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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (46 page)

El hombre asintió con la cabeza.

—Por supuesto, señor Kalamack. Haré venir a otro chófer inmediatamente para que coja el coche de la señorita Morgan.

Cuando se giró para mirarme, los talones de Trent chirriaron sobre la are­nilla del suelo. A la luz de los faros de mi coche, su preocupación se hizo más que evidente.

—La señorita Morgan me llevará en su coche hasta la entrada de la cocina y, mientras tanto, tú puedes aparcar el mío.

—Sí, señor —respondió Eustace apoyando una mano sobre la parte superior de la puerta abierta del vehículo—. Haré que el personal despeje el camino en la medida de lo posible, pero les va a resultar difícil abrirse paso entre la multitud a menos que quiera utilizar guardaespaldas.

—No —contestó Trent rápidamente, y a mí me pareció percibir un atisbo de frustración en su respuesta.

Eustace asintió con la cabeza y Trent me sorprendió dándole una suave palmadita en el hombro antes de que se marchara. El eficiente empleado se metió en el vehículo de inmediato y se lo llevó de allí. Trent, por el contrario, se acercó a mi coche lentamente y con la cabeza gacha. Justo antes de que entrara, agarré el bolso y lo puse en la parte trasera. A continuación, él, sorprendido y algo in­cómodo, se sentó en el asiento de cuero llenando el interior de un olor a colonia de bosque y a su champú.

—Por ahí —me señaló con frialdad. Yo metí la primera provocando una sacudida.

Tras reponerme del brusco arranque, solté el embrague y nos pusimos en marcha. Las manos me temblaban, y me pregunté por qué me molestaba tanto que mostrara sus sentimientos con todo el mundo menos conmigo. Era incapaz de darme una muestra de afecto o de manifestarme ningún tipo de emoción genuina. No obstante, Eustace probablemente no lo había metido en la cárcel.

—Y ahora tuerce a la izquierda —me indicó—. Te acompañaré arriba y a la parte trasera.

—Recuerdo muy bien cómo llegar —dije viendo a dos hombres que nos esperaban en la entrada de la cocina.

Trent echó un vistazo a su reloj.

—La forma más sencilla de llegar es atravesando la cocina y el bar. Si alguien me retuviera, vete al piso de arriba. Lo han acordonado, de manera que no debe­ría haber nadie. El personal te está esperando. Tienen órdenes de dejarte pasar.

—De acuerdo —respondí sintiendo que empezaban a sudarme las manos. Aquello no me gustaba un pelo. Me había preocupado la posibilidad de que Al pudiera arrasar un bar. ¿Qué pasaría si se presentaba allí, entre los ciudadanos más influyentes de Cincy y sus huérfanos más desamparados? Me lincharían.

—Te agradecería que, antes de entrar a ver a Quen, me esperaras en la zona común del piso superior —dijo mientras yo me colocaba entre los dos tipos y metía el coche en la plaza de aparcamiento.

—Claro —le respondí incómoda—. ¿Se curará?

—No.

Aquella escueta respuesta estaba cargada de significado, y dejaba entrever cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Estaba asustado, enfadado, frustrado… y creía que la culpa era solo mía.

La sombra de uno de los hombres que nos esperaban se abatió sobre el coche y yo me asusté cuando dio unos golpecitos en la ventana con expectación. Au­tomáticamente, las puertas se bloquearon, y yo busqué a tientas el botón para desconectar el sistema. Una vez lo hube apretado, un segundo hombre trajeado, cuyo atuendo parecía indicar a gritos que era un miembro de la seguridad, abrió la puerta de Trent.

El débil golpeteo de la música resonaba en las paredes del amplio garaje subterráneo y la oscuridad acrecentaba el penetrante olor a cemento húmedo y al gas de los tubos de escape. Habían abierto también mi puerta, y la nueva corriente de aire hizo que se me helaran los tobillos. Entonces alcé la vista, observé la expresión estoica del guardia de seguridad y, de repente, me sentí insegura. Me habían involucrado en una situación que se escapaba de mi control y eso me hacía sentir vulnerable de un modo que nunca había experimentado antes.
Mierda
.

—Gracias —le dije desabrochándome el cinturón de seguridad. A continua­ción salí del coche, cogí mi bolso y me aparté para que un hombre que había salido de la cocina se acomodara en mi asiento. Segundos más tarde se lo llevó conduciéndolo con una increíble soltura, lo que me hizo pensar que no le cau­saría ningún desperfecto. A partir de ese momento lo único que me separaba de Trent, que mantenía una profunda conversación con el segundo hombre, era un espacio vacío.

Una vez más le pillé en un momento de descuido, en el que la preocupación y el afecto que sentía por su ayudante hacían aflorar una profunda emoción que no había visto antes. Era evidente que estaba sufriendo. Y mucho.

Los dos hombres se dieron un apretón de manos y el guardia de segu­ridad dio un paso atrás como muestra de respeto. Trent, por su parte, echó a andar apresuradamente, poniéndome la mano en la parte inferior de la espalda para indicarme por dónde debíamos entrar. Los otros hombres se quedaron fuera.

