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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (43 page)

En ese momento me quedé mirando a Ivy, que tenía el ceño fruncido. Tal vez después de tomar un café con galletas… con un bote de medio litro de helado de chocolate y plátano, por si las moscas.

—Esta es bonita —dijo Ivy levantando la misma blusa de encaje negro que yo acababa de descartar—. No me la pondría para el disfraz, pero me gusta.

—Pruébatela —le sugerí, y ella se giró hacia el probador más cercano con la pieza en la mano. Mi sonrisa se desvaneció una vez que cerró la puerta, aunque podíamos seguir hablando porque le asomaba la cabeza. Cansada, me desplomé sobre una de las butacas para novios aburridos que había enfrente y me quedé mirando el techo. Tener el cuello en tensión hizo que me tiraran las cicatrices de los mordiscos, y moví un poco el amuleto para cambiar la piel para asegurarme de que seguía en su lugar.

Ivy se sacó la camisa por encima de la cabeza y se puso la blusa sin mediar palabra. La música de la tienda de al lado retumbaba rítmicamente como si fueran los latidos de un corazón, y yo paseé la mirada por la tienda, una de las más populares del centro comercial, comprobando que había bastan­te gente. Después de que Ivy hubiera lanzado una mirada desafiante a la primera dependienta que se atrevió a saludar, nadie se había acercado para ofrecernos su ayuda, y yo se lo agradecía de todo corazón. ¿Cómo diantre iba a explicarle que había desperdiciado un año entero de su vida porque no pensaba permitirle que me hincara el diente nunca más? ¿A pesar de que nuestras auras se hubieran fundido? Como mínimo, se pondría furiosa. Y después se marcharía. Y entonces Jenks me mataría. Tal vez si ignoraba todo lo sucedido, se solucionaría por sí solo. Parecía una buena idea…, lo que significaba que no lo era.

La puerta del probador chirrió e Ivy salió de detrás de ella. Mientras posaba para mí me di cuenta de que parecía ilusionada, y aquel sutil destello de tierna emoción en sus ojos la volvía absolutamente preciosa.

—¡Joder, tía! ¡Estás impresionante! —exclamé entusiasmada pensando que, con aquella tenue sonrisa titubeante, estaría guapa con cualquier cosa que se pusiera. La blusa le quedaba que ni pintada, y el encaje negro contrastaba con su pálida piel—. Tienes que comprártela. Está hecha para ti —añadí insistiendo con la cabeza para enfatizar mi aprobación. La combinación de la piel con el encaje le daba la perfecta imagen provocativa de una vampiresa.

Ivy bajó la cabeza y se quedó mirando el encaje negro que apenas cubría algunos puntos clave. Un destello rojo y plateado indicaba el lugar donde se encontraba el pirsin, y en aquel momento se llevó la mano a la parte baja del cuello para taparse la cicatriz que le había dejado Cormel. Justo en el momento en que empecé a preguntarme en qué estaría pensando, murmuró:

—Es bonito.

Bonito, bonito, bonito. Todo era jodidamente bonito
. Entonces se giró y se volvió al probador mientras yo miraba para otro lado.

—¿Y tú? ¿No te compras nada? —preguntó por encima de la puerta—. Esta es la tercera tienda que visitamos, y aún no te he visto probarte nada.

Reclinándome en la suave piel de la butaca, me quedé mirando el techo.

—No quiero salirme del presupuesto —me limité a decir.

El silencio de Ivy hizo que bajara la vista, y descubrí que me estaba mirando el cuello, con una pizca de remordimiento en sus ojos marrones.

—No te fías de mí —dijo sin venir a cuento. A pesar de que la mayor parte de ella quedaba oculta tras la puerta del probador, pude ver que se había quedado inmóvil—. No te fías de mí y te avergüenzo, pero no te culpo por ello. Tuviste que hacerme daño para conseguir que parara. Yo también me avergonzaría de mí.

