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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (35 page)

—Se lo agradezco mucho, señora Morgan, pero si tengo que llevar a Rachel a casa antes de que anochezca, será mejor que nos vayamos ya.

—Tiene razón —dije yo, que no tenía ningunas ganas de soportar una hora de humillaciones por parte de mi madre. Además, cuanto antes nos fuéramos, antes podría disculparme por su comportamiento y dejar que Marshal se largara. No tenía intención de salir a divertirme sabiendo que Ivy estaba en casa convencida de que lo había vuelto a fastidiar todo. No era así. Habíamos conseguido solucionar aquel jodido embrollo cuando se presentó Jenks y lo echó a perder. Pero eso no significaba que fuera a permitirle agujerearme la piel una vez más. Tenía que dejar de convencerme a mí misma de que una decisión era buena solo porque me hacía sentir bien. Porque, por mucho que me hubiera gustado, había sido una auténtica cagada.

—¡Oh! —gorjeó mi madre alegremente—. Me olvidaba de tu abrigo. Además, creo que te has dejado el bolso en la cocina.

Mi madre echó a correr por el pasillo y Marshal se asomó por encima de mi hombro cuando oyó el ruido de la puerta de la secadora. Yo me aparté y me coloqué bajo el reflejo de la luz verde del pasillo, incómoda por no saber de qué habían hablado. El plato de tarta seguía en lo alto de la estantería, y me pregunté si le importaría que me lo terminara.

—Lo siento de veras —dije mirando el pasillo vacío—. Mi madre está con­vencida de que su única misión en la vida es buscarme un novio y, a pesar de que le he dicho que pare más de una vez, no consigo que me escuche.

Marshal recorrió con la mirada las fotografías que tenía delante con interés.

—Fue idea mía.

Sentí como si se encendiera una alarma en mi interior. Tenía que saber lo que había pasado aquella misma mañana, después de que se hubiera ido de la iglesia. Al fin y al cabo, había hablado con Jenks, y los mordiscos de mi cuello lo decían todo. Yo, en su lugar, estaría ya de vuelta en Mackinaw.

Marshal se concentró en mi foto favorita, aquella en la que estaba rodeada de hojas secas.

—Jenks quería que supieras que Ivy estará fuera toda la noche. Está inten­tando encandilar a sus viejos amigos para averiguar todo lo que pueda sobre la noche que murió tu novio.

Luego vaciló y soltó un profundo suspiro. Era evidente que estaba a punto de añadir algo más, pero prefirió callárselo.

—Gracias —le dije con prudencia, intentando imaginar lo que me estaba ocultando.

—Dijo que volvería al amanecer —añadió desplazándose para dejar sitio a mi madre, que volvía con el abrigo colgado del brazo, mi bolso en una mano y un trozo de tarta sobre una servilleta en la otra.

¿
Acaso piensa que él conseguirá rescatarme
?
No. Nadie es tan estúpido
.

—Gracias, mamá —dije agarrando el abrigo y el bolso mientras Marshal se sonrojaba y murmuraba algo, incómodo, por el trozo de tarta que ella le ofrecía. El aire frío que entraba del exterior había hecho que la caldera volviera a activarse y yo me arrebujé en el abrigo para aprovechar al máximo el calor que desprendía.

Mi madre nos miraba alternativamente con una sonrisa de satisfacción.

—Te he puesto los hechizos de disfraz en el monedero —dijo mientras me rodeaba el cuello con una bufanda roja para ocultar las marcas de los dientes de Ivy—. Te los dejaste aquí el domingo. ¡Por cierto! Olvidaba decirte que, mien­tras dormías, te ha llamado ese encantador hombre lobo. Ha dicho que pasará a recogerte mañana a la una y que te pongas algo bonito.

—Gracias, mamá.

—¡Que os divirtáis! —concluyó alegremente.

Pero yo no quería divertirme. Quería averiguar quién había matado a Kisten y había intentado vincularme a él.

—¡Espera, espera! —dijo mi madre abriendo el armario y sacando mis viejos y desgastados patines blancos—. Llévatelos. Estoy cansada de tenerlos en mi armario —añadió colgándomelos en el hombro. Seguidamente agarró el trozo de tarta de lo alto de la estantería y me lo puso en la mano.

—Pasadlo bien. —Luego me dio un beso y, en su susurro, añadió—: ¿Te im­portaría llamarme después del crepúsculo para que pueda quedarme tranquila?

—Te lo prometo —respondí pensando que era una hija egoísta e insensible. Ella no era estúpida, solo algo despistada. Y había soportado un montón de mierda por mi parte. Sobre todo últimamente.

—¡Adiós, mamá! —exclamé mientras Marshal abría la puerta y empezaba a bajar los escalones hacia el sendero. Acababa de darle un bocado a la tarta y tenía la boca llena—. Gracias por todo —dije riendo mientras Marshal emitía un gemido de placer. Mi madre preparaba unas tartas excelentes.

—¡Uau! ¡Está de muerte! —dijo dándose la vuelta y dedicándole una sonrisa. De pronto me sentí genial. Mi madre era una tía guay. Y yo no la valoraba lo suficiente.

