Se levantó para estirar las piernas. Le dolía el cuello. Lo movió hacia los lados para intentar relajar la rigidez. Todavía no se sabía el tiempo que tendrían que seguir esperando.
—¿Te vas?
David se había despertado
—Solo hasta la máquina del café. ¿Quieres que te traiga uno?
—Te acompaño. Así me desentumezco. Me he quedado anquilosado de estar aquí sentado.
Salieron de la sala y recorrieron el pasillo. Se cruzaron con tres enfermeras que se alejaban riendo y una médico que caminaba con rapidez sujetando con ambas manos el fonendoscopio que le colgaba del cuello.
David sacó un café con leche y Martín se decidió por una Coca-cola. Necesitaba algo fresco para despejar las ideas.
—Seguro que sale de esta. Luz es de las que nunca tira la toalla —le dijo David de repente—. No te atormentes más.
Y Martín, que ni había sido consciente de que lo hacía, de que lo llevaba haciendo casi doce horas seguidas, tuvo que apoyar la espalda en la pared para evitar derrumbarse.
—¿Estás bien?
Escuchó la pregunta, abrió los ojos y se encontró con la cara de preocupación de David. Bastantes problemas tenían ya como para añadir otra a la lista. Sacó fuerzas de debajo de las piedras y se obligó a esbozar una sonrisa de agradecimiento.
—Perfectamente. Anda, vamos.
Cuando llegaban a la sala de espera, se encontraron con los otros que salían.
—Acaban de avisarnos —explicó Leire con una sonrisa—. Luz se ha despertado. Solo podemos ir nosotros. Ahora volvemos.
A Martín no le dio tiempo a decir que quería verla, que no entendía qué pintaba aquel gacetillero visitando a Luz en vez de ser él, pero antes de que pudiera balbucear una sola palabra, los tres habían desaparecido al fondo del pasillo.
• • •
—Solo cinco minutos —les avisó la enfermera que les había abierto la puerta—. Es aquella del fondo.
Leire e Irene entraron con cautela. Habían tenido que subir hasta la quinta planta para llegar hasta allí.
Algunas personas permanecían junto a sus familiares enfermos. Hablaban, pero con el ruido de los monitores, las voces no se escuchaban más allá de las cortinas que rodeaban cada una de las camas.
El sitio impresionaba. A Leire le vino a la memoria la imagen de su abuelo. El hombre también había permaneció varias semanas en un sitio como ese antes de fallecer, apenas un par de años antes. Se estremeció con el recuerdo.
Se acercaron con cautela, una al lado de la otra, con miedo de descubrir lo que había al otro lado de la cortina. Irene apartó la tela y se acercó a la cabecera. Casi se echa a llorar cuando la vio en aquel estado.
Luz estaba lívida. Tenía la cara blanca. Parecía más una estatua de cera que un ser humano. La sábana le llegaba a la altura del pecho. La mano escayolada permanecía sobre ella y la otra a un lado del cuerpo. Del brazo salía un tubo conectado a una bolsa de un líquido transparente.
Parecía una muerta. Mantenía los ojos cerrados. Solo el armonioso ritmo de la respiración indicaba que todavía había vida en aquel cuerpo.
—Luz —susurró Leire—, somos nosotras.
No hubo nada que indicara que les había escuchado. Irene miró a Leire con gesto angustiado. Esta lo intentó de nuevo.
—¿Estás despierta? —insistió apretándole la mano.
La enferma lanzó un suave gemido.
Las dos mujeres se miraron aliviadas. Aquello era una señal. Todavía no estaba claro si buena o regular, pero era indudable que era una señal.
Leire acercó la silla. Irene rodeó la cama y se puso al otro lado de la cabecera.
—Cariño, ¿cómo te encuentras?
Le apartó un mechón de pelo de la cara con delicadeza y notó el ligero aleteo de sus pestañas.
Leire echó una mirada a Irene. Esta esbozó una pequeña sonrisa.
—Luz. ¿Me escuchas?
—A...agua —consiguió pronunciar la enferma a través de los labios resecos.
Echó un vistazo al gotero que tenía conectado al brazo sano y después a la mesilla. Allí no había ninguna jarra ni ningún vaso.
—Voy a preguntarlo —dijo Irene, como si le hubiera leído el pensamiento.
Y empujó la silla hacia atrás para levantarse. Los tacos de goma de las patas rozaron el suelo produciendo un nuevo sonido que se disipó entre el resto de los ruidos.
