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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (33 page)

En las colinas, iluminadas por la luz de la luna, la nieve había comenzado a derretírse.

No se alejó demasiado ni permaneció mucho tiempo invisible, pues no era capaz de mantenerse en ese estado. Oyó que el dios se marchaba bajo la apariencia de un ciervo, y luego también lo hicieron los otros dos, en absoluto silencio. Sintió el deseo de seguirlos, pero permaneció en su escondite entre los árboles. Poco después, cuando todos se hubieron alejado, Darien se levantó y se marchó también.

Sentía que algo, como un puño o una piedra, pesaba sobre su pecho. No acababa de habituarse a su cuerpo, que él mismo había hecho desarrollarse. Tampoco se habituaba a la certeza de quién era su padre. Sabía que se acostumbraría al primer peso, e imaginaba que también al segundo. No estaba seguro de sus sentimientos hacia esa realidad, no hacia ninguna. Estaba desnudo, pero no sentía frío. Estaba enfadado con todos y empezaba a adivinar cuán fuerte era.

Finn había encontrado un lugar, al norte de la cabaña, en la cima de la más alta de las colinas, y le había dicho que en verano sería fácil subir hasta allí. Darien nunca había conocido el verano. Cuando Finn lo había llevado allí, la nieve amontonada llegaba hasta el pecho de Dan; por eso Finn lo había llevado en brazos la mayor parte del camino.

El ya no era Dan. Ese nombre era algo perdido, algo que se había ido para siempre. Se detuvo junto a una pequeña caverna que había en la ladera de la colina y que lo protegía del viento, aunque en realidad no precisaba de protección alguna. Desde allí podían verse las torres del palacio de Paras Derval, pero no la ciudad.

También, a medida que aumentaba la oscuridad, pudo distinguir las luces de la cabaña junto al lago. Tenía muy buena vista, y podía ver las siluetas que se movían tras las cortinas. Las contempló con atención. Al cabo de un rato comenzó a sentir frío. Todo había sucedido deprisa y apenas podía encajar en su cuerpo y familiarizase con el espíritu que ahora tenía. En cierta manera todavía era Dan, con el abrigo azul y los mitones. Todavía necesitaba que lo cogieran en brazos y lo llevaran a la cama.

Era difícil no llorar al ver las luces, y más difícil aún cuando éstas se hubieron apagado. Estaba solo, con la luz de la luna, la nieve y las voces que de nuevo sonaban en el viento. Sin embargo no se echó a llora, sino que se sintió invadido otra vez por la cólera. «¿Por qué se le ha permitido vivir?», había dicho Cernan. Nadie lo quería; ni siquiera Finn, que se había ido para siempre.

Tenía frío y hambre. Al pensarlo, destelló con luz roja y se convirtió en una lechuza. Voló durante una hora y cazó tres roedores cerca del bosque. Luego regresó a la cueva. Tenía más calor bajo la apariencia de un pájaro y así se quedó dormido.

Cuando el viento cambió, se despertó, y las voces habían cesado con el viento del sur. Habían sonado de forma clara y seductora, pero ahora ya habían enmudecido.

Mientras dormía se había transformado de nuevo en Darien. Al salir de la caverna, vio que la nieve se había derretido. Más tarde, a la luz de la mañana, vio que su madre se machaba con el lios y el otro hombre.

Trató de transformase de nuevo en un pájaro, pero no pudo: todavía no era suficientemente poderoso para lograrlo tan pronto. Descendió por la colina hacia la cabaña y entró en ella. Vae había dejado allí sus. ropas y las de Finn. Estuvo contemplando las menudas prendas que hasta entonces había usado; luego se vistió con la ropa de Finn y se marchó.