Sentí una sacudida de tensión y me erguí. Dos clientes que estaban cerca se giraron hacia nosotras y yo la miré sin comprender. ¿Qué demonios estaba diciendo?

—Te dije que podía hacerlo y fracasé —prosiguió. Tenía los hombros desnudos y, bruscamente, volvió a ponerse la camiseta con movimientos rápidos y torpes.

Yo me puse en pie, estrujándome los sesos para entender lo que estaba pasan­do.
No debería habérmela llevado de compras, debería haberla emborrachado
.

—No fracasaste. ¡Dios, Ivy! He de admitir que perdiste el control, pero lo recuperaste. ¿Ni siquiera recuerdas lo que pasó?

Estaba de espaldas a mí, colgando la blusa de encaje en su percha correspon­diente y, cuando la vi salir del probador, reculé. Había sido… fantástico. Pero no se lo iba a repetir nunca más.

Probablemente me lo leyó en la cara, pero el caso es que se quedó inmóvil delante de mí, con la blusa de encaje cuidadosamente colgada de la percha, lista para la próxima clienta.

—Entonces, ¿por qué te avergüenzas de mí? —preguntó quedamente, con los dedos temblorosos.

—¡No lo hago!

En silencio, pasó por mi lado dándome un ligero empujoncito, colgó la blusa en el mismo lugar donde la había encontrado, y se dirigió hacia la salida.

—¡Ivy, espera! —le grité saliendo tras ella e ignorando a la imbécil de la dependienta, que, con una sonrisa, nos decía que volviéramos al día siguiente porque iban a empezar las rebajas. El detector de hechizos de la puerta emitió un pitido cuando pasé con mi amuleto para cambiar la piel, pero nadie me detuvo. Ivy se encontraba ya en el piso de abajo. Sus cabellos relucían bajo los rayos de sol que entraban por los tragaluces, y tuve que echar una carrera para alcanzarla. Típico de Ivy, salir huyendo cuando afloraban los sentimientos. Pero esta vez no se lo iba a permitir.

—¡Ivy, para! —le dije cuando logré darle caza—. ¿De dónde narices te has sacado esa idea? No me avergüenzo de ti. ¡Dios! ¡Pero si estoy alucinada por la forma en la que conseguiste mantener el control! ¿No te diste cuenta de lo mucho que habías mejorado? Aunque aquello no iba a hacer que reconsiderara mi decisión.

Con la cabeza gacha, aminoró el paso y, finalmente, se detuvo. A nuestro alrededor la gente caminaba de un lado a otro, pero estábamos solas. Esperé a que levantara la mirada, y el dolor que vi en sus ojos casi me dio miedo.

—Estás ocultando los mordiscos —dijo en un tono casi imperceptible—. Nunca antes habías hecho algo así. Nunca. Fue… —Entonces se dejó caer en el banco que había junto a nosotras y se quedó mirando al suelo—. Te aver­güenzas de mí, si no, ¿qué otra razón habría para que ocultaras la marca que te dejé? Te dije que podía manejarlo y no lo conseguí. Confiaste en mí y te fallé.

¡
Oh, Dios mío
! Sentí que las mejillas me ardían de la vergüenza cuando me di cuenta del mensaje que le había estado enviando. Entonces levanté la mano y me quité el amuleto pasándolo por encima de la cabeza y pegándome un tirón en el pelo. ¿Por qué demonios no había nada en el libro de Cormel que resultara mínimamente útil?

—No me avergüenzo de ti —le dije tirándolo en una papelera cercana. En ese momento sentí que desaparecía el efecto del hechizo, dejando a la vista los mordiscos ribeteados de rojo, y levanté la barbilla—. Los ocultaba porque me avergonzaba de mí misma. He estado viviendo mi vida como una jodida niña con un videojuego, e hizo falta que me creyera atada al asesino de Kisten para darme cuenta de lo que estaba haciendo. Esa es la razón por la que los escondía, no tú.

Sus ojos marrones estaban negros por las lágrimas que jamás se permitiría derramar, y me miró parpadeando.

—Tuviste que estamparme contra la pared para que parara.

