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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (14 page)

Los sacerdotes quedaban facultados para llamar la atención por la calle a quienquiera que «atentara contra la honestidad». Etcétera. El camarada Dávila, que en cuestión de mujeres siempre decía «que a nadie le amarga un dulce», consideró aquel juego extremadamente aventurado.

—¡Sí, ya lo sé! Concluí un pacto con el obispo. Me encuentro atado de pies y manos. No obstante, he de hacer algo… He de demostrar de algún modo mi disconformidad.

La ocasión se le presentó con motivo del más drástico de los proyectos del doctor Gregorio Lascasas: cerrar las casas de prostitución. El Gobernador Civil entendía que la medida era contraproducente y que la posguerra exigía determinados desahogos que no se podían bloquear de un plumazo. Así, pues, se opuso a ello. Se negó en redondo mediante un oficio en el que estampó todos los sellos de que disponía en el Gobierno Civil. Y al tiempo que lamía el sobre para enviarlo inmediatamente a Palacio, le dijo a Mateo:

—Lo que son las cosas. A mí la prostitución me parece una obra tan oxigenante que si de mí dependiera le concedería a la Andaluza la Medalla de Beneficencia.

Otro capítulo que lo preocupaba, pero en el que tampoco podía intervenir como hubiera deseado, era el de la Justicia. Estaba enterado de la forma en que actuaba
Auditoría de Guerra
y de los «trabajillos» que llevaba a cabo la brigadilla Diéguez, aquella que tenía aterrorizado a la Torre de Babel. Ahí echó mano de sus muy cordiales relaciones con el Jefe de Policía, don Eusebio Ferrándiz, persona ponderada, que lo apoyó desde el primer momento en nombre de la ortodoxia profesional. No puede decirse que obtuviera grandes éxitos; sin embargo, tampoco luchó en vano. Por ejemplo, consiguió que varias personas cuyo único delito consistía en haber hecho durante la guerra pinitos literarios en
El Demócrata
y en alguna revista, fueran puestas en libertad.

Si bien la gestión moderadora que mejor le salió fue la relacionada con los hermanos Costa, los célebres ex diputados de Izquierda Republicana. El Gobernador se interesó por ellos, haciendo hincapié en que eran hermanos de Laura y habían colaborado en Marsella con el notario Noguer, y obtuvo la promesa formal de que en cuanto regresasen de Francia, como por lo visto tenían proyectado, «serían juzgados con buena disposición de ánimo».

En cambio, nada pudo hacer en favor del doctor Rosselló, el padre del camarada Rosselló, lo cual provocó una situación dramática. En efecto, el día en que el muchacho se decidió a confesarle que tenía a su padre escondido en casa y que era preciso salvarlo, el camarada Dávila, después de tragarse sin mascar uno de sus caramelos, le dijo: «¿Qué puedo hacer, amigo mío? Tu padre era masón y la Ley de Responsabilidades Políticas es tajante al respecto. Lo es tanto, que preferiría que tu padre hubiera robado un par de caballos de la guardia mora de Franco. ¿Comprendes lo que quiero decir?». El camarada Rosselló asintió con la cabeza. «Sí, claro…» Y el muchacho casi se echó a llorar.

En resumen, el camarada Dávila no se concedía tregua y demostraba arrestos para pechar con cuantas dificultades se le presentasen. Lo curioso era que el juicio emitido por el notario Noguer y el profesor Civil, en el sentido de que ponerle pegas a un hombre acostumbrado a mandar era perder el tiempo. No tenía vigencia en cuanto el Gobernador traspasaba la puerta del hogar. Dentro, se mostraba precisamente cada vez más vulnerable, hasta el extremo que ya no se limitaba a pedirle a su esposa, María del Mar, la opinión que le merecían las personas que iban conociendo o que colaboraban con él directa o marginalmente. ¡Ahora les pedía la opinión incluso a sus hijos, a Pablito y a Cristina! Lo que se justificaba a sí mismo con el argumento de que todos los niños del mundo, pero especialmente los suyos, gozaban de un sexto sentido que les permitía detectar lo bueno y lo malo, muchas verdades escondidas.