Capítulo 13

-Y así fue como en medio del banquete, aquella noche, Kevin se marchó. Liane lo vio en la calle y dice… -Dave luchaba por mantener la serenidad-, dice que estaba muy seguro de si mismo y que parecía…, que parecia…

Paul les dio la espalda y se dirigió hacia la ventana. Estaban en Paras Derval, en el templo, en las habitaciones de Jennifer. El había ido hasta allí para hablarle de Darien, y ella lo había escuchado con un aire remoto y majestuoso, casi indiferente, que lo había irritado. Pero entonces habían oído fuera ruido de gente que se amontonaba en la puerta, y Dave Martymiuk y Jaelle en persona habían entrado en la habitación y les habían contado lo que había sucedido para que el invierno acabara.

Era la hora del crepúsculo. Fuera la nieve había desaparecido casi por completo. Sin inundaciones, sin peligrosas crecidas de ríos y lagos. Si la diosa podía realizar tal cosa, podía hacerlo sin causar daño. Y podía conseguirlo gracias al sacrificio. Liadon, el bienamado hijo, que era…, que era indudablemente Kevin.

Sentía un nudo en la garganta y le picaban los ojos. No quería mirar a los demás. Miró en su propio interior y a la luz del crepúsculo dijo:

Amor, ¿te acuerdas

de mí nombre? Yo me perdí

en un verano transformado en invierno

y recrudecido por la helada.

Y cuando junio se convierte en diciembre

el corazón sale perdiendo.

La letra que Kevin había compuesto hacía un año. La canción de Rachel, la había titulado. Pero ahora, todo había cambiado, y la metáfora devenía dolorosamente real. Tan real, que él no podía colegir cómo podía haber pasado por alto tal cosa.

Estaban sucediendo demasiadas cosas y con demasiada rapidez, y Paul no estaba seguro de poder superarlas. No estaba en absoluto seguro. Su corazón no podía superarlas. «Llegará una mañana en que llores por mi», había cantado Kevin hacía un año. Lo había cantado refiriéndose a Rachel, cuya muerte por entonces Paul todavía no había llorado. Había cantado refiriéndose a Rachel, no a si mismo.

Aunque así había resultado.

A sus espaldas no se oía ruido alguno, y se preguntó si los demás se habrían marchado. Pero entonces oyó la voz de Jaelle. La fría, la fría sacerdotisa, que ya no parecía serlo.

-No habría podido hacer eso, no habría podido hacerse merecedor de tal cosa, si no hubiese estado caminando durante toda su vida hacia la diosa. No sé si sirve de algo, pero te lo digo porque es indudable.

Él se enjugó los ojos y se dio la vuelta. Y vio que Jennifer, que había escuchado impasible lo ocurrido con Darien y había guardado un tenso silencio mientras Dave hablaba, ahora ante las palabras de Jaelle se emocionaba, con el dolor pintado en su rostro, la boca entreabierta y los ojos velados por un profundo dolor; y Paul comprendió que, si aquello la había afectado, todo la volvería a afectar a partir de entonces. Lamentó amargamente la irritadón que poco antes había sentido. Avanzó unos pasos hacia ella, pero, mientras lo hacía, ella emiúó un extraño sonido y salió corriendo.

Dave se levantó para seguirla, con el rostro transido por un violento dolor, pero alguien en el pasillo le impidió el paso.

-Déjala -dijo Leila-. Es lo que necesitaba.

-¡Oh, cierra la boca! -estalló Paul, sintiéndose invadido por un irreprimible deseo de golpear a aquella niña siempre presente y siempre imperturbable.

-Leila -dijo Jaelle con cansancio-, cierra la puerta y vete.

La muchacha obedeció.

Paul se dejó caer en una silla, sin preocuparse, por una vez, de que Jaelle pudiera ver su debilidad. ¿Qué importaba eso ahora? «Ellos envejecerán, en tanto que nosotros que hemos sido abandonados…»

-¿Dónde está Loren? -preguntó de pronto.

