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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (40 page)

—No tengo formularios —admitió Jenks, algo abochornado—. Podemos hacerlo verbalmente.

La gárgola asintió con la cabeza, y yo di un paso atrás y me senté junto a Ceri, que se había desplazado para hacerme sitio. Sin mi globo, estaba todo mucho más oscuro, y un potente trueno retumbó con un sonido reconfortante.

—Dígame su nombre y el motivo por el que abandonó su última residencia —disparó Jenks.

—Jenks, estás siendo muy maleducado —dije. La gárgola, sin embargo, sacudió la cola como gesto de aceptación.

—Me llamo Bis —respondió—, y me echaron de la basílica por escupir a todo el que entraba. El pelota de Glissando, que se cree capaz de distinguir entre el polvo de ángel y la suciedad, me delató.

—¡Por las tetas de Campanilla! ¿Lo dices en serio? —exclamó Jenks con admiración—. ¿Y qué distancia alcanzan tus escupitajos?

Yo alcé las cejas. ¿Se llamaba Bis? ¿Qué tipo de nombre era ese?

Bis resopló orgulloso.

—Si ha llovido recientemente, puedo darle a una señal de stop desde la manzana opuesta.

—¡No me jodas! —Las alas de Jenks hicieron que se elevara, y aterrizó un poco más cerca—. ¿Crees que podrías darle a la repulsiva estatua del ángel que está en lo alto de la torre?

Bis adquirió el mismo tono gris claro de sus orejas y su cola, y sus ojos rojos se llenaron de manchas doradas.

—Más rápido de lo que tú puedas lanzar un trozo de mierda a un colibrí que te esté robando el néctar.

—¡Venga ya!

—Te lo juro —respondió Bis replegando las alas. El sonido resultaba tranqui­lizador, y yo relajé los hombros. Parecía que Jenks había encontrado un amigo. Era tan enternecedor que casi daban ganas de vomitar. Y lo hubiera hecho de no ser porque realmente necesitaba uno.

—Me alegro de conocerte, Bis —dije. Entonces le tendí la mano y luego vacilé. Apenas medía treinta centímetros, la mitad del tamaño de la mayoría de gárgolas que había visto desde la comodidad de la carretera. Su mano era demasiado pequeña para saludarnos a la manera tradicional, aunque tenía que reconocer que me hubiera gustado arriesgarme a tocar aquellas garras de ave rapaz. Sin embargo, hubiera apostado lo que fuera a que pesaba demasiado como para posarse en mi muñeca como solían hacer los pixies.

Con un rugido sorprendentemente flojo, Bis echó a volar de un salto. Jenks se echó atrás desconcertado, y yo me quedé de piedra cuando lo vi aterrizar en mi muñeca. Se había vuelto negra de nuevo, y sus enormes orejas estaban plegadas con actitud sumisa, como las de un cachorrillo. Justo en el momento en que su suave piel entró en contacto con la mía, sentí de repente todas y cada una de las líneas luminosas que recorrían la ciudad.

Pasmada, no hice absolutamente nada mientras me quedaba con la mirada ausente. Podía sentirlas brillar suavemente en mi conciencia, como si hu­biera desenmascarado un potencial que desconocía. Era capaz de distinguir las saludables de las que no lo eran. Y cantaban, como el profundo bullir de la tierra.

—¡Joder! —exclamé con un grito ahogado. A continuación me tapé la boca avergonzada—. Ceri —balbuceé girándome hacia ella—. Las líneas…

Ella me contemplaba sonriente.
Maldita sea. Ya lo sabía
.

Las manchas doradas de los ojos de Bis giraban lentamente sobre sí mismas, cautivándome.

—¿Puedo quedarme, señora propietaria? —preguntó—. Siempre que Jenks me permita pagar el alquiler, claro está.

Era mucho más ligero de lo que jamás hubiera imaginado y, de hecho, era casi como si no estuviera.

—¡Puedes interceptar las líneas luminosas! —dije, sin salir de mi asombro. ¡Oh, Dios! Las líneas emitían zumbidos con diferentes vibraciones, del mismo modo que una serie de campanas diferentes entre sí sonaban de forma distinta. La de la universidad era profunda y embriagadora, mientras que la que pasaba justo por detrás de la casa producía un claro tintineo. Desde Edén Park me llegaba un tañido discordante que probablemente provenía de la línea luminosa sobre la cual algún idiota había construido un estanque, volviéndola débil y casi muerta.

Bis sacudió la cabeza.

—No, pero puedo sentirlas. Fluyen a través del mundo como la sangre y brotan hasta la superficie como una herida que no acaba de sanar.

De pronto inspiré profundamente. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que llevaba un buen rato conteniendo la respiración.

—Jenks, yo voto por que se quede. Podemos solucionar lo del alquiler más adelante, pero tal vez podría ocuparse de la vigilancia nocturna para que puedas pasar más tiempo con Matalina.

Jenks se encontraba de pie sobre el tocador, y su reflejo hacía que pareciera que hubiera dos pixies mirándome con recelo.

—Sí —respondió con la mirada perdida, como si estuviera pensando en otra cosa—. Eso sería genial.

