La valoración de Dodd venía en gran parte de un encuentro inicial con el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Konstantin Freiherr von Neurath, a quien Dodd, al menos por el momento, percibía como miembro del campo moderado.
El sábado 15 de julio Dodd visitó a Neurath en su ministerio en Wilhelmstrasse, un bulevar que iba en paralelo al borde oriental del Tiergarten. Había tantas oficinas del Reich en aquella calle que Wilhelmstrasse era casi una forma abreviada de referirse al gobierno alemán.
Neurath era un hombre guapo, con el pelo canoso, cejas oscuras y bigote gris bien recortado, que le daba el aspecto de un actor encasillado en el papel de padre. Martha le conocería pronto, y quedaría también fascinada por su capacidad de enmascarar sus emociones: «su rostro» escribía ella, «era completamente inexpresivo, la típica cara de póquer».
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Como Dodd, Neurath disfrutaba dando paseos, y empezaba cada día paseando por el Tiergarten.
Neurath se veía a sí mismo como una fuerza revulsiva en el gobierno, y creía que podía ayudar a controlar a Hitler y su partido. Tal y como lo expresó un colega suyo, «intentaba enseñar a los nazis y convertirlos en socios realmente útiles en un régimen nacionalista moderado».
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Pero Neurath también pensaba que era probable que el gobierno de Hitler al final se destruyera a sí mismo. «Siempre creyó», decía uno de sus ayudantes, «que si se limitaba a permanecer en su despacho, cumplir con su deber y conservar los contactos extranjeros, un buen día se despertaría y comprobaría que los nazis habían desaparecido».
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Dodd pensaba que era una persona «muy agradable»,
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un juicio que reafirmaba la resolución de Dodd de ser lo más objetivo posible sobre lo que estaba ocurriendo en Alemania. Dodd suponía que Hitler debía de tener otros cargos del mismo calibre. En una carta a un amigo suyo escribió: «Hitler se alineará con esos hombres sabios y acabará por suavizar una situación tensa».
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Al día siguiente, sobre la una y media de la tarde, en Leipzig, la ciudad donde Dodd había obtenido su doctorado, un joven norteamericano de nombre Philip Zuckerman daba un paseo dominical con su esposa alemana, su padre y su hermana. Como eran judíos, quizá era una imprudencia hacer tal cosa aquel fin de semana en particular, cuando unos 140.000 miembros de las Tropas de Asalto habían inundado la ciudad y celebraban una de las frecuentes orgías en las que las SA marchaban, hacían la instrucción e, inevitablemente, bebían. Ese domingo por la tarde empezó un gigantesco desfile que fue avanzando por el centro de la ciudad, bajo estandartes nazis rojos, blancos y negros que ondeaban en todos los edificios. A la una treinta, una compañía de hombres de las SA se separó de la formación principal y giró por una avenida perpendicular, la Nikolaistrasse, por donde casualmente pasaban los Zuckerman.
Cuando el destacamento de las SA pasó junto a ellos, un grupo de hombres que iban a la retaguardia de la columna decidió que Zuckerman y su familia tenían que ser judíos, y sin advertencia alguna, los rodearon, los golpearon y tiraron al suelo y les lanzaron una lluvia de feroces patadas y puñetazos. Al final las Tropas de Asalto siguieron adelante.
Zuckerman y su mujer quedaron gravemente heridos, de modo que ambos tuvieron que ser hospitalizados, primero en Leipzig y luego en Berlín, donde el consulado de Estados Unidos acabó implicado. «No resulta improbable que él [Zuckerman] sufriera diversas heridas internas de las cuales quizá nunca se acabe de recuperar del todo»,
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informaba el cónsul general Messersmith en un despacho a Washington sobre el ataque. Aseguraba que Estados Unidos podía verse obligado a pedir una compensación monetaria por daños y perjuicios para Zuckerman, pero señalaba también que no se podía hacer nada oficialmente a favor de su esposa, porque ella no era norteamericana. Messersmith añadía: «Es interesante observar que como resultado del ataque que sufrió ella al mismo tiempo que él, se vio obligada a acudir al hospital donde tuvieron que extraerle el bebé de varios meses que esperaba».
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Como consecuencia de la operación, añadía, la señora Zuckerman no podría volver a tener hijos.
Los ataques de esa naturaleza se suponía que debían llegar a su fin; los decretos del gobierno instaban a la contención. Las Tropas de Asalto parecía que no habían prestado atención.
En otro despacho sobre este caso, Messersmith indicaba: «Se ha convertido en pasatiempo favorito de los hombres de las SA atacar a los judíos, y no podemos evitar indicar, aunque suene crudo, que no les gusta que les priven de su presa».