Este hábito, revelador de una íntima vacilación, se evidenció claramente al término de la gran fiesta que con motivo de su cumpleaños organizó en el Gobierno Civil.

Acudieron al acto gran número de invitados —entre ellos, el apuesto capitán Sánchez Bravo, hijo del general, ya incorporado a la guarnición gerundense—, y Pablito y Cristina cumplieron con soltura y clase su tarea de ayudar a su madre en atenderlos, animando con su presencia la velada.

Pues bien, acabado el festejo, cuando la familia se quedó sola, el camarada Dávila se dirigió a Pablito y con aire alegre, como quitándole importancia a la cosa, le dijo:

—Vamos a ver, hijo. ¿Cuál es la persona que menos te ha gustado de todas las que han venido esta tarde?

Pablito, que crecía desmesuradamente y que tenía el pelo rubio como Cristina, pero mucho más rebelde, contestó sin vacilar:

—El doctor Chaos.

El Gobernador quedó pensativo. Y seguidamente añadió:

—¿Y la que te ha gustado más?

Tampoco esta vez vaciló el muchacho.

—Manolo —contestó.

¡Santo Dios! El Gobernador irguió el busto y por un momento su silueta fue jocosa.

Pablito se refería a uno de los tenientes jurídicos de complemento que ejercían en
Auditoría de Guerra
—por tanto, compañero de José Luis Martínez de Soria—, llamado Manuel Fontana, de Barcelona, y con el que, lo mismo él que María del Mar, habían coincidido últimamente en varias ocasiones.

La sorpresa del Gobernador se debió a que dicho teniente, conocido familiarmente por Manolo, apenas si estuvo quince minutos en la reunión y porque la opinión de Pablito coincidía plenamente con la de María del Mar, quien la víspera le había dicho: «¿Sabes una cosa? Ese muchacho, Fontana, es una joya. Ojalá se quitara el uniforme y te ayudara en el Gobierno Civil».

El camarada Dávila, que no salía de su asombro, insistió:

—Dime, Pablito. ¿Por qué te ha gustado tanto Manolo, si puede saberse?

—No lo sé, papá. Es muy simpático…

Simpático… ¿Era eso una respuesta? ¿Debía valorar la simpatía con vistas al equipo de colaboradores de que el Gobernador quería rodearse?

El camarada Dávila puso la mano en la cabeza de su hijo y le alborotó el pelo más aún. A veces sentía tan hondamente que aquel pedazo de carne era suyo, que se le humedecían los ojos.

¡Ah, en cambio Pablito, aunque alegre, era muy concreto, y mucho menos sentimental que los gerundenses de la zona idílica de la Cerdaña! Se pasaba el día leyendo, leyendo cuantos papeles impresos caían en sus manos. Un tanto excesivo para su edad. El camarada Dávila lo hubiera preferido más frívolo, más inclinado a expansionarse; pero era inútil. El único juego que le gustaba a Pablito era el billar. Por fortuna, había uno en la casa, que se trajeron de Santander y en el que de vez en cuando padre e hijo libraban duras batallas, pues el Gobernador opinaba que el billar era un ejercicio disciplinante, que estimulaba al mismo tiempo la imaginación y el rigor, con la única desventaja de que «a menudo obligaba a levantar ridículamente la pierna derecha».

—¿Y tú, Cristina? ¿Con quién lo has pasado mejor en la fiesta?

Cristina, que sostenía entre las manos un conejillo de trapo —los animalillos de trapo la chiflaban tanto como los libros a Pablito—, cerró por espacio de unos segundos graciosamente la boca y luego respondió:

—Contigo, papá…

¡Ah, no! Aquello era demasiado. El Gobernador se emocionó más de lo debido. La familia era un peligro, tanto o más grave que las mangas cortas y los escotes. Si no conseguía domeñar su universo afectivo, estaba perdido.

