- Sólo está drogada - contestó su hermano, encogiéndose de hombros y sin desviar la vista de la carretera.
- Y eso está bien, ¿no? - dijo Arthur, alarmado.
- A mí me viene bien - repuso el hermano.
- ¡Ah! - comentó Arthur que, al cabo de pensarlo un momento, añadió -: Bueno.
Hasta el momento, la conversación había ido asombrosamente mal.
Tras una profusión de saludos iniciales, Russell y él habían descubierto que no se caían nada simpáticos el uno al otro, el hermano de la chica maravillosa se llamaba Russell, nombre que, para Arthur, siempre sugería hombres musculosos de bigote rubio y cabellos peinados con secador, que a la menor provocación se ponían esmoquin de terciopelo y camisa con chorreras y que en esa situación había que prohibirles por la fuerza que hablasen de partidas de billar.
Russell era un hombre musculoso y llevaba un bigote rubio. Tenía el cabello fino, peinado con secador. Para ser justo con él -aunque Arthur no veía la necesidad de serlo, aparte de por simple ejercicio mental-, debía reconocer que él mismo, Arthur, tenía un aspecto bastante siniestro. No se puede viajar a lo largo de cien mil años luz en compartimientos de equipaje sin empezar a desgastarse un poco, y Arthur parecía bastante raído.
- No es heroinómana - explicó Russell de pronto, como si tuviese la precisa idea de que pudiera serlo alguna otra persona que viajara en el coche -. Está bajo los efectos de un sedante.
- Pero eso es horrible - observó Arthur, volviéndose para mirarla otra vez.
La chica pareció removerse un poco y la cabeza le resbaló de lado sobre el hombro. Los cabellos negros se le deslizaron sobre el rostro, oscureciéndolo.
- ¿Qué le ocurre? ¿Está enferma?
- No - contestó Rusell -. Sólo loca de atar.
- ¿Cómo? - dijo Arthur, horrorizado.
- Chota, completamente chiflada. La llevo al hospital otra vez, y les voy a decir que le den otro repaso. Le dejaron salir cuando aún creía que era un puercoespín.
- ¿Un puercoespín?
Russell dio unos violentos bocinazos a un coche que apareció en una curva por en medio de la carretera y en dirección hacia ellos, lo que les obligó a girar bruscamente. La ira parecía sentarle bien a Russell.
- Bueno, a lo mejor no era un puercoespín - explicó después de serenarse de nuevo -. Aunque tal vez fuese más fácil tratarla si lo creyese. Si alguien cree que es un puercoespín, se le puede dar simplemente un espejo y unas fotografías de puercoespines y decirle que las compare con su propia persona, para que vuelva cuando se sienta mejor. Al menos, la ciencia médica podría ocuparse de ello, ésa es la cuestión. Aunque eso no parece suficiente para Fenny.
- ¿Fenny...?
- ¿Sabes lo que le regalé en Navidad?
- Pues no.
- El Diccionario de Medicina de Black.
- Bonito regalo.
- Eso pensé. Miles de enfermedades, todas en orden alfabético.
- ¿Y dices que se llama Fenny?
- Sí. Le sugerí que eligiese. Todas las enfermedades que aquí ves tienen cura. Se pueden recetar los medicamentos adecuados. Pero no, ella ha de tener algo diferente. Sólo para complicarse la vida. Ya era así en el colegio, ¿sabes?
- ¿En el colegio?
- Sí. Tropezó jugando al hockey y se rompió un hueso que nadie conocía.
- Comprendo lo que pueden molestar esas cosas - dijo Arthur en tono de duda.
Se llevó una buena decepción al saber que la chica se llamaba Fenny. Era un nombre bastante soso y ridículo, como el que una tía solterona y desagradable se pondría a sí misma si no pudiera soportar dignamente el nombre de Fenella.
- No es que no me diera pena - prosiguió Russell -, pero resultaba un poco molesto. Estuvo cojeando durante meses.
Redujo la marcha.
- Te bajas aquí, ¿verdad?
- Ah, no - repuso Arthur -, ocho kilómetros más adelante. Si no es molestia.
- Conforme - dijo Russell tras hacer una pausa muy breve para indicar que no lo era.
Volvió a acelerar.
En realidad, era el desvío que debía tomar, pero Arthur no podía marcharse sin averiguar algo más sobre aquella muchacha que tanta impresión le había causado sin haber siquiera vuelto en sí. Podría tomar cualquiera de los dos desvíos siguientes.
Iban en dirección al pueblo en donde Arthur había tenido su hogar, aunque su mente vacilaba al tratar de imaginar lo que encontraría allí. Había visto sitios conocidos que pasaban rápidamente, como fantasmas en la oscuridad, que le causaron estremecimientos que sólo las cosas muy normales pueden producir cuando se ven de improviso y a una luz poco familiar.
En su cómputo personal del tiempo, hasta el punto en que era capaz de calcularlo tras vivir en las extrañas órbitas de soles lejanos, hacía ocho años que se había marchado, pero no podía saber cuánto tiempo había pasado en el lugar donde ahora se encontraba. En realidad, los acontecimientos que hubieran ocurrido superaban su agotada capacidad de comprensión, porque este planeta, su hogar, no debería estar aquí.
