—Eres un cabrón —le respondí casi con un gruñido mientras le pasaba un pañuelo. Él se limitó a sonreír a través del dolor—. Un cabrón hijo de puta.
Me dolía la parte baja de la espalda, y también los brazos. Los tenía cruzados para poder apoyar la cabeza, mientras estaba sentada en mi sillón con la parte superior del cuerpo recostada en la cama de Quen. Estaba solo descansando los ojos mientras él volvía a disfrutar de otro breve periodo de tiempo respirando sin necesidad de que yo lo animara a hacerlo. Era muy tarde, de manera que todo estaba en completo silencio.
¿
En silencio
? En aquel momento mi cuerpo recibió una descarga de adrenalina y me erguí de golpe. Me había quedado dormida. ¡
Maldita sea
!, pensé presa del pánico, dirigiendo la vista hacia Quen. Los horribles ruidos que hacía al respirar habían cesado, y un terrible sentimiento de culpa se apoderó de mí al pensar que había muerto mientras yo dormía, hasta que me di cuenta de que su rostro no mostraba el tono cetrino propio de los muertos, sino un color suave.
Sigue vivo
, pensé aliviada estirando el brazo con intención de sacudirlo para que recobrara la respiración, como había hecho tantas otras veces aquella noche. Probablemente había sido el cese de su afanosa respiración lo que me había despertado.
Sin embargo, me quedé con la mano estirada y a punto de echarme a llorar cuando vi su pecho subiendo y bajando con un movimiento acompasado. Entonces me dejé caer sobre el respaldo del sillón de cuero y me quedé mirando la amplia puerta corrediza que daba al patio. El musgo y las piedras, cubiertos por una especie de neblina por efecto de la luz del sol, se volvieron borrosos. ¡Maldita sea! Había amanecido, lo que significaba que iba a conseguirlo. Me había jugado el culo por ese once por ciento, y lo había conseguido. Si había cruzado aquella barrera, el cincuenta por ciento no era nada. Su respiración vibraba suavemente, y las sábanas estaban empapadas de sudor. Tenía el pelo pegado al cráneo y, a pesar del suero, parecía deshidratado, y la piel blanca y las típicas arrugas del estrés le hacían parecer mayor. Pero estaba vivo.
—Espero que haya merecido la pena, Quen —susurré sin saber aún por qué lo había hecho y la razón por la que Trent me creía responsable. Revolví en mi bolso en busca de un pañuelo de papel, y me vi obligada a utilizar uno bastante asqueroso que estaba cubierto de pelusa. Trent no había dado señales de vida, y esperaba que se encontrara bien. No se oía ni una mosca por ninguna parte. El golpeteo de la música había desaparecido, y pude sentir la paz que se había apoderado del complejo de Trent. Por la luz que entraba desde el patio, imaginé que hacía poco que había amanecido. Tenía que dejar de despertarme a aquella hora. Era una auténtica locura.
Tras arrojar el pañuelo a la papelera, aparté el sillón de la cama de Quen con sumo cuidado. El suave sonido de las patas golpeando mis zapatos, que estaban tirados por el suelo, me pareció demasiado alto, pero Quen ni se inmutó. Aquella noche había sido un doloroso suplicio.
Tenía frío y, con los brazos cruzados, abandoné tambaleándome el nivel inferior y me dirigí hacia la luz. El exterior me estaba llamando y, tras echar un último vistazo a Quen para asegurarme de que seguía respirando, quité con cuidado el pestillo de la puerta del patio, y la descorrí provocando un silbido.
El canto de los pájaros y el intenso frío de la escarcha se introdujeron poco a poco en la estancia. El aire limpio de la mañana me llenó los pulmones, limpiándolos en un instante del calor y la oscuridad de la noche anterior. Tras mirar atrás un segundo, salí al exterior y me tuve que detener de repente cuando me topé con el suave tacto pegajoso de una tela de araña. Con expresión de desagrado, agité los brazos para limpiar la entrada del delicado, pero efectivo, elemento disuasorio para espantar hadas y pixies.
—¡Qué asco! —mascullé intentando quitarme los restos que me habían quedado en el pelo. Trent tenía que librarse de aquella paranoia con respecto a los pixies y reconocer que sentía por ellos una inquietante atracción, como todos los elfos de sangre pura que conocía. En realidad le gustaban los pixies, de la misma manera que a mí me gustaba el doble helado crujiente de vainilla, solo que yo no evitaba enfrentarme a él cuando iba al supermercado. En ese momento me vino a la cabeza Bis, la gárgola del campanario, y el hecho de que, al tocarla, hubiera podido oír y sentir las líneas luminosas de la ciudad. No, aquello no era lo mismo. Ni mucho menos.
Con los brazos cruzados para protegerme del frío, observé como el vaho que salía de mi boca subía en dirección al sol. La luz era tenue y el cielo estaba transparente. De algún lugar me llegó olor a café y yo me froté alegremente las heridas de mi cuello que, poco a poco, empezaban a cicatrizar. Luego bajé la mano, inspiré profundamente y presioné con los pies las rugosas baldosas de piedra que revestían el suelo del patio. La humedad empapó mis calcetines, pero no me importó. La noche anterior había sido horrible, como una especie de pesadilla y tortura.
