difícil tener pensamientos bonitos sin recurrir a una especie de buena disposición general hacia las cosas, pero todo ello le mantenía la mente plenamente ocupada mientras su cuerpo trataba de acostumbrarse al hecho de que no estaba en contacto con nada.
Por el callejón revoloteó el envoltorio de una chocolatina que, tras un momento de aparente duda e indecisión, al fin permitió que el viento lo depositara, aleteante, entre él y el suelo.
- Arthur...
El suelo seguía gravitando amenazadoramente sobre su cabeza, y pensó que quizá era tiempo de hacer algo al respecto, como dejarse caer, que es lo que hizo, despacio. Muy, muy despacio.
Mientras caía de ese modo, cerró los ojos con cuidado para no chocar con nada.
Al cerrar los ojos, notó que la mirada le recorría todo el cuerpo. Una vez que le llegó a los pies, y que todo su cuerpo era consciente de que tenía los ojos cerrados y que no le daba miedo, despacio, muy, muy despacio, volvió el cuerpo en una dirección y la mente en otra.
Con aquello evitaría el suelo.
Ahora sentía claramente el aire en torno a él; giraba alegremente a su alrededor, como una brisa, indiferente a su presencia, y despacio, muy, muy despacio, abrió los ojos como volviendo de un sueño profundo y distante.
Ya había volado antes, claro, lo había hecho muchas veces en Krlkklt hasta que la cháchara de los pájaros se lo impidió, pero eso era otra cosa.
Ahí estaba en el aire de su propio mundo, sin alboroto y tranquilo, aparte de un ligero temblor que podía atribuirse a toda una serie de cosas.
A tres o cuatro metros por debajo de él veía el duro alquitrán y más allá, a la derecha, las amarillentas farolas de Upper Street.
Afortunadamente, el callejón estaba a oscuras pues la iluminación nocturna estaba regulada por un ingenioso mecanismo que encendía la luz poco antes de la hora de comer y la apagaba cuando empezaba a caer la tarde. Por lo tanto, se encontraba a salvo, envuelto en un manto de negra oscuridad.
Despacio, muy, muy despacio, alzó la cabeza hacia Fenchurch que, silenciosa, pasmada y sin aliento, estaba en el umbral de la puerta de arriba.
El rostro de ella se encontraba a unos centímetros del suyo.
- Iba a preguntarte - dijo ella, en tono bajo y voz temblorosa - qué estabas haciendo. Pero luego vi que estaba claro. Estabas volando.
Hizo una breve pausa, como si meditara.
- De modo que parecía una pregunta tonta - añadió.
- ¿Puedes hacerlo tú? - preguntó Arthur.
- No.
- ¿Te gustaría intentarlo?
Ella se mordió el labio y meneó la cabeza, no para decir que no, sino movida por el asombro. Temblaba como una hoja.
- Es muy fácil - la animó Arthur - si no sabes cómo hacerlo. Eso es lo importante. No estar nada seguro de cómo lo haces.
Sólo para demostrar lo fácil que era, revoloteó por el callejón, cayó hacia arriba de modo bastante espectacular y volvió a acercarse a ella como un billete de banco mecido por un soplo de viento.
- Pregúntame cómo lo he hecho.
- ¿Cómo... lo has hecho?
- Ni idea. Ni la más remota.
Fenchurch se encogió de hombros, asombrada. - Entonces, ¿cómo puedo...?
Arthur descendió un poco más y extendió la mano.
- Quiero que lo intentes - dije. Súbete en mi mano. Sólo con un pie.
- ¿Cómo?
- Inténtalo.
Nerviosa, dubitativa, casi como si tratara, pensó, de subirse a la mano de alguien que flotara en el aire justo delante de ella, puso un pie en su mano.
- Ahora, el otro.
- ¿Qué?
Levanta el otro pie.
- No puedo.
- Inténtalo.
- ¿Así?
- Así.
Nerviosa, dubitativa, casi, se dijo, como si... Dejó de pensar a qué se parecía lo que estaba haciendo, porque tenía la impresión de que no quería saberlo en absoluto.
Fijó firmemente la mirada en el canalón del tejado del decrépito almacén de enfrente que durante semanas la había inquietado porque estaba claro que iba a caerse, y se preguntó si tendrían intención de arreglarlo o si debería decírselo a alguien, y ni por un momento pensó que estaba de pie sobre las manos de alguien que no estaba de pie sobre nada.
- Y ahora - dijo Arthur -, alza el pie izquierdo.
Fenchurch creía que el almacén era de la fábrica de alfombras que tenía las oficinas en la esquina, y alzó el pie izquierdo, así es que seguramente iría a hablarles del canalón.
- Ahora - dijo Arthur - eleva el pie derecho.
- No puedo.
- Inténtalo.
Nunca había visto el canalón desde aquella perspectiva, y le pareció como si entre el fango y la broza acumulados pudiese haber un nido de pájaro. Si se inclinaba un poquito hacia adelante y elevaba el pie derecho, probablemente lo vería con más claridad.