-En la ciudad -dijo Dave-. También Teyrnon. Mañana se celebrará una reunión en palacio. Según parece…, según parece, Kim y los demás han averiguado lo que estaba causando el invierno.

-¿Qué era? -preguntó con aire fatigado Paul.

-Metran -contestó Jaelle-, desde Cader Sedat. Loren quiere ir en su busca, a la isla donde murió Amairgen.

Suspiró: demasiadas cosas estaban ocurriendo. Su corazón no iba a ser capaz de mantener ese ritmo. «Al ponerse el sol y por la mañana… »

-¿Está Kim en palacio? ¿Se encuentra bien? -preguntó, pues de repente le parecía extraño que no estuviera en las habitaciones de Jennifer.

Leyó algo en las caras de los demás antes de que pudieran hablar.

-¡No! -exclamó-. ¡Ella también, no!

-No, no, no -se apresuró a decir Dave-. No, se encuentra bien. Sólo que… no esta aquí.

Se volvió a Jaelle como pidiendo ayuda.

Con calma, la suma sacerdotisa le explicó lo que Kim le había dicho acerca de los gigantes, y le contó lo que la vidente había decidido hacer. No pudo menos que admirar el dominio de Jaelle sobre su voz y su fría lucidez. Cuando hubo acabado de hablar, él no dijo nada, pues no se le ocurría nada que decir. Su mente no parecía funcionar demasiado bien.

Dave se aclaró la garganta.

-Deberíamos marcharnos -dijo el hombretón.

Sólo entonces, Paul se dio cuenta de que llevaba la cabeza vendada. Quiso preguntarle por qué, pero estaba demasiado cansado.

-Ve yendo -murmuró-. Enseguida te seguiré.

No estaba muy seguro de poder ponerse de pie; ni siquiera sabía si quería hacerlo.

Dave se dispuso a marcharse, pero ya en la puerta se volvió hacia él.

-Quisiera -empezó a decir; luego tragó saliva-, quisiera un montón de cosas.

Salió de la habitación, pero Jaelle se quedó. Paul no deseaba quedarse a solas con ella. No era el momento apropiado para enfrentarse con ella, de modo que sería mejor irse.

-Una vez me preguntaste si podríamos compartir nuestras cargas y yo te respondí que no -dijo Jaelle.

El la miró.

-Ahora soy más sabia -continuó sin sonreír- y las cargas son más pesadas. Hace un año aprendí algo de ti, y hace dos noches, de Kevin. ¿Es demasiado tarde para decirte que estaba equivocada?

El no esperaba tal cosa, no esperaba nada de lo que al parecer estaba sucediendo. El dolor y la amargura se mezclaban en su alma en la misma proporción. «En tanto que nosotros que hemos sido abandonados… »

-Me alegro de que te hayamos servido para algo -dijo Paul-. Ven a yerme otro día en que esté de mejor humor.

Vio que ella se ponía rígida. Él se levantó y abandonó la habitación para que ella no lo viera llorar.

En la sala abovedada, las sacerdotisas entonaban un lamento, pero apenas las oyó. En su interior resonaban las palabras que un año atrás había dicho Kevin Laine, como si lloraran por sí mismo:

El romper de las olas en una orilla interminable,

la lenta caída de la lluvia en la montaña gris,

oh amor, acuérdate, acuérdate de mí.

Salió a la débil luz del crepúsculo. Tenía los ojos nublados y no pudo ver que en la pendiente del templo volvían a crecer la verde yerba y las flores.

Sus sueños se sucedían unos a otros y en todos ellos estaba Kevin. Atractivo, ingenioso, espontáneo, listo, pero ahora sin reír. Kim veía su rostro con la misma expresión que debía de haber tenido cuando seguía al perro hacia Dun Maura.

