—Estás paranoico, chaval —le dijo el periodista cuando el grupo lo alcanzó—. Seguro que tu chica ha ligado con otro y se ha largado con él —se burló mientras le palmeaba la espalda.
Un murmullo procedente del jardín lateral le hizo volverse hacia allí. Una pareja caminaba hacia las escaleras. La mujer iba delante de él y apenas se la veía. Ya iba a apartar la mirada de aquel par de desconocidos cuando la chica se volvió.
Martín no pudo verle la cara. La humedad del ambiente hacía que las luces y los rostros de las personas se difuminaran en la lejanía. Pero, en el último momento, antes de que los dos desaparecieran de su vista, reconoció el abrigo y el bolso; nadie excepto Luz vestía con una piel de cebra y guardaba las cosas en un bolso del color de la hierba.
Supo que era ella. Y supo que algo no iba bien.
—¡Por aquí! —gritó a la vez que se ponía a correr en dirección adónde la pareja había desaparecido.
Cristina, Javier y el reportero se miraron durante un par de segundos, hasta que Cristina arrancó detrás de Martín.
—¿Qué sucede? —jadeó Javier cuando llegó hasta la policía.
—Lo veremos cuando lo alcancemos.
Al otro lado de las escaleras había una pequeña plaza. Cuatro tristes árboles, unos bancos de madera y un pozo antiguo en el centro. Ni rastro de Martín.
—Tú por ahí —ordenó Cristina al periodista señalándole fuera de la muralla. —Nosotros bajamos por esta calle.
El cronista dudó un instante.
—Ni hablar. No pienso separarme de vosotros.
Cristina le echó una mirada furiosa y después se volvió a Javier.
—Vamos, entonces.
Entraron juntos en la calle Castillo. Cristina le hizo un gesto y comenzaron el descenso, despacio. Era la primera vez que Javier la veía comportarse como la agente que era. Se movía como un gato. Se acercaba a cada una de las puertas de madera llenas de remaches, que jalonaban las entradas de las casas, y las empujaba con suavidad. Apenas daba un par de pasos y ya estaba enfrente, haciendo lo mismo con la siguiente vivienda. Habían alcanzado la mitad de la rúa y Javier estaba empezando a impacientarse. La situación le comenzaba a parecer demasiado televisiva —y, a todas luces, innecesaria— cuando una de las puertas cedió.
La hoja se abrió con lentitud. Cristina empujó a Javier y al reportero a uno de los laterales de la misma y ella se colocó en el otro. Esperaron hasta que el hueco se hizo lo bastante grande como para ver dónde se metían.
—Aquí no hay nadie. Sigamos adelante.
Cristina estiró el brazo para dejar la puerta tal y como la habían encontrado y, nada más hacerlo, escuchó un rumor que procedía de dentro. Algo se arrastraba y parecía surgir de las entrañas de la tierra.
Hizo un gesto para indicarles que esperasen fuera y entró de un salto. Javier no pudo ni moverse y continuó con la espalda y las manos pegadas a la pared.
Un grito ahogado salió del portal y algo, más bien alguien, fue arrojado contra el suelo.
—Martín —le reconoció Cristina—. ¡Nos habías asustado! ¿Qué demonios pasa? —le urgió mientras le ayudaba a levantarse.
Al escuchar mencionar el nombre de su hermano, Javier entró seguido del gacetillero y buscó el interruptor de la luz.
—¡Es Luz! —exclamó Martín angustiado—. Un tipo la ha obligado a irse con él. Han entrado por ahí —dijo señalando una pequeña puerta escondida en el rincón del fondo.
—¿Estás seguro?
—Seguro. Creo que es una bodega antigua. He llegado justo a tiempo de ver cómo la metía por ahí. He bajado los primeros escalones, pero está completamente oscuro. Me he quedado escuchando, pero nada se mueve ahí abajo.
—Mierda.
La angustia que había sentido el hermano de Martín al verle desaparecer en la noche no fue nada en comparación con el pánico que sintió cuando vio cómo Cristina echaba mano de algo que llevaba dentro de la chaqueta.
La pistola
.
Volvió a respirar cuando vio lo que sacaba. Era un teléfono móvil.
—Rubén, ¿sigues por ahí? Acercarte a la calle...
Los hermanos se echaron una mirada furtiva. Martín sintió como la boca se le quedaba seca de repente y una enorme losa se le instaló en el pecho. Cristina estaba pidiendo refuerzos.
—Castillo, calle Castillo —susurró Javier.
—A la calle Castillo. ¡Cuánto antes! —gritó la mujer en voz baja y colgó sin dar más explicaciones.
Rubén no debió de tardar más que unos minutos, pero cuando llegó, Martín estaba a punto de traspasar aquella puerta y tirarse de cabeza por las escaleras. No tenía luz, no sabía dónde se metía, dónde estaba aquel malnacido que se había llevado a Luz ni qué se encontraría abajo. No le importaba. Cualquier cosa sería mejor que quedarse allí de brazos cruzados. Esperando.