Ocho años atrás, a la hora de comer, este planeta había sido demolido, destruido por completo, por las enormes naves amarillas de los vogones, que se cernieron en el cielo de mediodía como si la ley de la gravedad no hubiese sido más que una disposición municipal cuyo infgringimiento no tuviera más importancia que el de un estacionamiento indebido.
- Delirios - dijo Russell.
- ¿Cómo? - repuso Arthur, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
- Dice que padece el extraño delirio de que vive en el mundo real. No sirve de nada decirle que, de hecho, está viviendo en el mundo real, porque se limita a contestar que por eso es por lo que los delirios son tan extraños. No sé qué te parecerá a ti, pero esa clase de conversación a mí me resulta bastante agotadora. Mi receta es darle unas pastillas y largarme a tomar una cerveza. Y es que no se puede aguantar tantas tonterías, ¿verdad?
Arthur frunció el ceño, no por primera vez.
- Pues...
- Y todos esos sueños y pesadillas. Los médicos siguen hablando de extraños saltos en la configuración de sus ondas cerebrales.
- ¿Saltos?
- Esto - dijo Fenny.
Arthur se volvió rápidamente en el asiento y miró con fijeza a los ojos de la muchacha, súbitamente abiertos pero absolutamente en blanco.
Lo que miraba, fuera lo que fuese, no estaba en el coche. Sus ojos parpadearon, su cabeza se irguió una vez y luego la chica se durmió tranquilamente.
- ¿Qué ha dicho? - preguntó Arthur, inquieto.
- «Esto»
- ¿Esto, qué?
- ¿Esto qué? ¿Cómo demonios voy a saberlo? Este puercoespín, aquel guardavientos de chimenea, el otro par de tenacillas de don Alfonso. Está loca de atar. Creía haberlo mencionado.
- Parece que no te importa mucho - dijo Arthur, ensayando un tono lo más natural posible que no pareció salirle.
- Oye, tío...
- De acuerdo, lo siento. No es asunto mío. No quería decir eso - se disculpó Arthur, que añadió, mintiendo -: Está claro que te preocupa mucho. Sé que tienes que enfrentarte a ello de algún modo. Discúlpame. Vengo en autostop desde el otro lado de la nebulosa Cabeza de Caballo.
Miró con furia por la ventanilla.
Estaba asombrado de que, entre todas las sensaciones que aquella noche pugnaban por encontrar sitio en su cabeza al volver al hogar que creía esfumado para siempre, la única que se imponía era la obsesión hacia aquella extraña muchacha de quien nada sabía aparte de que le hubiera dicho «esto», y el deseo de que su hermano no fuese un vogón.
- Así que, humm, ¿qué eran los saltos, ésos de que hablabas antes? - siguió diciendo tan rápido como pudo.
- Mira, es mi hermana; ni siquiera sé por qué te hablo de ello...
- Vale, lo siento. Quizá sería mejor que me dejaras aquí. Esto es...
En cuanto lo dijo, bajar del coche se hizo imposible, porque la tormenta que había pasado de largo volvió a desencadenarse de nuevo. El horizonte se surcó de relámpagos y parecía que sobre sus cabezas caía algo parecido al océano Atlántico pasado por un tamiz.
Russell soltó un taco y condujo con mucha atención durante unos segundos entre los rugidos que el cielo les lanzaba. Descargó la ira acelerando temerariamente para adelantar a un camión que llevaba el letrero de «McKenna, transportes en cualquier clase de tiempo». Al amainar la lluvia, cedió la tensión.
- Todo empezó con aquel agente de la CIA que encontraron en el pantano, cuando todo el mundo sufría aquellas alucinaciones y todo eso, ¿recuerdas?
Arthur consideró por un momento si debía mencionar de nuevo que acababa de volver en autostop del otro lado de la nebulosa Cabeza de Caballo, y que por eso, y por otras razones adicionales y pasmosas, se encontraba un poco al margen de los últimos acontecimientos; pero decidió que aquello sólo serviría para complicar más las cosas.
- No - contestó.
- Entonces fue cuando se volvió chaveta. Estaba en un café, en no sé qué sitio. En Rickmansworth. No sé qué había ido a hacer, pero allí fue donde perdió la razón. Según parece, se puso en pie, anunció que acababa de tener una revelación extraordinaria, O algo así, se tambaleó un poco con aire aturdido y, para rematarlo, se derrumbó sobre un bocadillo de huevo gritando.
Arthur dio un respingo.
- Lo siento mucho - manifestó, un tanto ceremonioso. Russell emitió una especie de gruñido.
- ¿Y qué estaba haciendo en el pantano el agente de la CIA? - preguntó Arthur en un esfuerzo por atar cabos.
- Flotar en el agua, claro está. Estaba muerto.
- Pero ¿qué...?