Yo pasé primero y, tras recorrer el corto pasillo, accedimos a una concurrida y cálida cocina en la que el vapor y los aromas se mezclaban con un motón de voces con acentos exóticos, hablaban a todo volumen. En aquel lugar la música se oía mucho mejor, y estuve a punto de dar un traspié cuando reconocí una canción de Takata.

¿T
akata está aquí
?, pensé complacida al recordar el autobús aparcado en el exterior. Entonces intenté sofocar mi entusiasmo. Había ido allí para ver a Quen, no para comportarme como una grupi desenfrenada.

El personal de la cocina no tardó en notar la presencia de Trent, y todos y cada uno de ellos lo miraron a los ojos con una complicidad que me llegó a lo más hondo, y ver lo mucho que lo apreciaban casi me puso furiosa. Inmediatamente intenté sofocar también aquel sentimiento. Nadie trató de detenernos, y hasta que no llegamos al extravagante bar situado justo debajo del segundo piso, no divisamos al primer invitado.

—Allá vamos, señorita Morgan —dijo Trent adoptando la típica actitud profesional y cordial que se espera de un anfitrión—. Sube al piso de arriba y espérame.

El impacto del calor de la estancia y de la música retumbando en mi interior hizo que me tambaleara.

—De acuerdo —respondí, aunque no estaba segura de que me hubiera oído. De repente, me sentí como si estuviera completamente desnuda. ¡Qué demo­nios! Hasta la mujer que iba disfrazada de pedigüeña iba cargada de diamantes.

Uno de los camareros intervino cuando el primer invitado se acercó a nosotros, pero, una vez se aproximó el segundo, perdimos nuestra escolta. La noticia de la presencia de Trent corrió como la pólvora, y yo sentí que el pánico me invadía. ¿Cómo se las arreglaba para manejar aquel tipo de situa­ciones, con toda aquella gente intentando, o mejor dicho, exigiendo que les prestara atención?

El propio Trent pidió disculpas al tercer invitado para dirigirse a mí y pro­meterme que volvería en cuanto pudiera. Sin embargo, aquella breve pausa supuso su perdición, porque la gente que lo rodeaba se abalanzó sobre él como si fueran un montón de banshees alrededor de un bebé que lloraba.

El experimentado político ocultó su enojo con tal habilidad que incluso yo estuve a punto de picar. Justo en ese momento un niño de unos ocho años se abrió paso por entre las piernas de los adultos llamando a gritos al tío Kalamack. Ante eso, Trent pareció rendirse.

—Gerald —dijo al escolta que había conseguido llegar hasta donde estába­mos cuando ya era demasiado tarde—, ¿te importaría acompañar a la señorita Morgan al piso de arriba?

Busqué a Gerald con la mirada, deseosa de escapar de aquella marabunta.

—Si es tan amable… —dijo él. Yo me aproximé agradecida y, a pesar de que me hubiera gustado agarrarlo del brazo, me contuve por miedo a parecer imbécil. Gerald también parecía nervioso, y me pregunté si se debía al hecho de tener que abrirse paso entre la gente sin perder los estribos, o a que le habían contado que yo trataba con demonios y le preocupaba que uno de ellos irrumpiera en la fiesta para venir a por mí.

En aquel momento la música terminó y la multitud prorrumpió en una sonora ovación. La voz grave de Takata respondió con el consabido «gracias», que lo único que consiguió es que gritaran aún más fuerte. A mí me dolían los oídos, y cuando Gerald comenzó a seguir a una mujer que llevaba una bandeja con canapés, me rendí y le apoyé la mano en la espalda. De este modo, parecía una imbécil. Mi acompañante se dirigía a toda prisa hacia las escaleras, y si lo perdía, tendría serios problemas para llegar por mí misma.

Justo en el momento en que la banda comenzaba una nueva pieza, alcanzamos nuestro objetivo. Los amplificadores hacían que el aire de la sala retumbara, y cuando me subí al primer escalón, conseguí divisar el escenario. Takata se paseaba de un lado a otro tocando su bajo de cinco cuerdas con su larga melena rubia peinada a lo rasta. Saltando como si fuera una ardilla hasta arriba de azufre, aporreaba el instrumento con un
look
que oscilaba entre el cantante punk y el viejo rockero que ninguna persona en la cincuentena habría conseguido a no ser que fuera tan guay como él.

Entonces miré a Trent, que esbozaba una cálida sonrisa mientras rodeaba con el brazo al niño, que estaba de pie en el brazo de un sillón para evitar que lo pisotearan. El magnate intentaba avanzar ocultando de forma magistral su dolor y su frustración. A pesar de todo, yo conseguía percibir su malestar. Hubiera preferido estar en otro sitio y, cuando cogió al niño y lo puso en los brazos de otra persona, dejó entrever un atisbo de impaciencia. Seguidamente consiguió dar otros tres pasos antes de que otra persona lo interceptara.

