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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (14 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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Panofsky y Dodd firmaron un «acuerdo entre caballeros» de sólo una página, aunque Dodd tenía algunas quejas con respecto al edificio. Aunque le encantaba la tranquilidad, los árboles, el jardín y la perspectiva de seguir yendo a trabajar cada mañana dando un paseo, encontraba la casa demasiado opulenta, y la llamaba, burlonamente, «nuestra nueva mansión».

Se fijó una placa con el águila americana en la verja de hierro, a la entrada de la propiedad, y el sábado 5 de agosto de 1933 Dodd y su familia se fueron del Esplanade y se trasladaron a su nuevo hogar.

Dodd aseguraba más tarde que si hubiese sabido qué uso se proponía darle Panofsky al cuarto piso, aparte de alojarles simplemente a él y a su madre, nunca habría accedido a aquel acuerdo.

* * *

Arboles y plantas llenaban el jardín,
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rodeado por una alta verja de hierro colocada sobre un muro de ladrillos que llegaba a la rodilla. Todo el que llegaba a pie se acercaba a la entrada delantera atravesando una cancela de barras de hierro verticales; si iba en coche, a través de una puerta muy alta coronada con un arco de forja con un orbe translúcido en el centro. La puerta principal de la casa estaba siempre en la sombra, y formaba un rectángulo negro en la base de una fachada redondeada, en forma de torre, que se alzaba en toda la altura del edificio. El rasgo arquitectónico más peculiar de la mansión era una imponente protuberancia de un piso y medio que sobresalía de la parte delantera de la casa, formaba una puerta cochera encima del camino de entrada delantero y servía como galería para exhibir cuadros.

La entrada principal y el vestíbulo estaban en la planta baja, detrás de la cual se encontraba el alma operativa de la casa: los cuartos de los sirvientes, lavandería, almacén de hielo, diversas habitaciones de servicio, almacenes, una despensa y una enorme cocina, que Martha describía diciendo que tenía «dos veces el tamaño de cualquier cocina normal de un apartamento de Nueva York».
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Al entrar en la casa, los Dodd primero accedían a un largo vestíbulo flanqueado a ambos lados por guardarropas, y luego a una recargada escalinata que subía al piso principal.

Ahí era donde la magnificencia de la casa se hacía totalmente evidente. Por delante, detrás de la fachada curvada, se encontraba un salón de baile con una pista de baile oval de madera resplandeciente y un piano cubierto de tela rica y con flecos, con el banquillo tapizado y dorado. Allí, en el piano, los Dodd colocaron un sofisticado jarrón lleno de altas flores y, a su lado, un retrato fotográfico enmarcado de Martha en el cual ella estaba excepcionalmente guapa y muy sensual, una elección extraña quizá para el salón de baile de la residencia de un embajador. Una de las salas de recepción tenía las paredes cubiertas de damasco de un verde oscuro, y la otra de raso rosa. El enorme comedor tenía las paredes forradas de tapicería roja.

El dormitorio de los Dodd se encontraba en el tercer piso. (Panofsky y su madre vivirían en el piso que se encontraba encima de éste, en el ático.) El baño principal era inmenso, tan ornamentado e historiado que hasta resultaba cómico, al menos según la opinión de Martha. Sus suelos y paredes «estaban enteramente cubiertas de oro y mosaicos de colores».
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Una gran bañera sobresalía en una plataforma elevada, como si se estuviera exhibiendo en un museo. «Durante semanas», escribía Martha, «me echaba a reír a carcajadas al ver el baño, y de vez en cuando, en broma, llevaba a mis amigos a verlo, cuando mi padre no estaba».

Aunque la casa seguía pareciéndole a Dodd demasiado lujosa, tuvo que aceptar que su sala de baile y salones de recepción serían muy útiles para las funciones diplomáticas, algunas de las cuales según sabía (y temía) requerirían invitar a muchísimas personas para no ofender a ningún embajador olvidado. Y le encantaba el
Wintergarten
que se encontraba en el extremo sur del piso principal, un invernadero de cristal que se abría a una terraza con mosaico que daba al jardín. Dentro se podía reclinar en un diván; cuando hacía buen tiempo, se sentaba fuera en una silla de mimbre, con un libro en el regazo, tomando el sol del sur.