—No seas tonta, Cristina. Me refiero a los invitados.

La niña se echó a reír.

—Pues, de los invitados… doña Cecilia.

—¿Es posible?

Sí, lo era. Doña Cecilia era la esposa del general. Por lo visto estaba tan contenta con la llegada de su hijo, el capitán Sánchez Bravo, que no sólo se extralimitó un poco en la fiesta, bebiendo champaña, sino que sostuvo con Cristina un largo diálogo, contándole que, si un día llegaba a ser rica, se compraría muchos sombreros y muchos collares.

—¿Y por qué te ha gustado tanto doña Cecilia, vamos a ver?

Cristina tiró al aire el animalejo con que jugueteaba y dijo:

—Porque cuando sonríe se parece a este conejillo.

Capítulo VI

«La Voz de Alerta», por su condición de alcalde, era en cierto modo el gran triunfador de Gerona. Su bastón de mando no lo podía todo, pero podía mucho. «La Voz de Alerta» se daba cuenta de ello cuando entraba en cualquiera de los cines de la ciudad y el acomodador lo conducía a la fila de butacas reservada para las autoridades, fila señalada con un cordón rojo en el pasillo. Aquel cordón rojo era la línea divisoria entre los demás y la jerarquía, entre los demás y él. También tomaba conciencia de su poder cuando al pasar por la calle algunos transeúntes, que ni siquiera conocía, lo saludaban quitándose el sombrero o la gorra.

«La Voz de Alerta» desarrollaba una actividad comparable a la del Gobernador Civil.

Sus colaboradores en el Ayuntamiento, los concejales, pretendían que dispersaba un tanto sus energías, que en resumidas cuentas se ocupaba poco de las tareas específicamente municipales; pero él argumentaba que el presupuesto de que disponía era tan menguado que no cabía hacer más. Bastante había conseguido: la Brigada de Limpieza iba cicatrizando el aspecto de la capital; había reorganizado el Parque de Bomberos; había reabierto la Biblioteca de la Rambla; el Matadero funcionaba con normalidad; y pronto se iniciarían las obras de la nueva plaza de Abastos, cuyos planos, publicados en
Amanecer
, habían encandilado a las amas de casa. ¿Qué más podía pedirse?

Limpieza de la ciudad… «La Voz de Alerta» quería que Gerona volviera a tener el aspecto señorial que tuvo cuando la Dictadura de Primo de Rivera. Quedó tan harto del ensayo de «calzar a España con alpargatas», que ahora iba a probar lo contrario; vestirla de frac en la medida de lo posible. Por lo pronto, además de revisar el alcantarillado, había reabierto el
Casino de los Señores
para que pudieran acudir a él las personas —¡ay, qué pocas quedaban!— que todavía sabían sentarse en un butacón, darle órdenes al camarero y desplegar el periódico. Además, fundó la
Sociedad de Tiro de Pichón
, que celebraría sus campeonatos en la Dehesa. Pensaba organizar Concursos Hípicos. Y sobre todo, quería elevar el nivel del lenguaje que empleaba la gente, su vocabulario.

Consideraba esto esencial, pues, quien más quien menos, todos los gerundenses se habían contagiado de la ordinariez de los «rojos» y nadie conseguía hilvanar una frase sin intercalar alguna expresión soez. Incluso había pensado pedirle al Gobernador que impusiera multas a los mal hablados; pero el Gobernador, con eso de hacerse llamar camarada y con su manía de apadrinar niños pobres, le contestó: «Se puede imponer una multa a quien blasfeme. ¡Pero no a quien diga ¡porra! en vez de ¡válgame Dios!».