En ese momento observé los dos coches aparcados junto al bordillo. Al lado del enorme y espantoso todoterreno de Marshal, mi pequeño descapotable parecía un pequeño destello rojo.

—Marshal… —comencé a decir, pensando que realmente tenía que irme a casa a ponerme a trabajar en la cocina.

Marshal esbozó una sonrisa. La luz del sol lo hacía increíblemente atractivo.

—Me ha dicho que me llamaría y, si le digo que te llevé a casa, se llevará un disgusto de campeonato. Yo también tengo madre, ¿sabes?

Yo suspiré, sujetando el trozo de tarta, consciente de que jamás conseguiría encontrar las llaves en el bolso con una sola mano. Volví a morderla y miré hacia la casa. Mi madre estaba asomada a la ventana mientras sujetaba las cortinas a un lado. Cuando me vio, saludó con la mano, pero no se movió de donde estaba. A pesar de todo, me di cuenta de que no merecía la pena montarle una escena.

—Solo dos horas —me prometió con una expresión seria pero afectuosa—. Después te ayudaré con los hechizos para que te dé tiempo a prepararlo todo.

Indecisa, me quedé mirando los coches. Podía permitirme un par de horas libres.

—¿Quieres coger mi coche?

Marshal le echó un vistazo y se le iluminó la cara. Había personalizado el descapotable rojo con algunos toques femeninos, pero seguía siendo lo suficien­temente masculino para evitar que pareciera el típico coche de chica.

—Claro. No me importa tener que volver para recoger el mío. La pista de patinaje no pilla lejos de aquí.

Eso significa que ha pensado en el Aston's
, pensé apretando los dientes. Era imposible que se acordaran de mí. Había pasado mucho tiempo desde aquello.

—Suena bien —dije convencida de que, si cogíamos su coche, acabaríamos tirados en algún sitio y me sería imposible volver a la iglesia antes del anochecer.

No conseguía imaginarme cómo debía de ser la vida de los no muertos, te­niendo que refugiarse en algún lugar antes de que saliera el sol para no correr el riesgo de ser aniquilados. Tendría que estar muy pendiente de la hora. Si se presentaba un jodido demonio en la pista de patinaje, me prohibirían la entrada de por vida.

Nos dirigimos a mi coche y, tras meterme en la boca el último trozo, saqué las llaves del bolso y se las di. Marshal alzó las cejas al agarrar la llave de rayas de cebra, pero no dijo nada. Como un auténtico caballero, me abrió la puerta y me metí dentro mientras observaba cómo daba la vuelta para acceder al asiento del conductor. Se había acabado la tarta y, cuando entró con un gruñido en el pequeño espacio, todavía tenía la boca llena. Luego se tomó algo de tiempo para ajustar todo a su considerable altura.

—Bonito coche —dijo cuando terminó de acomodarse.

—Gracias. Me lo dio la AFI. Perteneció a un agente de la SI hasta que murió a manos de Trent Kalamack.

Reconozco que el comentario había sido excesivamente sincero, pero habría resultado útil para prepararlo para cuando nos quedáramos bloqueados en el tráfico y se presentara un demonio a causar un incidente de grandes proporciones en la autopista. Odiaba con toda mi alma las furgonetas de los informativos.

Marshal vaciló y, al ver la manera en que se quedaba mirando la palanca de cambios, me pregunté si sabría conducirlo.

—No se lo cargaría en el coche, ¿verdad?

—Ah, no. Para nada. Pero yo lo dejé KO una vez con un hechizo para dormir y lo encerré en el maletero.

Al oír mi respuesta, Marshal soltó una sonora y relajada carcajada que me resultó muy reconfortante.

—Bien —dijo metiendo la primera y provocando solo una breve sacudida cuando nos pusimos en marcha—. Los fantasmas me dan repelús.

15.

Las vibraciones de las ruedas sobre la madera barnizada retumbaban en mi interior, y la velocidad no solo me resultaba familiar, sino también excitante. La música estaba a todo volumen, y la novedad de ver a la gente patinando disfrazada hacía que el atronador y sombrío espacio me pareciera completamente nuevo. Llevábamos allí algo más de una hora, y debido a las innumerables vueltas que habíamos dado hasta ese momento, sentía el cerebro adormecido y el cuerpo agradablemente agotado. Marshal ya me había rozado la mano accidentalmente un par de veces y, a pesar de que había insistido en que lo único que buscaba era un poco de compañía, las palabras de mi madre me hicieron preguntarme si, en realidad, estaba tanteando el terreno.

Al llegar a la esquina ambos realizamos un cómodo giro en paralelo que hizo que aumentáramos la velocidad y, cuando la mano de Marshal volvió a chocar con la mía, me la cogió. Yo no dije nada, pero cuando notó que me había puesto ligeramente rígida, la soltó fingiendo que tenía que colocarse la camisa. En ese mismo instante me sentí fatal, pero aquello no era una cita, y no quería que acabara siéndolo.