La habitación favorita de toda la familia era la biblioteca, que ofrecía la perspectiva de pasar acogedoramente las noches de invierno junto al hogar. Estaba forrada de madera oscura y brillante y damasco rojo, y tenía una antigua y enorme chimenea cuya repisa de esmalte negro tenía tallados bosques y figuras humanas. Los estantes se encontraban llenos de libros, muchos de los cuales Dodd creía que eran antiguos y valiosos. En determinados momentos del día la habitación quedaba bañada por luces de colores debido a las vidrieras situadas muy altas en una pared. Una mesa con el sobre de cristal mostraba valiosos manuscritos y cartas que había dejado allí Panofsky. A Martha le gustaba especialmente el amplio sofá de cuero marrón de la biblioteca, que pronto se convertiría en punto importante de su vida amorosa. El tamaño de la casa, la lejanía de los dormitorios, la tranquilidad de sus muros forrados de tela, todo ello resultaría muy valioso, igual que la costumbre de sus padres de retirarse temprano a pesar de la costumbre que imperaba en Berlín de trasnochar muchísimo.

Aquel sábado de agosto, cuando se mudaron los Dodd, los Panofsky gentilmente colocaron flores en toda la casa, obligando así a Dodd a escribirles una nota de agradecimiento: «Estamos convencidos de que gracias a sus amables esfuerzos y su cordialidad, seremos muy felices en su encantadora casa».
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Entre la comunidad diplomática, la casa de Tiergartenstrasse 27a rápidamente se dio a conocer como un lugar donde la gente podía hablar y explicar lo que pensaba sin temor alguno. «Me gusta ir allí por la brillantez de la mente de Dodd, sus agudas dotes de observación y su lengua mordazmente sarcástica», escribía Bella Fromm, columnista de sociedad.
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«También me gusta porque no se observa ninguna rígida ceremonia, como en otras casas de diplomáticos.» Un visitante habitual era el príncipe Louis Ferdinand, que en sus memorias describía la casa como su «segundo hogar».
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A menudo se quedaba a cenar con los Dodd. «Cuando los criados no estaban a la vista, abríamos nuestros corazones», decía.
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A veces, la sinceridad del príncipe era excesiva incluso para el embajador Dodd, que le advertía: «Si no tiene más cuidado con lo que dice, príncipe Louis, le colgarán un día de éstos. Yo iré a su funeral, pero creo que eso ya no le servirá de gran consuelo».
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Mientras la familia se instalaba, Martha y su padre entablaron una fácil camaradería. Intercambiaban bromas y observaciones sarcásticas. «Nos queremos mucho»,
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escribió ella en una carta a Thornton Wilder, «y él me cuenta secretos de Estado. Nos reímos de los nazis, y preguntamos a nuestro amable mayordomo si tiene sangre judía». El mayordomo, llamado Fritz, «bajito, rubio, obsequioso, eficiente»,
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había trabajado ya para el predecesor de Dodd. «Hablamos sobre todo de política en la mesa», continuaba. «Papá les lee capítulos de su
Viejo Sur
a los invitados. Estos casi mueren de aburrimiento y de estupefacción.»

Ella decía que su madre (a quien llamaba «Su Excelencia») tenía buena salud pero «está un poco nerviosa, aunque disfrutando de todo esto». Su padre, decía, «prosperaba de una manera increíble» y parecía «ligeramente pro-alemán». Y añadía: «De todos modos, no nos gustan demasiado los judíos».

Carl Sandburg le mandó una carta de saludo muy divagatoria, mecanografiada en dos hojas de papel muy fino, con espacios en lugar de signos de puntuación: «Ahora empieza la hégira el wanderjahre el camino por encima del mar y el zigzag por encima del continente y el centro y el hombre en berlín donde hay tanta aritmética irregular tanto testamento desgarrado a través de las puertas pasarán todos los atuendos y las lenguas y cuentos de europa los judíos los comunistas los ateos los no arios los proscritos no siempre vendrán como tales sino que vendrán disfrazados enmascarados con su máscara… algunos llegarán con canciones extrañas y unos pocos con versos que ya conocemos y amamos corresponsales casuales y permanentes espías internacionales espuma de mar vagas olas vagabundas aviadores héroes…».
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Los Dodd pronto supieron que tenían un vecino muy importante y muy temido siguiendo la misma Tiergartenstrasse, en una calle lateral llamada Standartenstrasse: el capitán Röhm en persona, comandante de las Tropas de Asalto. Cada mañana lo veían cabalgando en un caballo grande y negro por el Tiergarten. Otro edificio cercano, una mansión encantadora de dos pisos que albergaba la cancillería personal de Hitler, pronto se convertiría en hogar de un programa nazi para aplicar la eutanasia a personas con graves deficiencias mentales o físicas, con el nombre en clave de Aktion (acción) T-4, por la dirección, Tiergartenstrasse 4.