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Al comprender, como persona enterada, éste y otros fenómenos de la nueva Alemania, se sentía muy frustrado al ver que los visitantes no eran capaces de captar cuál era el verdadero carácter del régimen de Hitler. Muchos turistas americanos volvían a casa perplejos por la disonancia entre los horrores de los que habían leído en los periódicos de sus ciudades (palizas y arrestos la primavera anterior, piras de libros y campos de concentración) y los momentos agradables que habían pasado visitando Alemania. Uno de esos visitantes era un comentarista radiofónico llamado H. V. Kaltenborn, nacido Hans von Kaltenborn en Milwaukee, que poco después de la llegada de Dodd pasó por Berlín con su mujer, hija e hijo. Conocido como el «decano de los comentaristas», Kaltenborn informaba para el Columbia Broadcasting Service, y se había vuelto famoso en todo Estados Unidos, tan famoso que en años posteriores aparecería como artista invitado representándose a sí mismo en
Caballero sin espada
y en la película de ciencia ficción
Ultimátum a la Tierra
. Antes de su partida hacia Alemania, Kaltenborn había ido al Departamento de Estado y se le había permitido leer algunos despachos del cónsul general Messersmith. En aquel momento creyó que eran exagerados. Entonces, después de cuatro o cinco días en Berlín, le dijo a Messersmith que se atenía a sus conclusiones originales, y afirmó que los despachos eran «inexactos y exagerados».
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Sugería que quizá Messersmith hubiese acudido a fuentes poco fiables.
Messersmith estaba conmocionado. No tenía duda alguna de que Kaltenborn era sincero, pero atribuía la opinión del comentarista al hecho de que «era de origen alemán, y no podía creer que los alemanes llevasen a cabo esas cosas que estaban ocurriendo todos los días y todas las horas en Berlín y por todo el país».
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Era un problema que Messersmith había notado una y otra vez. Los que vivían en Alemania y prestaban atención comprendían que algo fundamental había cambiado, y que la oscuridad se había abatido sobre el paisaje. Los visitantes no eran capaces de verlo. Eso se debía, escribió Messersmith en un despacho, a que el gobierno alemán había iniciado una campaña «para influir en los americanos que venían a Alemania y que se formasen una opinión favorable sobre lo que ocurría en el país».
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Veía pruebas de ello en la curiosa conducta de Samuel Bossard,
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un norteamericano atacado el 31 de agosto por miembros de las Juventudes Hitlerianas. Bossard envió de inmediato una declaración jurada al consulado de Estados Unidos y comentó furioso el incidente a unos cuantos corresponsales en Berlín. Luego, repentinamente, dejó de hablar. Messersmith le llamó justo antes de que volviera a Estados Unidos para preguntarle cómo le iba y vio que se mostraba reacio a discutir aquel incidente. Suspicaz, Messersmith hizo averiguaciones y supo que el Ministerio de Propaganda había llevado de visita a Bossard por Berlín y Potsdam y otros lugares y se había desvivido en cortesías y atenciones. El esfuerzo al parecer había valido la pena, observó Messersmith. A la llegada de Bossard a Nueva York, según informaban los periódicos, Bossard declaró que «si los americanos de Alemania están siendo sometidos a algún tipo de ataques, se puede deber a malentendidos…
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Muchos americanos parece que no comprenden los cambios que han tenido lugar en Alemania, y con su torpeza han actuado de tal manera que han provocado esos ataques». Juró que volvería a Alemania al año siguiente.
Messersmith vio que había una mano especialmente habilidosa detrás de la decisión gubernamental de cancelar la prohibición de clubes rotarios en Alemania. Los clubes no sólo podían continuar, sino que, cosa curiosa, se les permitía conservar a sus miembros judíos. El propio Messersmith pertenecía al Club Rotario de Berlín. «El hecho de que se permita que los judíos sigan siendo miembros del Club Rotario se usa como propaganda entre los clubes rotarios de todo el mundo»,
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decía. La realidad era que muchos de esos miembros judíos habían perdido su trabajo o tenían muy limitada la capacidad de ejercer sus profesiones. En sus despachos, Messersmith volvía al mismo tema una y otra vez: era imposible que los visitantes casuales comprendieran lo que estaba ocurriendo de verdad en aquella nueva Alemania. «Los norteamericanos que vengan a Alemania se encontrarán rodeados por influencias del gobierno, y su tiempo estará tan ocupado con agradables entretenimientos que tendrán pocas oportunidades de enterarse de cuál es la auténtica situación.»
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Messersmith instó a Kaltenborn a que se pusiera en contacto con algunos de los corresponsales norteamericanos en Berlín, que le proporcionarían amplia confirmación de sus despachos.