—Menudo coñazo —susurré, protegida por el estruendo de la música. No me extrañaba que Trent se pasara la vida escondido en su bosque.

—¿Señorita? —La voz pertenecía a Gerald, que había retirado la cuerda aterciopelada para que pasara.

Sintiéndome fuera de lugar con mis vaqueros y mi camiseta, empecé a subir la escalera agarrándome a la barandilla y sin poder apartar la vista de la sala. Era impresionante. La sala de fiestas de Trent tenía el tamaño de un campo de fútbol americano. Bueno, no exactamente, pero la chimenea del fondo era tan grande como un volquete. Uno de los grandes. Al otro lado Takata cantaba en un pequeño escenario, y la pista de baile estaba a rebosar tanto de adultos como de niños. Había suprimido el pabellón que había delante de la enorme abertura y que comunicaba la sala con la terraza y la piscina permitiendo que la gente entrara y saliera a sus anchas. Había niños, un montón de niños que iban co­rriendo desde la bañera de hidromasaje hasta la piscina para acabar saliendo a toda prisa gritando de frío.

Al llegar al descansillo me detuve e intenté que Takata me mirara, pero él siguió tocando como si nada. Aquello solo funcionaba en las películas.

—Por favor, señorita —insistió Gerald, y yo, haciendo un gran esfuerzo, aparté la vista del escenario y lo seguí. Tras superar una segunda cuerda y un par de guardias de seguridad, empezamos a caminar por una pasarela descu­bierta desde la que se divisaba toda la fiesta y que, como yo ya sabía, conducía a la acogedora sala de estar.

—Si es tan amable —dijo Gerald apartando la vista de mis ojos y mirando al suelo—, le rogaría que aguarde en las dependencias privadas del señor Kalamack.

Yo asentí, y mi acompañante se apostó junto al arco de entrada para asegu­rarse de que no me alejara.

Allí arriba la música no resultaba tan ensordecedora y, una vez dentro, eché un vistazo a la disposición de la estancia, que tenía cuatro puertas, una sala de estar situada en un nivel inferior y una pantalla gigante de televisión que ocupaba un espacio enorme. En la parte posterior había una cocina de tamaño normal y un comedor informal. Dos personas estaban sentadas a la mesa.

Al verlos vacilé unos instantes e, intentando no fruncir el ceño, me dirigí hacia ellos.
Lo que me faltaba. Tener que hacerme la simpática con dos de los «amigos especiales» de Trent
. Y para colmo, iban disfrazados.

O tal vez no
, pensé cuando estuve algo más cerca. Ambos llevaban batas blancas, y mi tensa sonrisa se tornó aún más fingida cuando me di cuenta de que, probablemente, eran miembros del equipo médico de Quen. El más joven tenía el pelo negro y liso y la típica expresión cansada de los internos. La otra, de más edad y con la postura rígida que había visto en muchos profesionales que tenían una muy buena opinión de sí mismos, era claramente su superior. Entonces observé con atención a la mujer de pelo cano recogido en un moño, y luego volví a mirarla. Por lo visto Trent había cumplido su deseo de contar con los servicios de una bruja capaz de manejar líneas luminosas.

—¡Joder! —exclamé—. Te daba por muerta.

La doctora Anders se puso rígida, y alzó la cara para dedicarme una sonrisa carente de afecto. Tras echar un vistazo a su compañero, sacudió la cabeza para retirarse un mechón de pelo de la cara. Era alta y delgada, y su estrecho rostro no mostraba ni pizca de maquillaje o de un hechizo que la hiciera parecer más joven. Lo más seguro es que hubiera nacido, más o menos, con el cambio de siglo. La mayoría de las brujas de esa generación eran reacias a mostrar su magia, y el hecho de que se hubiera dedicado a enseñarla era bastante inusual.

Aquella desagradable mujer había sido mi maestra. En dos ocasiones. La pri­mera vez me había cateado la primera semana sin motivo alguno, y la segunda me amenazó con hacer lo mismo si no me buscaba un familiar. La había tenido que investigar por asesinato pero, durante la investigación, su coche se había precipitado al río desde un puente eliminándola de la lista de sospechosos. A pesar de todo, yo estaba convencida de que no había cometido los crímenes. La doctora Anders era una persona repugnante, pero el asesinato no formaba parte de su plan de estudios.

No obstante, al verla tomando café en la cocina privada de Trent, me pregunté si estaba adquiriendo nuevas destrezas. Aparentemente Trent la había ayudado a orquestar su muerte para que no se convirtiera en el blanco del verdadero asesino y pudiera trabajar tranquilamente para él.

Me recordaba a Jonathan, pues su desprecio por la magia terrenal era tan palpable como el desprecio que Jonathan sentía por mí. Mientras me acercaba examiné su escuálida figura. Tenía que ser ella. ¿Quién iba a querer disfrazarse de una mujer tan poco agraciada?

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