El refuerzo entró en el portal como un elefante en una cacharrería. El tal Rubén era de todo menos silencioso.
—¿No se podía hacer más ruido? —le espetó Cristina cuando le vio aparecer.
—¿Qué tienes?
—Un tipo que se ha llevado a una chica a empujones. Han bajado por ahí —indicó con un movimiento de cabeza.
—¿Estás segura?
Martín estalló.
—¿¡Qué es lo que quiere!? ¿Qué le enseñe unas fotos para que se lo crea?
El policía se volvió hacia él con cara de pocos amigos. Cristina hizo una seña a Javier. Este se acercó y le sujetó por el brazo.
—Deja que hagan su trabajo.
—¡Pero es que no ves...!
—¡Martín, serénate, por favor! —insistió en voz baja mientras se lo llevaba a una esquina y le obligaba a apoyarse en la pared—. Poniéndote de esa manera no vas a conseguir que la saquen de ahí. Déjales trabajar. Ellos son los profesionales.
Las palabras de Javier parecieron hacer efecto y Martín se apaciguó. Apoyó la cabeza sobre el muro y cerró los ojos. Le iba a estallar en cualquier momento. Las sienes le palpitaban a la misma velocidad que el corazón. A mil por hora.
Los profesionales, como Javier les había llamado, deliberaron durante un rato que a Martín le pareció eterno.
—Decidido, bajamos —anunció el tal Rubén de repente.
—Nos podrían acusar de allanamiento de morada —insistió Cristina.
—La puerta no está cerrada y yo no soy más que un paseante curioso al que se le ha escapado el perro y se le ha metido por ahí. Además, ¿tienes una idea mejor?
—Te sigo.
Los agentes se acercaron hasta la puerta y comenzaron a bajar. Rubén iba delante y Cristina detrás. El periodista se coló tras ella. Javier y Martín se apresuraron a seguirle, pero Cristina los detuvo.
—Os quedáis aquí.
—Ni hablar.
La voz de Martín fue firme. Cristina se lo quedó mirando con rudeza. No estaba acostumbrada a que alguien desobedeciera una de sus órdenes. Pero la determinación que vio en los ojos de Martín le hizo replantearse la decisión y se hizo a un lado para que pasaran.
—Apagad la luz del portal. Os quiero en silencio y por delante de mí. A la mínima, os mando escaleras arriba.
• • •
Estaba oscuro, como la boca del lobo. Luz descendió las escaleras a tientas, con el ladrón, secuestrador, asaltador, ratero o lo que fuera aquel tipo, pisándole los talones. Literalmente. No bien había bajado uno de los peldaños y ya notaba el roce de sus botas un milímetro por detrás de ella.
Cuando la había obligado a meterse en aquel portal, le había dado la impresión de que sabía lo que hacía y adónde se dirigía, y llegó a la conclusión de que lo tenía todo planeado.
Todo menos que yo apareciera en su camino
.
—Date prisa —la apremió propinándole otro empujón.
Ella extendió los brazos y se sujetó a las paredes laterales para evitar rodar hasta abajo.
—No veo dónde piso —se quejó mientras sentía cómo el yeso que se desprendía de los muros húmedos se le metía por debajo de las uñas.
—Nada como un buen tirón a los cables para entrar en el anonimato —se rio él durante unos segundos—. Sigue bajando.
Ella descendió doce peldaños más —los fue contando uno a uno— hasta que notó tierra firme. Arrugó la nariz cuando una bocanada de un olor acre, ácido, áspero golpeó sus fosas nasales. Estaba en una cueva que se usaba para hacer vino.
O que se había usado
, decidió al descubrir una nota a rancio por debajo del resto de los aromas. Era una bodega abandonada. Abandonada y oscura.
Cuando aquel hombre aprisionó uno de sus brazos, sus sueños de echar a correr y agazaparse en un rincón se vieron truncados por completo.
—Me hace daño —se quejó intentando librarse de sus garras.
—Sigue andando —le conminó él con rudeza.
—¿Hacia dónde?
—A tu izquierda.
Luz obedeció, ¿cómo no lo iba a hacer si todavía palpitaba en su piel la amenaza de tener la punta de un cuchillo traspasándole el jersey?
Uno, dos, tres, cuatro, cinco... Contaba los pasos con la esperanza de ser capaz de encontrar el camino de vuelta si conseguía zafarse de su carcelero. Dio unos cuantos más y, de repente, salió impulsada hacia la derecha. Se golpeó la cabeza con la esquina de un vano que se abría en una pared, dio un traspié y cayó al suelo. Escuchó un chasquido y un punzante dolor le recorrió el antebrazo. Fue como si hubiera tocado unos cables de alto voltaje.
No pudo reprimir un aullido.
—¡Animal!
—¡Cállate! a menos que quieras tener una bonita cicatriz en medio de tu linda cara.