Leire volvió a su amiga. Le desarmaba la idea de verla en aquel estado. A pesar de ser más joven que ella, siempre había sido la entusiasta, la animada, la apasionada, la vital, la dinámica. La fuerte. La que la había acompañado en los malos momentos, sobre todo en aquellos últimos años. La pérdida de su queridísimo abuelo había sido un mazazo y los problemas que había tenido con la mansión no habían hecho sino complicar su existencia. A ella era a la que había acudido cuando las deudas y los problemas amenazaban con sepultarla, ella era la que le había aconsejado qué hacer con el cuadro que había encontrado y la que le había espoleado para coger el toro por los cuernos y declararse a David cuando pensaba que lo suyo estaba acabado. Lo había compartido todo con ella, la alegría, la amistad, los días malos y, también, los horrorosos. Ella era la que le había obligado a salir con amigos más de una vez venciendo su tendencia a la soledad y la melancolía. Únicamente había una cosa que le había ocultado: lo que le había sucedido año y medio antes, en la fiesta que la empresa de David había dado en la mansión. Pero no era fácil de explicar lo que ambos habían compartido durante quince días con los últimos dueños de la casa. David y ella habían determinado que lo mantendrían en secreto.
Sin embargo, al verla allí tumbada, completamente desvalida, se arrepintió de no haberlo hecho. Sentía que le había fallado como amiga.
—Cariño, perdóname —musitó mientras le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano.
Cuando Irene volvió, encontró a Leire limpiándose un par de lágrimas.
—Imposible —ratificó con mirada entristecida—. Me han dicho que por ahora nada de líquido, por eso le han puesto el suero. Hay que esperar a mañana.
Cuando diez minutos más tarde, una enfermera con cara de pocos amigos se acercó a decirles que la visita había concluido, Luz no había vuelto a dar señales de reconocerlas.
Al salir de aquella habitación, la pesada losa que Leire se había quitado de encima cuando el médico les había comunicado que había despertado, volvió a caer sobre ella. Y pesaba más que antes.
El periodista no se había movido de la puerta como buen perro guardián celoso de la noticia y las siguió cuando salieron.
—¿Cómo está?
Bajaron los cinco pisos en el ascensor junto a una madre y su hija pequeña.
Martín
.
Dijera David lo que dijera, él era responsable de lo que había sucedido. Si no llega a ser por él, Luz habría pasado las últimas horas en la oficina, aguantando las exigencias de Julio y riéndose de él a sus espaldas, y no estaría allí tumbada y moribunda en aquel hospital.
Los encontraron en el mismo sitio en el que los habían dejado, mucho más animados. Tenían un periódico entre las manos. Según se acercaron, les pudo oír discutir sobre el Athletic de Bilbao.
Luz arriba moribunda y él hablando de fútbol
. Leire notó cómo el furor le subía por la cara.
—¿Y bien? —dijo Martín impaciente—. ¿Cómo está?
—Dicen que un poco mejor, pero que aún tenemos que esperar a ver qué sucede en las siguientes veinticuatro horas —respondió el periodista antes de que las chicas tuvieran tiempo de responder.
—Entonces ¿puedo...?
—No —lo cortó Leire como una ametralladora—, no quiere verte.
Leire no quiso mirar los semblantes del resto. Sabía que después de aquellas palabras tendría que enfrentar las críticas de David en las próximas horas. Pero no le importó. Ya las sortearía de la mejor manera posible. No estaba dispuesta a dejar que aquel hombre le siguiera haciendo daño. No había nada que no haría por el bien de Luz.
• • •
El hombre canoso mareaba la ensalada con el tenedor, pero, como todos los días desde hacía más de una semana, apenas probaba bocado. No es que la comida fuera mala, de hecho, el menú de aquel sitio era bastante mejor que lo que ponían en el plato algunos restaurantes de más prestigio. Sin ir más lejos, las croquetas de la noche anterior estaban deliciosas. El problema no eran los alimentos ni la cocinera, el problema era que se le había cerrado el estómago.
—Vamos a cerrar —le advirtió una voz—. ¿Desea algo más?
La chica era alta y delgada, con una melena rubia teñida, que llevaba recogida de cualquier manera bajo un gorro blanco.
—Nada, gracias —comentó mientras se levantaba para regresar a su puesto.
Cuando traspasó la puerta de la cafetería, miró la esfera de su Rolex. Se le había hecho tarde. Aceleró el paso camino del ascensor. Aquella vez subió solo. Era bastante tarde y apenas quedaba algún visitante. Un minuto más tarde, pasaba por delante de la única habitación que mantenía luz durante toda la noche. Saludó a las enfermeras. Ellas le dirigieron una sonrisa afligida. Ya le conocían. Nunca le decían nada con respecto a sus horarios de entrada ni de salida. Él ni siquiera había preguntado si podía quedarse. Lo había dado por hecho.
Tenía la mano en el picaporte de la puerta cuando escuchó el teléfono. Un mensaje. Suspiró aliviado. Mejor así. No podía con las docenas de llamadas que recibía a diario solo para preguntarle qué tal iba todo. Debería agradecerlas, y lo hacía en su fuero interno, pero no tenía el coraje suficiente para contestar. Llevaba ya tres días que no descolgaba a nadie.
Lo sacó del bolsillo del pantalón.
Tiene 1 mensaje nuevo
, decía la pantalla. Pulsó el botón central de su móvil.