—Siento mucho haberlo hecho —dije queriendo tocarle el brazo para que supiera lo mal que me sentía. En vez de eso, tomé asiento a su lado, tan cerca que nuestras rodillas estaban a punto de tocarse, y la miré a la cara—. Yo… creía que eras el asesino de Kisten. —Tenía una expresión afligida, y yo me puse furiosa—. ¡Maldita sea, Ivy! ¡Estaba experimentando una regresión! —exclamé—. ¡Ya te he dicho que lo siento!

Ivy apretó la mandíbula y luego la relajó.

—A eso me refería —dijo amargamente—. Creíste que era el asesino de Kisten. ¿Te das cuenta de lo que significa que me transforme en algo tan cercano al asesino de Kisten que consigo despertar en ti el recuerdo de… eso?

¡Oh! En ese momento me desplomé sobre el duro respaldo del banco y me llevé la mano a la cabeza, que estaba empezando a dolerme.

—¡Aquel tipo estaba jugando con mi cicatriz, Ivy! ¡Exactamente igual que tú! Tenía la espalda contra la pared y, en ambos casos, estaba terriblemente asustada. Eso es todo. No fuiste tú, fue todo el rollo vampírico.

Ivy se giró hacia mí, aunque yo seguía con la mirada perdida en el vestíbulo.

—¿Aquel tipo? —preguntó.

Al pensar en ello, sentí como si empezara a ver borroso e intenté discernir entre el pequeño recuerdo que había recuperado y mis sentimientos.

—Sí —respondí quedamente—. Era un hombre. El vampiro que me atacó era un hombre. —Casi podía sentir su olor, una mezcla de frío y piedra… Un polvo antiguo. Frío. Como el cemento.

Ivy se cruzó de brazos e inspiró profundamente.

—Un hombre —dijo, y yo me di cuenta de que sus largos dedos apretaban con tal fuerza la parte superior del brazo que los nudillos se le pusieron blan­cos—. Tenía miedo de haber sido yo.

A continuación se puso en pie, con la cabeza gacha, y yo la seguí. Como si se tratara de un acuerdo tácito, nos dirigimos al puesto de café y yo me palpé el bolso para asegurarme de que todavía lo llevaba.

—Hace meses que te dije que no habías sido tú.

Su actitud denotaba que se sentía aliviada aunque, mientras sujetaba las dos tazas de café, las manos le temblaban. Entonces me entregó una de ellas des­pués de que yo pagara a la mujer de la caja. Era una cómoda pauta, y yo tomé un trago mientras echábamos a andar lentamente por el concurrido pasillo en dirección al coche. La actitud de Ivy había cambiado, como si, junto con el amuleto que rodeaba mi cuello, le hubiera quitado un gran peso de su alma. Podía alejarme de aquello y dejar todo como estaba, pero tenía que decírselo cuanto antes. Esperar hubiera sido de cobardes.

—¿Ivy?

—Jenks me va a matar —dijo mirándome de soslayo. Tenía los ojos lige­ramente humedecidos, y se los secó con la mano con una amarga sonrisa—. Porque vas a dejarnos, ¿verdad?

¡Oh, Dios mío! Cuando Ivy malinterpretaba algo, lo hacía de todas todas. ¿Para qué necesitaba yo un novio? Ya tenía más dramatismo del que podía soportar allí mismo.

—Ivy —le dije suavemente obligándola a detenerse entre la gente ajena a nuestros problemas—, compartir aquellas sensaciones contigo fue lo más em­briagador que he sentido nunca. Cuando nuestras auras sintonizaron… —En ese momento tragué saliva, consciente de que tenía que ser honesta con ella, tanto sobre las cosas buenas, como sobre las malas—. Fue como si te conociera mejor que a mí misma. El amor…

En ese momento me sorbí la nariz y me la limpié con el dorso de la mano.