Luz se sujetó con cuidado la mano derecha y la apretó contra el pecho. El dolor era insoportable, un auténtico calvario. Se inclinó hacia atrás. Se estaba mareando. Necesitaba apoyarse en algo. Milagrosamente, tenía una pared a su lado. Se recostó en ella e intentó regularizar la entrecortada respiración. Cada vez que inspiraba, un martirizante calambre le subía hasta el hombro. Era como estar siendo azotada con un látigo.
Cuando pudo concentrarse en algo distinto de aquella tortura, escuchó ruidos de cristales a su lado. Una luz la enfocó a la cara y la cegó por completo. Cerró los ojos para huir del destello.
—Ya está. Ya podemos seguir.
—Yo no voy a ningún sitio. Creo que me he roto algo.
Él se agachó despacio, le aprisionó la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos. La luz de la linterna le daba un aspecto fantasmagórico.
—Eres una muñequita demasiado curiosa y demasiado mandona y, por si no te has dado cuenta, no te encuentras en condiciones de tomar ningún tipo de decisión —susurró con tono lascivo mientras le pasaba la lengua con lentitud por una de las mejillas.
Luz se estremeció de repugnancia. Estuvo a punto de gritarle que le quitara las manos de encima, pero se contuvo. Era consciente de que lo que él decía era cierto. No estaba en condiciones de mantener ninguna resistencia. Contuvo la respiración y se concentró en no pensar en el tacto de aquel asqueroso sobre su cuerpo.
—¡Basta de cháchara! —dijo él y tiró de ella hasta obligarla a ponerse de pie.
El dolor volvió a invadir sus sentidos. Hizo un esfuerzo sobrehumano por dominar las lágrimas. Tuvo que apretar las muelas y tragar saliva antes de poder caminar de nuevo.
La luz de la linterna se paseaba por el estrecho habitáculo según él movía la mano con la que la sujetaba. Estaban en una pequeña habitación en la que había unas cuantas botellas vacías tiradas por el suelo. Al parecer, había sacado la linterna detrás de ellas. Se fijó entonces en el bulto que llevaba debajo del brazo; tenía medio metro de alto y estaba envuelto en plástico de burbujas.
—Es una de las imágenes de la exposición.
—Chica lista. —El hombre introdujo la talla en una mochila, que cogió del mismo rincón de donde había sacado la linterna, y se la colgó a la espalda—. Vamos.
Ella estaba en lo cierto. Aquel tipo era un ladrón. El ladrón. Entonces, ¿qué pintaba Martín en aquello?, pensó mientras le obedecía.
Retomaron el camino por los túneles. La linterna solo conseguía iluminar unos metros por delante de ellos.
Al menos, es suficiente para ver por dónde piso
. Recorrían un pasillo bastante estrecho, del que salían pequeños corredores en dirección a la oscuridad más absoluta. Cuando Luz vio una tosca escalera de madera apoyada en una de las paredes y miró hacia arriba, entendió que aquellos muros al lado de los que pasaban albergaban antiguos depósitos de vino. En su viaje con Martín habían entrado en una bodega similar, aunque mucho más pequeña que aquella. El dueño se había subido a una escalera parecida, se había asomado dentro de uno de ellos y, con una pipeta de cristal, había cogido vino que después repartió entre los turistas que, como ellos, hacían la visita. El vinatero les contó que la mayoría de aquellas bodegas eran propiedad de los dueños de la casa que tenían justo encima y que por esa razón solían ser muy pequeñas, pero que había algunas mucho más grandes, formadas por varias cuevas comunicadas entre sí. Y, por el terreno que habían recorrido bajo tierra, aquella debía de ser una de ellas.
Según se alejaban de la entrada, el nauseabundo olor que la había mareado al principio se suavizó.
Luz calculó la dirección hacia la que se caminaban. Caminaban en línea recta, ni descendían ni ascendían. No podían haberse dirigido hacia el exterior de la villa porque ya tenían que haberse topado con los cimientos de la muralla. Se estaban adentrando hacia el interior del pueblo. Pero, ¿hacia dónde?
—¿Adónde vamos? —se atrevió a preguntar cuando pasaron ante el cuarto corredor lateral.
—No te importa.
Luz se volvió hacia él sin calcular la posible respuesta.
—¿¡Qué no me importa!?
En el instante en el que se enfrentó a él, este apagó la linterna y la arrojó contra la pared más cercana. Le tapó la boca con una mano y la aprisionó con el cuerpo.
El impacto la dejó sin aliento y le provocó una nueva oleada de dolor procedente del brazo. Se mordió el labio inferior para acallar un gemido.
—Ahora vas a ser buena chica y te vas a estar calladita —bisbiseó junto a su oído.
Estaba tan cerca que Luz casi podía escuchar el fluir de su corriente sanguínea. La apretaba con tal fuerza que cualquiera que les hubiera visto creería que eran una pareja dejándose llevar por una pasión desenfrenada. Aquel solo pensamiento le provocó nuevas náuseas que intentó controlar.
Quiso mover su hombro izquierdo y zafarse del repulsivo contacto, pero no lo consiguió. Sino que logró el efecto contrario; aquel criminal se apretó todavía más contra ella.