De: Andrés Levante
. Lo leyó
Un S. Sebastian. XIV. Perfecto estado. Entrega prevista...
No siguió leyendo. Pulsó el botón
Opciones
y seleccionó
Borrar
. Lo guardó de nuevo en el bolsillo.
Abrió la puerta y se dirigió a la única cama que había en la habitación. El olor a las flores frescas, que aquella misma mañana había colocado en el jarrón sobre la mesilla, le llegó según se acercaba.
—Carmen, cariño, ya he regresado.
La mujer no contestó. No era de extrañar. Hacía más de setenta y dos horas que no respondía a los estímulos. Le habían dicho que no pasaría de aquel fin de semana.
Pero él todavía esperaba un milagro.
• • •
Miércoles, 15 de febrero, 17 h. 30 min.
Martín hacía el equipaje. Se marchaba. Se largaba. Se piraba. Desaparecía. Emigraba. Desertaba.
Las camisetas caían en montones sobre la maleta sin importarle demasiado que se arrugaran por completo. En aquel momento, no tenía ni el ánimo ni las ganas ni la voluntad de ser cuidadoso con nada que se le pusiera por delante, por muy delicado que fuera. Lo único que le gustaría era retorcerle el pescuezo a alguien.
Mejor si era Leire. O su hermano.
Escuchó la puerta de la calle al abrirse.
—¿Estás en casa?
Javier.
Mierda
. Tenía que haber cerrado con llave.
Creía que después de la bronca del día anterior, le habría quedado claro que no estaba de humor para volver a mantener otra discusión.
—Sí —respondió de mala gana.
Sin dejar de rebuscar en los cajones, escuchó sus pasos subiendo por la escalera.
—Estás haciendo las maletas.
Martín no contestó y siguió con el trabajo. Se puso de puntillas y abrió la puerta superior del armario. Tenía que localizar los jerséis de cuello alto. El invierno en Nueva York no era como para tomárselo a broma.
—No te lo has replanteado.
Martín apiló tres suéteres encima de la cama y, después, fijó la mirada en su hermano.
—Ya te lo dije ayer. Me marcho.
Javier buscó un lugar donde sentarse. La cama estaba cubierta de ropa y de zapatos enfundados en bolsas. Optó por acercarse a uno de los rincones de la habitación y acomodarse en el suelo.
—¿Sabes algo?
No dijo el nombre de la persona por la que preguntaba. No hizo falta.
Martín inspiró para tranquilizarse un poco. Sería mejor mantener una conversación civilizada. No era cuestión de despedirse de la familia enfadado.
—He hablado con David. Está mucho mejor, está fuera de peligro. Lo más probable es que esta tarde la trasladen a planta.
—¿La van a dejar en Vitoria?
—Todavía no lo saben. Mañana les dirán hasta cuando prevén que tenga que permanecer en el hospital y, en función de lo que sea, solicitarán el traslado al Hospital de Basurto. Que Luz esté en Bilbao siempre será mucho más cómodo para todos —explicó mientras se dirigía al cuarto de baño.
Menos para ti, que desapareces de escena
, pensó Javier decepcionado. La disputa del día anterior había sido antológica. Nunca, en su vida, se habría imaginado que Martín se pusiera tan violento. Cuando le dijo que en realidad tenía la impresión de que estaba huyendo, la vena de la frente se le hinchó hasta parecer la raíz de un árbol. Y seguía pensando lo mismo: que se estaba escabullendo. ¿De qué? No lo sabía con exactitud, pero intuía que tenía que ver con Luz.
Hizo un último intento.
—¿Vas a ir a verla?
A Martín, la pregunta le pilló desprevenido y el neceser que llevaba entre las manos aterrizó en el suelo. Se oyó ruido de cristales rotos.
—¡El frasco de colonia! —exclamó recogiendo a todo correr la bolsa y llevándola de vuelta hasta el lavabo.
Javier dio un suspiro y esperó a que su hermano regresara del baño. Tardó más de lo debido.
—¿Vas a ir a verla? —repitió cuando apareció de nuevo.
Pero, esta vez, Martín había tenido tiempo para pensar y traía la respuesta preparada.
—Ya te dije ayer que no quiere verme. Según Leire, Luz lo ha dejado muy claro.
Si viene, no le dejes pasar
, ha sido la respuesta. No pienso presentarme en un sitio en el que no quieren saber nada de mí.
Javier no estaba tan seguro. Él también había estado allí y había visto la navaja que aquel indeseable le había puesto al cuello. Y había sido testigo de la mirada suplicante de Luz. Y había observado hacia dónde se dirigían sus ojos. A Martín. Tenía cinco personas delante de ella, cualquiera habría podido ayudarla. Sin embargo, no había hecho amago de pedir auxilio a ninguno de los demás. Durante aquellos trágicos minutos, para ella solo existió Martín. No había nadie más. Martín. Solo Martín. Tenía la vista fija en él. Si Luz hubiera estado unos pasos más adelante, habría visto la cara de su hermano reflejada en las pupilas.