A «La Voz de Alerta» le hubiera gustado mucho que sus coincidencias con las demás autoridades no se hubieran limitado al plano patriótico; pero había acabado por desanimarse. El Gobernador, salvando las distancias, a veces parecía una réplica del socialista Antonio Casal. El general Sánchez Bravo tenía buenas maneras, pero su repertorio ideológico era tan menguado como el presupuesto del municipio.

Mateo… era el Mateo de antes y de siempre. Borracho de juventud y levantando el brazo hasta las estrellas. Mosén Alberto, indignado porque también en el Ayuntamiento había letreros prohibiendo hablar en catalán. En el fondo, «La Voz de Alerta» no había conectado psicológicamente más que con el notario Noguer y con el señor obispo. ¡Ah, el señor obispo, doctor Gregorio Lascasas! Sabía adonde iba y distinguía lo blanco de lo negro. «La Voz de Alerta» acudía a Palacio con frecuencia para echar una parrafada con él. ¡Cuánto se reían los dos contando chistes baturros! El señor obispo conocía un montón de ellos y los soltaba con mucho donaire, extremando su acento aragonés. «No sé lo que me ocurre con usted —le decía a “La Voz de Alerta”—, que en cuanto le veo siento la necesidad de contarle chistes baturros». Claro que, a lo largo de sus entrevistas, hablaban también de cosas serias. De la doctrina de Santo Tomás; de las apariciones de Fátima; de la conveniencia de abrir en la diócesis algunas causas de beatificación entre los mártires habidos en la guerra. A veces el doctor Gregorio Lascasas le hacía incluso confidencias un tanto delicadas. Por ejemplo, últimamente le dijo que la semideificación de que era objeto José Antonio por parte de algunos falangistas iba adquiriendo caracteres tales, que nada tendría de extraño que la Iglesia se viera obligada a intervenir.

El agradable entendimiento entre el señor obispo y «La Voz de Alerta» significó para éste un espaldarazo moral. ¡Eran tantos los que lo acusaban de intolerante que, en ocasiones, estaba a punto de chaquetear! El propio notario Noguer le decía: «¿No lo fatiga a usted firmar tantas denuncias? En la vida lo más hermoso es perdonar». Al oír esto, «La Voz de Alerta» se estremecía. Pero entonces recordaba la dialéctica empleada por el doctor Gregorio Lascasas en favor de la «santa intransigencia» —y las palabras de Cristo: El que no está conmigo está contra Mí—, y cobraba fuerzas de nuevo.

Tal vez la única persona que hacía tambalear sus convicciones era su nueva criada, una rechoncha criatura llamada Montse, llegada a Gerona no se sabía cómo. La muchacha tenía veintidós años y para salir a la calle se perfumaba que era un placer. «La Voz de Alerta» la contemplaba en ocasiones mientras ella fregaba de rodillas el suelo, y sentía violentas sacudidas en su carne pecadora. Sí, tenía la impresión de que, llegado el caso, ahí daría su brazo a torcer. «Con el permiso del señor obispo —se decía a veces— cualquier noche de éstas voy a cometer una barbaridad».

Dejando a un lado estas sacudidas provocadas por Montse, «La Voz de Alerta» hacía honor a ese mote que adoptó como seudónimo en los primeros tiempos de la República.

Tenía ojo para todo y los concejales lo ponían al corriente día a día de cuanto ocurría en la ciudad. Por cierto que tales informaciones a veces eran halagüeñas, a veces no. Era halagüeño, por ejemplo, que no existiera el paro obrero; que todas las calles tuvieran ya su nombre adecuado; que las madres pudieran pasear a sus hijos sin temor a huelgas o disparos; y, sobre todo, que la imagen de Laura, la mujer que fue su esposa, que murió lapidada junto con mosén Francisco, estuviera en verdad presente en el corazón de los ciudadanos, como se demostró con ocasión de los funerales celebrados en memoria suya, a los que asistió una gran multitud.

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