Ceri se adelantó y realizó una breve y distinguida reverencia.

—Me alegro de que te echaran del antiguo parapeto —dijo con una sonrisa—. Me llamo Ceri. Vivo al otro lado de la calle y, como se te ocurra escupir a mis amigos, convertiré tus alas en plumas.

Bis retrocedió y bajó la mirada con sumisión.

—Sí, señora.

Yo lancé una mirada a Jenks y él me la devolvió con expresión de descon­fianza. No creía que Ivy pudiera poner pegas. Entonces le hice un gesto de asentimiento, embelesada.

—Bienvenido a nuestros jardines, Bis —dijo Jenks de buen grado—. El al­quiler se paga el primer día del mes.

Hasta que no bajé media hora más tarde a llamar por teléfono a mi madre, no caí en la cuenta de que no había bajado mi círculo protector hasta después de que la gárgola hubiera caído en su interior sin ofrecer la más mínima re­sistencia, y no antes.

17.

El coche de David tomó una curva pronunciada y Jenks se aferró con fuerza a mi oreja. Eran las doce del medio día, y el pequeño pixie no se sentía bien porque había renunciado a su habitual cabezadita vespertina para acompañar­nos. Yo le había dicho que no hacía falta que viniera y que podía quedarse en casa con Bis y dedicarse a escupir semillas a la horrible estatua del jardín, pero había soltado tal cantidad de palabrotas que tuve que invitarlo a participar en la misión que David y yo teníamos prevista. Y me refería a ella como «la misión que David y yo teníamos prevista» porque ambos teníamos intereses creados. Una vez que David hubiera puesto en marcha una auténtica mana­da, podría aspirar a un aumento de sueldo si conseguía demostrar que podía ahorrarle una cantidad de dinero significativa a su empresa. Yo, por mi parte, solo quería hacer entrar en razón a quienquiera que estuviera invocando a Al y poniéndolo en libertad para que me matara.
Por favor, que no sea Nick
, pensé con el ceño fruncido. La propietaria de la casa era una bruja, pero eso no significaba que Nick y ella no estuvieran compinchados.

Era un día soleado, y yo llevaba puestas mis gafas de sol. La fresca brisa, que entraba por la ventana y que me agitaba el cabello suelto, resultaba muy agradable. El cielo prometía mantenerse despejado, y dado que había pasado poco tiempo desde el último plenilunio, todo apuntaba a que iba a ser una magnífica noche de Halloween. Si aquel era el grupo que estaba invocando a Al, y conseguía ha­cerles ver lo inadecuado de su comportamiento, tal vez podía arriesgarme a salir. Marshal no me había llamado, pero yo tampoco lo había esperado. Pensaba que se había echado atrás después de nuestro silencioso viaje en coche de vuelta a su todoterreno. Trent había conseguido ponerme de un humor de perros. Entonces suspiré e hice un gesto que nadie más pudo ver.
No importa. Al menos he resuelto mis diferencias con Ceri
, pensé esbozando una débil sonrisa. Me alegraba que hubiéramos hecho las paces tan rápidamente, y me sentía orgullosa de haber sido yo la que tomara la iniciativa. Lo que me hacía sentir bien no era que me hubiera enseñado un nuevo hechizo, sino comprobar que no había perdido su amistad. Lo único que me molestaba era no saber lo que estaba sucediendo con Quen. Esperaba que se encontrara bien y que Trent hubiera exagerado porque le encantaba dramatizar.

David disminuyó la velocidad al llegar a un cruce, y aprovechó para echar un rápido vistazo al reducido interior de su deportivo gris. La luz del sol hacía resplandecer su larga melena negra, recogida de forma despreocupada con un pasador que le favorecía.

—Deberías llevar traje de chaqueta más a menudo —dijo con su voz grave, mezclándose con el sonido de los gorriones peleándose. Nos encontrábamos en una zona residencial de las afueras de la ciudad, y apenas había tráfico—. Te queda muy bien.

—Gracias —dije tirando de la falda color marrón plomizo hasta taparme las rodillas. Me había puesto medias de nailon, y el tacto me resultaba muy desagradable. Los zapatos planos de color negro tampoco ayudaban mucho, y la cartera a juego con el traje no me pegaba ni con cola. Al menos me cabía la pistola de bolas. David había insistido en que, si quería acompañarlo, debía vestirme de forma acorde al papel que pretendía representar. Si me hubiera pedido que me tiñera el pelo y me pusiera lentillas marrones, habría pensado que se avergonzaba de que lo vieran conmigo.

—No es el vestido —intervino Jenks, bostezando—. La notas diferente porque se ha echado un novio nuevo.

Yo lo miré con expresión interrogante.

—¿Te refieres a Marshal? No te creas. Ayer salió pitando en cuanto tuvo ocasión.

Riendo, Jenks se dirigió hacia el volante de David y se posó encima.

—¡Sí, sí! ¡Claro! Al principio se larga, pero me juego el cuello a que volverá. «En este momento no quiero estar con nadie». ¡No te jode! Es uno de los trucos más viejos que conozco. ¡Ya va siendo hora de que espabiles, querida Rachel!