- Vamos, ¿es que no te acuerdas de todo aquello? ¿De las alucinaciones? Todo el mundo dijo que era un escándalo, que la CIA estaba haciendo experimentos para la guerra con armas químicas o algo así. Con la disparatada teoría de que, en vez de invadir un país, resultaría más barato y eficaz hacer que la gente se creyera que estaba invadida.
- ¿De qué alucinaciones se trataba exactamente...? - Inquirió Arthur con voz muy queda.
- ¿Cómo que de qué alucinaciones se trataba? Me refiero a toda aquella historia de grandes naves amarillas, de que todo el mundo se volvía loco y decía que se iba a morir, y luego, zas, los platillos volantes desaparecían cuando se pasaba el efecto. La CIA lo negó, lo que significa que debe de ser cierto.
Arthur sintió que se le iba un poco la cabeza. Apoyó la mano para sujetarse en algún sitio y apretó fuerte. Empezó a abrir y cerrar la boca con movimientos breves, como si fuese a decir algo, pero no le salió ni palabra.
- De todos modos - prosiguió Russell -, a Fenny no se le pasaron tan pronto los efectos de aquella droga, fuera lo que fuese. Yo estaba decidido a demandar a la CIA, pero un abogado amigo mío me dijo que sería lo mismo que lanzarse al ataque de un manicomio armado con un plátano, así que...
Se encogió de hombros.
- Los vogones... - chilló Arthur -. Las naves amarillas..., ¿desaparecieron?
- Pues claro que sí, eran alucinaciones - contestó Russell, mirando a Arthur de extraña manera -. ¿Pretendes decir que no te acuerdas de nada de eso? ¿Dónde has estado, por el amor de Dios?
Para Arthur, ésa era una pregunta tan asombrosamente buena, que de la impresión a punto estuvo de botar en el asiento.
- ¡¡¡Dios!!! - gritó Russell, tratando de dominar el coche, que de pronto empezó a patinar.
Lo apartó del paso de un camión que venía en el otro sentido y viró bruscamente hacia la cuneta llena de hierba. Cuando el coche se paró dando tumbos, la muchacha salió precipitada del asiento de atrás y cayó desmadejado encima de Russell.
Arthur se volvió espantado.
- ¿Está bien? - preguntó bruscamente.
Con gesto colérico, Russell se llevó las manos al cabello, peinado con secador. Se tiró del rubio bigote. Se volvió hacia Arthur.
- ¿Quieres hacer el favor - le dijo - de soltar el freno de mano?
Había un paseo de seis kilómetros hasta su pueblo: un kilómetro y medio hasta la desviación adonde el abominable Russell se había negado abruptamente a llevarle y, desde allí, otros tres kilómetros y medio de sinuoso camino rural.
El Saab se perdió en la noche. Arthur lo miró alejarse, tan pasmado como podría estarlo un hombre que, tras creerse completamente ciego durante cinco años, descubriera de pronto que simplemente había llevado un sombrero demasiado grande.
Sacudió bruscamente la cabeza, con la esperanza de que ese gesto desalojara algún hecho sobresaliente que encajaría en su sitio y daría sentido al Universo, por otra parte totalmente desconcertante; pero como el citado hecho sobresaliente, si es que había alguno, no coincidía con nada, echó a andar de nuevo carretera adelante, confiado en que un buen paseo vigoroso, y tal vez incluso unas buenas ampollas dolorosas contribuirían al menos a reafirmarle en su propia existencia, ya que no en su cordura.
Llegó a las diez y media, dato que averiguó a través de la ventana, grasienta y entelada, de la taberna del Horse and Groom, en la que desde hacía muchos años colgaba un viejo y baqueteado reloj de Guinness con un dibujo que representaba a un emú con una jarra de cerveza atascado, en forma bastante divertida, en el gaznate.
Era la taberna donde había estado el fatídico mediodía en que su casa fue demolida y, a continuación, todo el planeta Tierra; o mejor dicho, dio la impresión de que fue demolido. No, maldita sea, fue destruido, porque si no, ¿dónde demonios había estado él durante los últimos ocho años, y cómo había llegado allí de no ser en una de las enormes naves amarillas de los vogones que, según el odioso Russell, no eran más que alucinaciones producidas por una droga? Y si lo habían realmente demolido, ¿qué era aquello donde tenía plantados los pies...?
Desechó aquellas lucubraciones porque no le llevarían más lejos de donde estaba veinte minutos antes, cuando empezó a hacerlas.
Comenzó de nuevo.
Aquélla era la taberna donde había estado el fatídico mediodía durante el cual sucedió lo que ahora estaba tratando de averiguar, fuera lo que fuese, y...
Seguía sin tener sentido. Volvió a empezar.
Aquélla era la taberna donde...
Aquélla era una taberna.
En las tabernas servían bebidas, y a él no le vendría nada mal tomar una. Satisfecho de que esa embarullada concatenación de ideas le hubiera finalmente conducido a una conclusión que, además, le hacía feliz aunque no fuese la que se había propuesto encontrar se dirigió hacia la puerta de la taberna.