Alarmado, Arthur vio que, en el callejón, un individuo estaba intentando robar la bicicleta de Fenchurch. De ningún modo quería verse envuelto en una discusión en aquel preciso momento, y esperó que aquel tipo lo hiciera tranquilamente y no mirase hacia arriba.
Tenía el aire silencioso y furtivo del que está acostumbrado a robar bicicletas en callejones y no esperaba ver a los dueños flotando a unos metros por encima de su cabeza. Esos dos hábitos le infundían serenidad, y prosiguió su trabajo con esmero y aplicación, y cuando descubrió que la bicicleta estaba atada con argollas de carbono de tungsteno a una barra de hierro empotrada en cemento, abolló las dos ruedas con toda calma y prosiguió su camino.
Arthur dejó escapar un largo suspiro.
- Mira que cáscara de huevo te he encontrado - le dijo Fenchurch al oído.
Los seguidores habituales de las hazañas de Arthur Dent quizá tengan una impresión de su carácter y costumbres que, aunque refleje la verdad y, por supuesto, nada más que la verdad, se quede un poco corta, en su composición, respecto a toda la verdad en el conjunto de sus aspectos gloriosos.
Y ello se debe a razones evidentes. Hay que corregir, seleccionar, armonizar lo interesante con lo importante y prescindir de todas las descripciones tediosas.
Como ésta, por ejemplo: «Arthur Dent se fue a la cama. Subió los quince peldaños de la escalera, entró en su habitación, se quitó los zapatos y calcetines y luego toda la ropa, prenda a prenda, depositándola en el suelo, en un pulcro y arrugado montón. Se puso el pijama, el azul a rayas. Se lavó la cara y las manos, los dientes, fue al retrete, comprendió que una vez más lo había hecho todo al revés, volvió a lavarse las manos y se acostó. Leyó quince minutos, diez de los cuales los pasó tratando de saber dónde se había quedado la noche anterior, luego apagó la luz y al cabo de un minuto o así se quedó dormido.
»Estaba oscuro. Durmió del lado izquierdo durante una hora larga. »Después se removió inquieto un momento y se volvió del lado derecho.
Una hora después pestañeó brevemente y se rascó la nariz con suavidad, aunque pasaron sus buenos veinte minutos antes de que se diera la vuelta del lado izquierdo. Y así pasó la noche, durmiendo.
»A las cuatro se levantó y fue al lavabo. Abrió la puerta del baño y...» Y así sucesivamente.
Es una estupidez. Así no avanza la acción. Vale para los libros gordos con los que prospera el mercado norteamericano, pero que en realidad no llevan a ninguna parte. Resumiendo, no interesan.
Pero también hay omisiones, aparte del lavado de dientes y de la búsqueda de calcetines limpios, en los que algunos han mostrado un desmesurado interés.
- ¿Terminó en algo aquel asunto que Arthur y Trillian se traían entre manos? - quieren saber esas personas.
A eso, por supuesto, hay que responder: ocúpense de sus asuntos.
- ¿Y qué hacía Arthur - preguntan -, todas aquellas noches en el planeta Krikkit? Sólo porque en ese planeta no había dragones de fuego de Fuolornis ni Dire Straits, no significa que todo el mundo se pasara la noche leyendo.
O para poner un ejemplo más concreto, que pasó la noche de la fiesta del comité en la Tierra Prehistórica, cuando Arthur se encontró sentado en la falda de una colina viendo cómo salía la luna por encima de las suaves llamas de los árboles en compañía de una hermosa joven llamada Mella, que recientemente había escapado de pasarse todas las mañanas mirando un centenar de fotografías casi idénticas de tubos de pasta de dientes caprichosamente iluminados en el departamento artístico de una agencia de publicidad del planeta Golgafrincham. ¿Qué pasó entonces? ¿Y luego? La respuesta es, por supuesto, que el libro se terminó.
El siguiente no continuó la historia hasta cinco años después, y eso, según algunos, es llevar la discreción demasiado lejos. ¿Quién es ese Arthur Dent - resuena el grito desde los más alejados rincones de la Galaxia, que hasta se incluye en una misteriosa prueba del profundo espacio cuyo origen se piensa viene de una galaxia foránea a una distancia demasiado horrible de calcular-un hombre o un ratón? ¿Es que no le interesan más que el té y las cuestiones más amplias de la vida? ¿Es que no tiene espíritu? ¿No tiene pasiones? Para decirlo con pocas palabras, ¿es que no folla?
Los que deseen saberlo, que sigan leyendo. Los que quieran saltárselo, quizá deban pasar al último capítulo, que es muy bueno y sale Marvin.
Durante un despreciable momento, mientras se elevaban, Arthur Dent se permitió pensar que esperaba que sus amigos, que siempre le habían encontrado agradable pero aburrido o, últimamente, aburrido pero agradable, se lo estuvieran pasando bien en la taberna, pero ésa fue la última vez, durante un tiempo, que pensó en ellos.