Lo habíamos pasado bien el día anterior, hasta que apareció Trent, pero no estaba segura de querer que me llamara. Sabía cómo iba a acabar la cosa si seguíamos viéndonos, y no quería volver a pasar por toda aquella mierda.

—Acaba de romper con una tía que era una psicópata —le expliqué mientras recordaba el momento en que me había obligado a dar la vuelta provocando que nos chocáramos—. Lo que menos le apetece es liarse con otra.

—¡Eso es precisamente lo que estoy intentando decirte! —dijo Jenks alzando los brazos con frustración—. Es exactamente igual que tú. Le gusta saltar de una relación a otra para no aburrirse, y esta vez vas a salir tan escaldada que vas a necesitar varios injertos de piel.

Yo lo miré con cara de pocos amigos, pero él se limitó a soltar una carcajada. David lo observaba como si quisiera que continuara con la historia, y el pixie estaba encantado de complacerlo.

—Tienes que conocerlo —dijo con los brazos en jarras, y batiendo las alas a todo trapo caminando por encima del volante mientras David lo giraba. Le estaba dando el sol, y sus alas emitían destellos—. A él no le basta una relación normal. Para colmo, tiene el típico complejo de caballero andante, y Rachel lo alimentó cuando le pidió ayuda estando en Mackinaw. Espero que se espabile antes que ella, de lo contrario, saldrá mal parado. No descarto que acabe con­vertido en una rata o algo parecido.

La referencia a Nick no me hizo ninguna gracia, y mi estado de ánimo se ensombreció.

—¡Cállate ya, Jenks! —le recriminé, cansada de sus tonterías. A continuación, girándome hacia David, pregunté—: ¿Has hablado con las chicas del tatuaje de la manada?

—¡Qué forma de enlazar un tema con otro, Rachel! —se mofó Jenks—. Has conseguido pasar de un dolor de cabeza a un dolor en el culo.

—¿Estás intentando ampliar tu vocabulario, Jenks? —le chinché.

David sonrió mostrando sus pequeños dientes.

—Te he pedido cita con Emojin, la mejor diseñadora de tatuajes de todo Cincy, para el uno de abril. Pasaré a recogerte.

—¿Abril? —pregunté mientras notaba como mi miedo y mi ansiedad se mitigaban—. No sabía que hubiera que esperar tanto. —Tal vez, con un poco de suerte, se olvidarían de todo aquel asunto.

Sin dejar de mirar la carretera, David se encogió de hombros.

—Ya te he dicho que es la mejor, y mi primera hembra alfa se merece eso y más.

Yo solté una risotada, apoyé el brazo en la ventanilla y miré hacia el exterior. Mi agenda iba a estar sospechosamente ocupada en abril.

Jenks no paraba de burlarse, y yo lo ignoré y me dediqué a pasear la mirada por las casas de lujo del lugar. Por suerte debíamos de estar a punto de llegar, porque estaba deseando salir del coche y descargar mi frustración con las per­sonas que habían estado invocando demonios.

—¡Qué nivel! —dije al ver los robles de ochenta años y las extensas zonas ajardinadas. Las casas se encontraban a una distancia considerable de la calle, y estaban protegidas por vallas de hierro con caminos de acceso de piedra.

—Así resulta mucho más difícil oír los gritos de los vecinos, querida —fue la respuesta de David. Yo asentí con la cabeza.

Había adornos de Halloween por todas partes, arreglos caros y elabora­dos. La mayoría de ellos se movían, una combinación de magia y mecánica que solo se veía en las urbanizaciones privadas de Hollywood antes de la Revelación. David resopló girando el coche y entrando en una zona ado­quinada y circular.

—Es aquí —dijo reduciendo la velocidad y el sonido de los neumáticos se volvió más fuerte.

La casa era una mansión de grandes dimensiones con lo que parecía una piscina excavada en la tierra en la parte posterior y un elaborado jardín en la delantera. Dentro del garaje había una furgoneta Beeper biplaza, un pequeño tractor cortacésped y poco más.

En los escalones había una cesta forrada con tela de cuadros, lo que indicaba que el propietario solo podía ser un inframundano. Yo todavía tenía que ir a comprar los tomates, y decidí que más tarde le preguntaría a David si, a la vuelta, tendría algún inconveniente en detenerse un momento en La Gran Cereza.

El porche estaba cubierto de ornamentos de color naranja y negro entre los enormes helechos bostonianos y la estatua de un galgo. Lo más probable es que, al llegar la noche, la metieran en la casa, de lo contrario alguien acabaría cubriéndola de tomate o de algo peor.

David frenó haciendo chirriar las ruedas y, mientras terminaba de aparcar el coche, Jenks se colocó delante de mí.

—Enseguida vuelvo —dijo antes de salir disparado por la ventana.

David se apeó del coche y cerró la puerta con cuidado. En ese momento un pequeño perro comenzó a ladrar como un loco desde el interior de la casa. Da­vid tenía muy buen aspecto con el traje de chaqueta, pero también se le veía cansado. Hacía poco que había sido luna llena, y probablemente las dos chicas lo habían tenido de cacería hasta bien temprano.

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