Para ser sincera, nunca pensé que Quen fuera a sobrevivir. De hecho, todavía me costaba creer que lo hubiera conseguido. Cuando, por tercera vez, la doctora Anders volvió a meter las narices donde no la llamaban, tuve que arrastrarla hasta la puerta retorciéndole el brazo y amenazarla con que, si volvía a hacerlo, le habría arrancado uno a uno todos los dedos de los pies y se los habría metido por el culo. Aquello había servido de estímulo a Quen y, durante la media hora siguiente, había luchado con todas sus fuerzas. Después, las cosas se pusieron realmente feas.
En ese momento cerré los ojos y sentí un picor en la nariz y me di cuenta de que empezaban a aflorarme las lágrimas. Jamás había visto a nadie sufrir tanto y durante tanto tiempo, y no creía que fuera posible soportar tanto. No quería rendirse, pero el dolor y la fatiga habían sido enormes… Había tenido que acosarlo, humillarlo y presionarlo hasta la extenuación. Había intentado cualquier cosa con tal de mantenerlo con vida, y lo había torturado a pesar de que los músculos le dolían y de que cada una de sus respiraciones me desgarraba el alma del mismo modo que desgarraba su cuerpo. Le recordé que tenía que respirar cuando se había olvidado o fingido que se olvidaba, y lo había deshonrado y faltado el respeto hasta que volvía a tomar aire. Y luego otra vez, y otra, y otra… soportando el tormento y rehuyendo la paz que la muerte le ofrecía.
Me dolía el estómago, y los ojos se abrieron. Estaba segura de que Quen me odiaría. Había dicho algunas cosas… El odio había conseguido mantenerlo con vida. No me extrañaba que no hubiera querido que Trent se quedara en la habitación. Quen tenía razones más que de sobra para odiarme, pero, de algún modo… no creí que fuera a hacerlo. No era tonto. Si realmente lo hubiera odiado y hubiera dicho todo aquello en serio, me hubiera largado dejándole dormir.
Intentando enfocar la vista, me quedé mirando el azul pálido de la mañana otoñal a través del entramado de ramas secas que tenía sobre mi cabeza. A pesar de que Quen había sufrido y ganado, yo todavía sentía un dolor en mi interior, agudizado por el extremo agotamiento, tanto físico como mental. Mi padre había muerto del mismo modo cuando yo tenía trece años, y me di cuenta de que el rescoldo de rabia que crecía en mí se debía al hecho de que mi padre se hubiera dado por vencido, mientras que Quen no lo había hecho. Pero entonces el resentimiento se transformó en culpa. Había intentado mantener a mi padre con vida y había fracasado. ¿Qué tipo de hija consigue sacar adelante a un extraño y se demuestra incapaz de salvar a su propio padre?
Ver a Quen luchando con todas sus fuerzas había hecho aflorar hasta el detalle más insignificante de las últimas horas de mi padre. El mismo dolor, la misma respiración afanosa… todo.
Entonces parpadeé y, de repente, las ramas de los árboles me devolvieron una idea cristalina.
Mi padre murió exactamente de la misma manera. Yo lo vi
.
Caminando por la tosca piedra con los pies descalzos, atravesé la puerta y regresé a la oscura habitación. Quen había dicho que, independientemente de si salía adelante o no, lo realmente importante era que yo descubriera la verdad, y que tenía que mirar más allá. No iba a faltar a su palabra revelándome lo que mató a mi padre, pero me había obligado a soportar todo aquello con él para mostrarme la conexión.
Mi rostro se quedó lívido, y el frío se volvió más intenso. Sabía que la doctora Anders no había preparado lo que fuera que tomara Quen, pero habría apostado cualquier cosa a que había estado modificándolo para mejorar los efectos. Y mi padre murió a causa de una versión anterior del mismo compuesto.
Como en un sueño, abandoné la luz matutina y me adentré de nuevo en la calidez protectora de la penumbra. Dejé la puerta abierta para que el subconsciente de Quen escuchara el canto de los pájaros y supiera que estaba vivo. Ya no me necesitaba, y había conseguido su propósito de mostrarme lo que Trent le había prohibido contarme.
—Gracias, Quen —le susurré cuando pasaba sin detenerme junto a la cama. Trent. ¿Dónde demonios estaría? Él tenía que saberlo. Su padre había muerto antes, de manera que tuvo que ser él quien tomara la decisión de administrarle lo que fuera que lo matara.
Tensa, abrí la puerta y oí el murmullo lejano de unas voces. La zona común estaba vacía, salvo por el interno, que dormía a pierna suelta en el sofá, roncando con la boca abierta. Todavía descalza, recorrí el pasillo en silencio y me asomé a la sala principal.