—¡Maldita sea! ¡Estoy llorando! —dije apesadumbrada—. Mira, Ivy, a pesar de lo genial que me hizo sentir, no puedo volver a hacerlo. Eso es lo que intentaba decirte. No puedo dejar que vuelvas a morderme. Pero la razón no es que perdieras el control o que no me fíe de ti, sino que… —Seguidamente alcé la vista al techo, incapaz de mirarla a la cara—. Creí que estaba atada a un vampiro, y nunca en mi vida he estado tan asustada. —Entonces, tras soltar una sonora carcajada, añadí—: Y eso que he tenido que enfrentarme a tantas situaciones terroríficas como para parar un jodido tren.

—¿Entonces te vas?

—No, pero si eres tú la que quieres irte, no te culpo.

Me quedé allí de pie, bajo la luz filtrada del sol, buscando las palabras más sencillas, de forma que no se pudieran malinterpretar.

—Lo siento —dije en un susurro, aunque sabía que, a pesar del parloteo que provenía de las tiendas, podía oírme perfectamente—. No te estaba tomando el pelo. Me gustas mucho. ¡Maldita sea! Podría decir, incluso, que te quiero, pero… —añadí agitando las manos con impotencia al ver su expresión sombría por la emoción cuando tuve el valor de mirarla a los ojos—. Kisten murió porque me dedicaba a vivir mi vida como si tuviera un botón de reinicio. Pagó por mi estupidez. No puedo seguir combinando el riesgo de morir con la alegría que me proporcionan el… el amor y el afecto. No volveré a compartir eso contigo nunca más. —Tras unos instantes de vacilación, añadí—: No me importa lo satisfactorio que fuera. No puedo seguir viviendo de ese modo. Lo arriesgué todo para no ganar…

—Nada —me interrumpió amargamente.

—Nada, no. Todo. Ayer lo arriesgué todo para ganarlo todo, pero no puedo tener ese todo y seguir manteniendo lo que más quiero.

Me estaba escuchando.
Gracias, Dios mío. Creo que ahora puedo decírselo
.

—Me refiero a la iglesia, a Jenks, a ti —proseguí—. A ti, tal y como eres. A mí, tal y como soy. Me gusta cómo soy. Y quiero que las cosas sigan como están. Y si volvieras a morderme… —En aquel instante sentí un escalofrío y agarré mi café con más fuerza—. Fue increíble —susurré perdida en el recuerdo de lo sucedido—. Si tú me lo pidieras, dejaría que me ataras, y de ese modo podría tenerlo siempre. Te diría que sí, y entonces…

—Dejarías de ser tú —dijo Ivy.

Yo asentí con la cabeza e Ivy se quedó callada. Me sentía agotada. Había dicho lo que tenía que decir, y lo único que deseaba en aquel momento era que encontráramos la manera de vivir con ello.

—Entonces no quieres que me vaya —dijo Ivy. Yo sacudí con la cabeza—. Pero tampoco quieres que vuelva a morderte —añadió mirando el café que tenía entre las manos.

—No, no es que no quiera, es que no puedo dejar que vuelvas a morderme. No es lo mismo.

Cuando me miró a los ojos, sus labios mostraban una tenue sonrisa, y yo no pude evitar devolvérsela, aunque fuera con una versión más débil.

—Tienes razón, no es lo mismo —dijo cambiando de postura y soltando un largo y lento suspiro—. Gracias —susurró. A continuación, vacilante, me tocó el brazo brevemente, y yo me quedé helada—. Gracias por tu sinceridad.

¿
Gracias
?, pensé mirándola fijamente.

—Pensaba que te ibas a cabrear.

Entonces se pasó la mano por la cara y se quedó mirando los tragaluces del techo para que sus pupilas se contrajeran.

—Una parte de mí está cabreada —dijo sin darle mucha importancia. Mi pulso se aceleró y, una vez más, apreté la taza con fuerza. Al percibir mi reacción, Ivy me miró a los ojos. El anillo marrón que rodeaba sus pupilas se estaba estre­chando, pero no había perdido la sonrisa—. Pero, al menos, no vas a dejarnos.

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