Para el horror del consejero Gordon, el embajador Dodd siguió ejerciendo su costumbre de ir caminando al trabajo, solo, sin guardias, con traje normal y corriente.

* * *

Aquel día, el domingo 13 de agosto de 1933, con Hindenburg todavía convaleciente en su propiedad, siendo Dodd todavía embajador no oficial, y al fin resuelto el asunto de establecerse en una nueva casa, la familia, acompañada por el nuevo amigo de Martha, el corresponsal Quentin Reynolds, partió para ver Alemania. Viajaron primero en coche (el Chevrolet de los Dodd), pero planeaban separarse en Leipzig, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Berlín, donde Dodd y su mujer pensaban quedarse un tiempo y visitar algunos lugares famosos que él conocía de sus días en la Universidad de Leipzig.
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Martha, Bill hijo y Reynolds siguieron hacia el sur, con el objetivo de llegar hasta Austria. Este viaje resultaría lleno de incidentes y sería el primer revés a la imagen color de rosa que tenía Martha de la nueva Alemania.

TERCERA PARTE

LUCIFER EN EL JARDIN

Rudolf Diels

Martha Dodd

Capítulo 11

EXTRAÑOS SERES

Fueron hacia el sur a través de un paisaje encantador y preciosos pueblecitos. Todo parecía casi igual que treinta y cinco años antes, cuando Dodd había pasado por aquel mismo camino, con la notable excepción de que en una ciudad tras otra, de las fachadas de los edificios públicos pendían estandartes que ostentaban la insignia roja, blanca y negra del Partido Nazi, con la inevitable cruz gamada en el centro. A las once en punto llegaron a su primera parada, el Schlosskirche, o Iglesia del Castillo de Wittenberg, en cuya puerta Martín Lutero clavó sus «95 tesis» e inició así la Reforma. Como estudiante, Dodd había viajado a Wittenberg desde Leipzig y se sentó a escuchar algún servicio religioso en la iglesia; ahora, las puertas estaban cerradas. Un desfile nazi discurría por las calles de la ciudad.

El grupo hizo una pausa en Wittenberg sólo una hora, y luego continuaron hasta Leipzig, donde llegaron a la una y fueron directamente a uno de los restaurantes más famosos de toda Alemania, Auerbachs Keller, favorito de Goethe, que pintó el restaurante como lugar del encuentro entre Mefistófeles y Fausto, durante el cual el vino de Mefisto se convirtió en fuego. Dodd encontró que la comida era excelente, especialmente dado su precio: tres marcos. No bebió ni vino ni cerveza. Martha, Bill y Reynolds, por otra parte, consumieron jarra tras jarra.

Entonces el grupo se dividió en dos. Los jóvenes se dirigieron en coche hacia Núremberg, y Dodd y su esposa se registraron en un hotel, se quedaron allí varias horas, luego salieron a cenar, otra buena comida a un precio incluso mejor: dos marcos. Siguieron haciendo visitas turísticas al día siguiente, y luego cogieron un tren de vuelta a Berlín, donde llegaron al fin a las cinco y tomaron un taxi hasta su nuevo hogar en Tiergartenstrasse 27a.

* * *

Dodd llevaba en casa poco más de veinticuatro horas cuando ocurrió otro ataque contra un norteamericano. La víctima esta vez era un cirujano de treinta años llamado Daniel Mulvihill, que vivía en Manhattan, pero ejercía en un hospital de Long Island, y había acudido a Berlín a estudiar las técnicas de un famoso cirujano alemán. Messersmith, en un despacho en el que explicaba el incidente, decía que Mulvihill era «ciudadano norteamericano de primera categoría, y no judío».
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