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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

Fuego Errante (30 page)

-Es cierto. Ayer me di cuenta de que no me gusta la pasión que despierta el Maidaladan. Prefiero la mía. Y la tuya. No he venido para acostarme contigo, sino para decirte lo que acabo de decirte.

Ella se retorcía las manos con nerviosismo. Pero no pudo evitar burlarse de él y le dijo con frialdad:

-¡Naturalmente! Y adivino que la primavera pasada viniste a Laral Rigal para ver los jardines.

Él no se había movido y sin embargo su voz pareció sonar más cercana y también más áspera.

-Sólo para ver una flor -dijo Diarmuid-. Y encontré más de lo que había ido a buscar.

A ella le hubiera gustado contestarle algo, responderle con alguna de sus cortantes y sarcásticas pullas, pero tenía la boca seca y no podía pronunciar palabra.

Él se movió, sólo medio paso, lo súficiente para alejarse de la luz. Esforzándose por verlo en las sombras, Sharra le oyó decir con suma delicadeza y procurando disímular la emoción:

-Princesa, corren malos tiempos, porque la guerra impone su ley y además esta guerra puede significar el fin de todo lo que nosotros hemos conocido. No obstante, si tú me lo permites, me gustaría cortejarte con todo el ceremonial que merece una princesa de Cathal, y mañana le diré a tu padre lo que esta noche te digo a ti.

Hizo una pausa. De pronto pareció que la luz de la luna invadía toda la habitación, mientras ella temblaba con todo su ser.

-Sharra -dijo él-, el sol se levanta en tus ojos.

Muchos hombres le habían hecho idéntica proposición con ceremoniosas declaraciones de amor. Muchos, pero ninguno la había hecho llorar. Quiso levantarse pero las piernas no le obedecieron. El estaba muy lejos. Con todo el ceremonial, había dicho. Que hablaría con su padre por la mañana, había añadido con cierta torpeza en la voz.

Y todavía podía oír esa torpeza cuando dijo:

-Lo siento mucho, si es que te he asustado. No soy demasiado ducho en estas cosas. Ahora me marcharé. No hablaré con Shalhassan a menos que tú lo permitas.

Se dirigió hacia la puerta. Y entonces ella reaccionó; él no podía ver su cara pues estaba sentada en las sombras y además hasta ese momento había permanecido callada…

Se levantó y sus palabras brotaron del fondo de su corazón como transportadas por una ola creciente; con timidez pero con un cierto tono burlón, dijo:

-¿Cómo vamos a pretender ignorar que estamos en el Maidaladan? ¿Acaso no vamos a comprobar adónde nos lleva nuestro inadecuado deseo?

El se volvió con un grito sofocado.

Ella se puso a la luz para que él pudiera ver su rostro.

-¿A qué otro hombre podría yo amar? -dijo.

Al instante él estaba a su lado, sobre ella, y su boca besó sus lágrimas, sus ojos, su boca. La luna llena del solsticio de verano caía sobre ellos como un chorro de blanca luz, contrastando con la oscuridad que los rodeaba y la que aún estaba por venir.

A campo abierto hacía mucho frío, pero la noche no era desagradable, y la luz brillaba sobre la nieve y las colinas. Allá arriba las estrellas más luminosas resplandecían, pero las más débiles parecían eclipsadas por la luz de la luna llena que ya estaba muy alta.

Kevin cabalgaba con trote firme hacia el este, y poco a poco el caballo comenzó a ascender. No había ningún sendero entre la nieve, pero la pendiente era bastante suave y los desniveles no eran demasiado profundos.

Las colinas se extendían hacia el norte y hacia el sur, y al cabo de un rato salvó un escarpado risco y se detuvo para mirar hacia abajo. En la distancia las montañas brillaban con una luz plateada, remota y sugerente. No había avanzado mucho.

A su derecha una sombra se movió entre la nieve y el hielo y Kevin echó una rápida ojeada, consciente de que estaba desarmado y solo en la vastedad de la noche.

No se trataba de un lobo.

El perro gris avanzó despacio hasta colocarse frente al caballo. Era un hermoso animal, pese a las cicatrices, y el corazón de Kevin se conmovió. Permanecieron quietos un momento, como un cuadro vivo sobre la colina, entre la nieve y el suave susurro del viento.

-¿Me conducirás hasta allí? -dijo Kevin.

Cavalí lo miró largamente, como si preguntara algo o necesitara una confirmación del jinete solitario y del solitario caballo.

Kevin comprendió.

-Tengo miedo -dijo él-. No voy a mentirte. Pero siento una intensa emoción, sobre todo desde que has aparecido. Me gustaría ir a Dun Maura. ¿ Quieres mostrarme el camino?

Un remolino de viento agitó la nieve sobre la colina. Cuando amainó, Cavalí se había dado vuelta y bajaba por la pendiente hacia el este. Por un instante Kevin miró hacia atrás. Veía las luces de Morvran y del templo y, al aguzar el oído, llegar hasta él débiles gritos y risas. Tiró con brusquedad de las riendas y el caballo siguió tras el perro; al pie de la colina se apagaron las luces y los ruidos.