El reconfortante sonido de la conversación y los esporádicos golpes metálicos hicieron que dirigiera la atención hacia el escenario. Tan solo quedaban los empleados de mantenimiento que supuestamente debían terminar de recoger el material, aunque, más que trabajar, se dedicaban a charlar animadamente. Los rayos del sol iluminaban los restos de la fiesta, entre los que se encontraban cristales rotos, platos llenos de migas, servilletas de papel usadas y adornos en tonos negros y naranjas. Habían retirado el panel de la ventana, que relucía débilmente, y justo allí, en la esquina del fondo, descubrí a Trent.
Estaba despierto, sentado en silencio, y todavía llevaba el traje holgado de la noche anterior. Entonces recordé que la butaca de cuero y la mesita redonda situadas cerca de la enorme chimenea constituían su rincón favorito de la casa, desde donde se divisaba la cascada que descendía desde los despeñaderos que rodeaban la zona de la piscina. A pesar de que el resto de la sala era un caos, aquel pequeño rincón de apenas dos metros cuadrados estaba impecable. En la mesa reposaba una taza humeante de alguna bebida caliente.
Yo sentí una fuerte presión en el pecho y, tras agarrarme a la barandilla, descendí rápidamente las escaleras decidida a averiguar lo que había matado a mi padre… y por qué.
—Trent.
El elfo dio un respingo, y apartó la vista de las suaves ondas de la superficie de la piscina. Yo me abrí paso por entre los sofás y las sillas ignorando el olor a alcohol derramado y a canapés aplastados en la moqueta. Trent se irguió, alarmado. Casi asustado. Pero no tenía miedo de mí. Tenía miedo de lo que pudiera decirle.
Casi sin aliento, me detuve delante de él. Su rostro no mostraba ninguna emoción, pero en los ojos se adivinaba la angustia que le producía la horrible pregunta. Con el corazón a mil, me sujeté un mechón de pelo detrás de la oreja y me quité la mano de la cadera.
—¿Qué le diste a mi padre? —le espeté. Al oír mi voz tuve la sensación de que proviniera de algún lugar fuera de mi cabeza—. Quiero saber de qué murió.
—¿Disculpa?
Una rabia incontrolable se apoderó de mí. Había pasado una noche espantosa, reviviendo la muerte de mi padre y ayudando a Quen a sobrevivir.
—¡Dime de qué murió! —le grité provocando que la calmada conversación que provenía del escenario se interrumpiera de golpe—. Mi padre murió de la misma afección que ha aquejado a Quen, y no pretendas hacerme creer que no guardan relación. ¿Qué le diste?
Trent cerró los ojos y sus pestañas se agitaron levemente creando un fuerte contraste con su piel, que había adquirido una repentina palidez. Lentamente se recostó en el respaldo de la butaca y colocó las manos sobre las rodillas. El sol hacía que su pelo se volviera translúcido, y me di cuenta de que el aire del climatizador los acariciaba suavemente. Me sentía tan frustrada y asediada por los conflictos emocionales que tenía ganas de zarandearlo.
Entonces di un paso hacia delante y él abrió los ojos y vio mi mandíbula apretada y mi pelo alborotado. Tenía una expresión impasible que casi me asustó. Luego me indicó con la mano que tomara asiento frente a él, pero yo me crucé de brazos y esperé.
—Quen se administró a sí mismo un tratamiento genético experimental para bloquear el virus vampírico —dijo en un tono monótono. Su habitual educación y sus sutiles modales habían quedado en un segundo plano por el esfuerzo que estaba haciendo por controlar sus emociones—. Este permite que permanezca latente de forma indefinida. —Entonces me miró fijamente a los ojos—. Hemos probado diversos tratamientos para evitar que el virus se manifieste —añadió con aire cansado—, pero, a pesar de su efectividad, el organismo los rechaza de forma virulenta. Precisamente fue el tratamiento adicional para conseguir que el cuerpo acepte la modificación original lo que mató a tu padre.
En aquel momento me mordí suavemente la cicatriz del interior de labio, sintiendo de nuevo el miedo a estar atada. Tenía aquellos mismos componentes vampíricos en mis tejidos. Ivy me protegía de posibles ataques. La cicatriz de Quen había sido ajustada para que reaccionara con Piscary, y teniendo en cuenta que, por principio, si alguien se atrevía a morderlo moriría por segunda vez, Quen había estado a salvo de cualquiera menos de su maestro. La muerte de Piscary había hecho que su marca se convirtiera en una cicatriz no reclamada, y cualquier vampiro, vivo o muerto, hubiera podido jugar con ella con total impunidad. El riesgo debió de resultarle insufrible. Ya no podía proteger a Trent salvo desde el punto de vista administrativo, y decidió arriesgar ese once por ciento en lugar de un trabajo de oficina que, poco a poco, acabaría con él. Y ya que Quen había sido mordido mientras me salvaba el culo, Trent me consideraba la culpable de todo.
Tras oír sus palabras, me senté en el borde de la silla y, por primera vez, empecé a sentir las consecuencias de estar en ayuno.