La sobresaltaba el hecho de no poder recordar las últimas palabras que él le había dirigido. En la lenta cabalgata hacia Gwen Ystrat él había puesto el caballo a su paso para contarle lo que Paul había hecho y para comunicarle su decisión de hablarle a Brendel de Darien. Ella lo había escuchado y se había mostrado de acuerdo; incluso había sonreído ante su irónica predicción de la reacción de Paul.

Sin embargo, pronto se había sumido en sus propias preocupaciones acerca de la tenebrosa jornada que los esperaba en Morvran. Él debía de haberlo notado, porque recordaba que poco después le había acariciado el brazo, le había dicho algo en voz baja y había retrocedido para reunirse con los hombres de Diarmuid.

Debía de haber sido algo insustancial, una galantería, alguna pequeña broma, pero ahora él se había ido para siempre y ella no podía recordar sus últimas palabras.

Despertó a medias de sus intranquilos sueños. Estaba en la residencia real de Morvran. No había querido pasar ni una noche más en eí santuario, pues, ahora que Jaelle había regresado con las tropas a Paras Derval, el templo volvía a ser de Audiart y la mirada de triunfo en los ojos de aquella mujer era más de lo que Kim podía soportar.

Desde luego, algo habían avanzado. La nieve se estaba derritiendo por doquier; por la mañana no quedaría ni rastro y ella podría ponerse en camino también, aun-que no hacia Paras Derval. Detener los designios de la Oscuridad había sido una victoria, una muestra del poder de Dana. Sin embargo, el poder había tenido un precio: lo habían pagado con sangre y con algo más. Flores rojas crecían por todas partes. Eran las flores de Kevin que se había ido para siempre.

La ventana del cuarto estaba abierta y la brisa de la noche era fresca y apacible, promesa de la primavera. Una primavera como no había habido otra, pues había retornado casi en una noche. Pero no era un regalo: cada flor, cada brizna de yerba había costado un precio que había sido pagado.

Oyó en la habitación vecina la respiración de Gereint. Era lenta pero no tan irregular como antes. Por la mañana ya estaría del todo repuesto, lo cual significaba que también Ivor podría marcharse. El aven no podía retardar más su partida, pues el fin del invierno

hacía de nuevo accesible la llanura hacia el norte.

¿Todo lo que hacía la diosa tenía doble filo? Conocía perfectamente la respuesta. Esta vez, sabía también que la pregunta era injusta porque habían necesitado con desesperación esa primavera. Pero a ella no le preocupaba ahora ser justa. Todavía no. Se dio una vuelta en la cama y se quedó dormida y volvió a soñar de nuevo. Pero no con Kevin, aunque sus flores si aparecían en el sueño.

Era la vidente de Brennin, la soñadora de sueños. Por segunda vez en tres noches vio la misma visión que la había alejado tanto de lo que ella conocía. La había tenido hacía dos noches, en el lecho de Loren, tras una noche de amor que ambos recordarían siempre con agrado. Estaba todavía soñando cuando la despertó la voz de Jaelle que lloraba la muerte de Liadon.

Ahora la visión volvía otra vez, torturante, como siempre eran tales imágenes, a lo largo de los entresijos del tiempo del Tapiz. Salía fuego de unas boqueras y más allá se entreveían unas siluetas. Había cuevas, pero no como Dun Maura: eran profundas y vastas y estaban en la cima de unas montañas. Luego la imagen se borraba y el tiempo se deslizaba entre las celosías de su visión. Más tarde se vio a sí misma con el rostro y los brazos lacerados, pero por alguna razón no manaba sangre. Fuego. Cantos por doquier. Luego el Baelrath se encendió; como en el sueño de Stonehenge, se sentía casi hecha pedazos por el dolor que sabía que se avecinaba. Pero fue aún peor. Algo monstruoso e inolvidable. Un resplandor tan inmenso, de tan abrumador alcance, que, incluso después de que todo hubiera acabado, su espíritu gritaba en sueños la pregunta torturadora que creía haber dejado atrás: «¿quién era ella para poder hacer tal cosa?».

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