Sabia que no debía de estar muy lejos. Aproximadamente durante una hora Cavalí lo guió colina abajo, hacia el noreste. Caballo, jinete y perro eran las únicas cosas vivientes en aquel paisaje invernal entre los árboles cubiertos por la nieve y las esculpidas y plateadas formas de tummocks y barrancos. El aliento se helaba con el aire de la noche, y lo único que se oía era el trote del caballo y el susurro del viento, cada vez más débil a medida que descendían.

Luego el perro se detuvo y se volvió para mirarlo de nuevo. Tuvo que escudriñar durante un buen rato antes de distinguir la cueva. Estaban justo delante de ella. En la entrada crecían arbustos y parras, y la abertura era más estrecha de lo que se había imaginado, poco más que una fisura. Un tortuoso sendero conducía desde allí hacia lo que parecía ser la última de las suaves colinas. Si no hubiera sido por la luz de la luna, nunca lo habría visto.

Sus manos no temblaban. Exhaló unos cuantos suspiros lentos y profundos y sintió que los latidos del corazón se regularizaban. Desmontó del. caballo y se detuvo junto a Cavalí, sobre la nieve. Miró la cueva, sintiendo mucho miedo.

Soltando otro suspiro, se acercó al caballo. Le acarició el belfo y sintió su calor en el rostro. Cogió las riendas y lo encaró hacia las colinas y la ciudad.

-¡Vete! -le dijo mientras le daba una palmada en las ancas.

Un poco sorprendido por lo fácil que había resultado, contempló cómo el caballo se alejaba galopando retrocediendo sobre sus propias huellas. Lo siguió con la mirada un rato hasta que desapareció tras la curva hacia el sur que trazaba el camino por el que habían venido. Permaneció unos segundos más con la vista fija en aquel lugar.

-Bien -dijo dándose la vuelta-, vamos allá.

El perro estaba sentado sobre la nieve mirándolo con ojos acuosos, que expresaban una profunda tristeza. Sintió deseos de abrazarlo, pero el perro no era suyo; no habían compartido nada y no debía tomarse esa libertad. Le hizo un gesto con la mano, un gesto en verdad bastante estúpido, y sin decir nada penetró en Dun Maura.

Esta vez no miró atrás. Sólo hubiera visto a Cavalí, y el perro debía de estar mirándolo, inmóvil sobre la nieve iluminada por la luna. Kevin apartó unos helechos y, avanzando entre arbustos, se internó en la cueva.

Enseguida lo rodeó la oscuridad. No tenía ninguna luz y tuvo que esperar un instante a que los ojos se acostumbraran a las tinieblas. Mientras aguardaba se dio cuenta de que tenía calor. Se quitó el abrigo y lo arrojó en la entrada, a un lado del camino. Tras un momento de duda hizo lo mismo con el magnifico chaleco que le había regalado Diarmuid. Su corazón se sobresaltó al oir fuera un aleteo, pero era sólo un pájaro. El ave cantó una vez, y luego una segunda, con una nota prolongada, diáfana y vibrante. Poco después cantó por tercera vez en un tono más profundo y no tan sostenido. Apoyando la mano derecha sobre el muro, Kevin echó a andar.

El camino era practicable y descendía con suavidad. Con las manos extendidas podía tocar ambos muros laterales. Tenía la sensación de que el techo de la cueva estaba muy alto, pero la oscuridad era tan grande que no podía verlo.

El corazón parecía latirle acompasadamente y las palmas de las manos estaban secas, aunque los rugosos muros estaban húmedos. La oscuridad era lo peor, pero sabía, en la medida en que alguna vez había sabido algo, que no había llegado hasta tan lejos para tropezar y romperse el cuello en un camino tenebroso.

Avanzó durante bastante tiempo, no sabia cuánto. Por dos veces el camino se estrechó tanto que tuvo que ponerse de lado para poder pasar. Una vez algo pasó volando muy cerca de su cabeza y se agachó con instintivo temor. Pero pasó de largo, todo pasaba de largo. De pronto el pasillo torció a la derecha y descendió, y a lo lejos Kevin vio el resplandor de una luz.

Hacía calor. Se desabrochó un botón de la camisa y luego, impulsivamente, se la quitó. Miró hacia arriba; pese a la luz, el techo de la cueva estaba tan alto que se perdía entre las sombras. El sendero se ensanchó y desembocó en unos escalones. Los contó sin ninguna razón precisa. El veintisiete era el último y daba acceso a una enorme habitación circular alumbrada por una luz anaranjada cuya fuente no pudo ver.

Se detuvo en el umbral y se le erizaron los cabellos de la nuca mientras sentía por primera vez el latido de poder -todavía no una oleada, aunque sabia bien que así sobrevendría luego- en aquel lugar, el más sagrado de todos, y en su interior ese poder se transformó, por fin, en deseo.

-Hermosos tus cabellos y hermosa tu sangre- oyo decir. Se volvió con presteza hacia la derecha.