En la pared de enfrente había un enorme reloj y un cartel que actualizaban a diario y que indicaba a qué hora se ponía el sol. Curiosamente, no había ningu­no que dijera a qué hora amanecía. Me pasé la lengua por encima del pequeño bulto del interior del labio y sentí una punzada de miedo que rápidamente se desvaneció. No estaba atada. Podía salir tranquilamente sin necesidad de que Ivy me protegiera de la posibilidad de que un vampiro sin rostro se presentara y me pusiera a suplicarle que me chupara la sangre.

En cuanto a Al… No corría ningún peligro. Mientras el sol no se pusiera, claro está.
Me he convertido en el cebo de un demonio
. Aquello no era vida.

Marshal vio que miraba el reloj y, justo después, se concentró en la mano que me colgaba a la altura del muslo.

—¿Quieres que nos vayamos?

Yo negué con la cabeza y me ajusté la bufanda, pero luego me sentí cul­pable por ocultar mis mordiscos de vampiro. Hasta aquel momento nunca me había avergonzado de ellos, pero creo que era porque, por primera vez, entendí el riesgo que había corrido y me daba corte reconocer lo estúpida que había sido.

—No, todavía tenemos tiempo.

Teniendo en cuenta que estábamos pasando junto a los altavoces, me acerqué a él para que pudiera oírme por encima de la música, con cuidado de no tocarlo.

—De vuelta a casa necesito parar un momento para comprar unos tomates y un par de bolsas de caramelos. El año pasado se me acabaron y, cuando apagué la luz, alguien me ató unos condones en la antena del coche.
Tomates, caramelos y un hechizo para cambiar el color de la piel
.

Su sonora carcajada hizo que me preguntara cuántos habría atado en sus buenos tiempos. Por el destello de picardía de sus ojos, imaginé que tenía que haber sido una buena pieza.

—¡Eh! —dijo de pronto—. Espera un momento. Déjame comprobar si to­davía sé hacer esto.

Seguidamente, con un rápido movimiento de los brazos, se puso a patinar hacia atrás. Nos acercábamos a una esquina, y le cogí las manos cuando vi que se tambaleaba. Aunque lo solté casi de inmediato, aquel breve roce hizo que relajara las mandíbulas.

En ese momento me sentí terriblemente culpable por haberme puesto tensa cuando me había cogido minutos antes y, para que no pensara que lo encontraba feo o algo parecido, me coloqué un poco más cerca de él. Dios. Hacía años que no hacía aquello, pero si a Marshal no le daba miedo caerse y acabar con una insignia en la que se leyera «Me pegué un trastazo en Aston's», a mí tampoco.

Con una sonrisa que pretendía ocultar mi nerviosismo, me incliné hacia delante para que me oyera al pasar junto a los altavoces.

—¡Date la vuelta! —le grité.

—¿Cómo?

Yo sonreí de nuevo.

—¡Ponte delante de mí y date la vuelta!

Una vez dejamos atrás los altavoces, abrió mucho los ojos y respondió:

—¡De acuerdo!

Estaba de espaldas a mí, y aproveché para quedarme mirando sus amplios hombros. ¡Madre mía! Era increíblemente alto. Mi madre tenía razón. Me venía bien salir y hacer algo diferente. Eso sí, tenía que evitar pensar en lo que iba a ser de mi vida, de lo contrario me derrumbaría en un charco de desesperación. Equilibrio. Era todo cuestión de equilibrio.

Apartando aquellos pensamientos de mi mente, le puse las manos sobre los hombros con mucha cautela mientras girábamos en el extremo más distante.

—¿Me ayudas a pasar por debajo de tus piernas? —le sugerí inclinándome para que pudiera oírme bien—. Eres los suficientemente alto.

Estábamos junto a los altavoces, y la música retumbaba en mi interior jun­to con el estruendo de los tablones de madera.
Debería venir más a menudo
, pensé. A pesar de que la mayoría de los presentes eran humanos y la música era penosa, resultaba muy relajante. Y seguro.

Marshal se dobló por la cintura y, cuando sus manos aparecieron entre sus piernas, me puse en cuclillas y las agarré.

—¡Oh, mierda! —exclamé cuando me di cuenta, demasiado tarde, de que había cruzado los brazos a la altura de las muñecas. Entonces tiró de mí y yo empecé a girar.

—¡Oooh, nooo! —dije entrecortadamente sintiendo una descarga de adre­nalina cuando todo a mi alrededor empezó a dar vueltas. Entonces abrí los ojos como platos y alcancé a ver fugazmente la risa de Marshal, que tiraba de mí hacia él para que no me cayera. Conseguí alinear las ruedas y, jadeando, me quedé paralizada, con los brazos aplastados contra su cuerpo, mientras patinaba hacia atrás. Entonces inspiré hondo y levanté la vista. Me tenía abrazada.

—¡Vaya! No me esperaba esto.

—Lo siento —se disculpó tímidamente mirándome a los ojos.

—¡Serás mentiroso! —dije viendo que las paredes pasaban rápidamente junto a nosotros. Estaba entre sus brazos, patinando hacia atrás a toda velocidad. Aquello se parecía mucho a mi propia vida.

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