No la había visto, y no la habría visto si no hubiera hablado. A una distancia de apenas un metro había un tosco asiento de piedra excavado en la roca. Sobre él, doblada casi en dos por el peso de la edad, estaba sentada una marchita y decrépita anciana. Sus cabellos largos y ásperos caían sobre su espalda y a ambos lados de su alargado rostro en despeinadas guedejas de un gris amarillento. Sus manos nudosas, tan deformadas como su espinazo, tejían sin cesar una labor de punto sin forma alguna. Al ver que él se asustaba se echó a reír abriendo una enorme boca desdentada, con una risa sonora y jadeante. Adivinó que sus ojos habían sido en otro tiempo azules, pero ahora, debilitados por las cataratas, eran blanquecinos y legañosos.

Su túnica debía de haber sido blanca en otro tiempo, pero ahora estaba sucia, salpicada de informes manchas y rasgada en muchos sitios. Por uno de los agujeros vio el fláccido pellejo de su marchito pecho.

Lentamente, con distinguida deferencia, Kevin se inclinó ante ella, la guardiana del umbral de aquel lugar. Todavía riéndose, ella se levantó. La baba le caía por la barbilla.

-Esta noche es el Maidaladan -dijo él.

Poco a poco ella dejó de reír, y lo miró desde su asiento de piedra; su espinazo estaba tan torcido que tenía que torcer el cuello para poder mirarlo.

-Así es -dijo-. La Noche del Hijo Bienamado. Han pasado setecientos años desde que un hombre invocó aquí el Maidaladan.

Señaló con su aguja y Kevin vio en el suelo, junto a ella, un montón de huesos y una calavera.

-No lo dejé pasar -susurró la vieja y se echó a reír.

El tragó saliva y se esforzó por vencer el miedo.

-¿Desde cuándo? -tartamudeó-. ¿Desde cuándo estás aquí?

-¡Loco! -gritó ella tan fuerte que él dio un respingo.

Locolocolocoloco, repitió el eco en la sala, y por encima de la cabeza oyó el aleteo de los murciélagos.

-¿Acaso crees que estoy viva?

Vivavivavivaviva, oyó él, y luego sólo su propia respiración. Vio que la anciana había dejado su labor junto a los huesos, a sus pies. Cuando lo miró de nuevo en su mano sólo sostenía una aguja, larga y afilada, dirigida directamente hacia su corazón. Se puso a cantar, con voz clara pero muy baja, de modo que el eco no repetía su canto:

Hermosos rus cabellos y hermosa tu sangre,

amarillos los unos y roja la otra en honor de la Madre.

Dime cuál es tu nombre, Bienamado,

tu verdadero nombre, y no otro.

En el momento antes de contestar, Kevin Laine tuvo tiempo de acordarse de muchas cosas, de algunas con pena, de otras con amor. Se irguió ante ella; sentía poder en su interior y el deseo volvía a surgir. También él podía provocar el eco en Dun Maura.

-¡Liadon! -gritó.

Con el eco y el resurgir de la fuerza en su interior, sintió un aliento, una caricia, como la del viento sobre el rostro.

Muy despacio, la vieja bajó la aguja.

-Está bien -susurró-. Pasa.

Él no se movió. Su corazón latía ahora apresuradamente, pero ya no tenía miedo.

-Siento un anhelo dentro de mí -dijo.

-Siempre ha estado allí -replicó la anciana.

Kevin dijo:

-Hermosos mis cabellos y hermosa mi sangre. Una vez ofrecí mi sangre, en Paras Derval, pero eso ocurrió muy lejos de aquí y no esta noche.

Aguardó expectante y por primera vez vio que los ojos de ella cambiaban. Parecían más claros, como si recuperaran el color azul perdido; debía de tratarse de un efecto de la luz anaranjada, pero también la había visto enderezarse.

Con la misma aguja apuntó hacia adentro, hacia la sala. No muy lejos, casi en el mismo umbral, Kevin vio los elementos necesarios para el sacrificio. No había ninguna daga brillante y pulida, ni tampoco una jofaina exquisitamente labrada para recoger la sangre de la ofrenda. Se encontraba en el lugar más antiguo, en el hogar. Había una roca que se alzaba desde el suelo de la cavema hasta un poco por encima de su pecho; la roca no acababa en una punta uniforme y redondeada, sino en una dentada cresta. Junto a ella había un cuenco de piedra, algo más grande que una copa. En otro tiempo había tenido asas, pero una se había roto. No tenía dibujos ni vidriados; era tosca, apenas funcional, y Kevin no se atrevió ni siquiera a aventurar qué antiguedad podía tener.

-Pasa -repitió la vieja.

El se dirigió a la roca y alzó con cuidado el pesado cuenco. Se detuvo de nuevo y otra vez lo asaltaron muchos recuerdos, como luces de una lejana orilla, o como luces de una ciudad entrevistas desde una colina en una noche de invierno.

Al volverse vio que la vieja se había levantado. Sus ojos eran ahora muy azules; la túnica y los cabellos, blancos como la nieve, y sus dedos, delgados y largos. Tenía los dientes blancos y los labios rojos, y había arrebol en sus mejillas, que él comprendió que nacían del deseo.

-Siento un anhelo dentro de mi -dijo él.

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