Kaltenborn desechó aquella idea. Conocía a muchos de esos corresponsales. Tenían muchos prejuicios, aseguraba, y lo mismo ocurría con Messersmith.
Continuó su viaje, aunque en breve se vería obligado a reconsiderar sus opiniones de una forma mucho más imperiosa.
CONOCER A PUTZI
Con la ayuda de Sigrid Schultz y Quentin Reynolds, Martha se introdujo rápidamente en el tejido social de Berlín. Como era lista, coqueta y guapa, se convirtió en la favorita de los jóvenes funcionarios del cuerpo diplomático extranjero, y una invitada muy solicitada en las fiestas informales, las llamadas «fiestas con alubias» y «veladas de cerveza», celebradas cuando ya habían concluido las funciones obligatorias del día.
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También se volvió habitual en las reuniones nocturnas de veinte o más corresponsales que quedaban en un restaurante italiano, Die Taverne, que pertenecía a un alemán y a su mujer belga. El restaurante siempre tenía una mesa redonda grande en un rincón para el grupo, una
Stammtisch
, o mesa de habituales, cuyos miembros, incluida Schultz, solían llegar hacia las diez de la noche y podían quedarse allí hasta las cuatro de la mañana. El grupo había cogido fama. «El local entero les mira a hurtadillas y trata de oír lo que hablan»,
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escribiría Christopher Isherwood en
Adiós a Berlín
. «Si viene alguien con información —detalles de un arresto, o las señas de una víctima a cuyos parientes entrevistar—, uno de los periodistas se levanta de la mesa y sale con él a dar una vuelta por la calle.» La mesa a menudo recibía visitas especiales de los secretarios primeros y segundos de diversas embajadas extranjeras, y también varios funcionarios nazis de prensa, y en una ocasión incluso el jefe de la Gestapo, Rudolf Diels. William Shirer, posterior miembro del grupo, veía a Martha como una participante muy valiosa: «guapa, vivaz, buena conversadora».
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En ese nuevo mundo, la tarjeta de visita era la moneda corriente.
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El carácter de la tarjeta de un individuo reflejaba el carácter del individuo, la percepción que tenía de sí mismo, cómo quería que le percibiera el mundo. Los líderes nazis invariablemente tenían las tarjetas más grandes, con los títulos más imponentes, normalmente impresas en alguna letra teutónica muy gruesa. El príncipe Louis Ferdinand, hijo del príncipe coronado de Alemania, un joven de buen carácter que había trabajado en una fábrica de montaje de Ford en Estados Unidos, tenía una tarjetita diminuta, en la que sólo constaba su nombre y su título. Su padre, por otra parte, tenía una tarjeta grande, con una foto de sí mismo a un lado, con toda la parafernalia regia, y el otro lado en blanco. Las tarjetas eran versátiles. Una nota garabateada en una tarjeta servía como invitación a cenas y fiestas o para citas más formales. Tachando simplemente el apellido, un hombre o una mujer transmitían amistad, interés o incluso intimidad.
Martha acumulaba docenas de tarjetas, y las guardaba. Tarjetas del príncipe Louis, que pronto se convirtió en pretendiente y amigo; de Sigrid Schultz, por supuesto, y de Mildred Fish Harnack, que estaba presente en el andén de la estación cuando llegaron Martha y sus padres a Berlín. Un corresponsal de la United Press, Webb Miller, escribió en su tarjeta: «Si no tienes nada más importante que hacer, ¿por qué no cenas conmigo?».
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Y le indicaba su hotel y el número de su habitación.
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Al fin, ella conoció a su primer nazi importante. Tal y como le había prometido, Reynolds la llevó a la fiesta de su amigo inglés, «una celebración muy lujosa y alcohólica».
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Un buen rato después de su llegada, un hombre inmenso con una mata de pelo negro carbón entró en la sala «causando sensación»,
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recordó después Martha, pasando su tarjeta a derecha e izquierda, con énfasis decidido en las receptoras jóvenes y guapas. De metro noventa y cinco de altura, era una cabeza más alto que la mayoría de los hombres que estaban en la sala, y pesaba sus buenos 113 kilos. Una observadora le describió una vez como «de un aspecto absolutamente extraño, como una enorme marioneta con las cuerdas flojas».
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Aun con el escándalo de la fiesta, su voz sobresalía como el trueno por encima de la lluvia.
Reynolds le dijo a Martha que aquel era Ernst Hanfstaengl. Oficialmente, tal como indicaba su tarjeta, era
Auslandspressechef
(jefe de prensa extranjera) del Partido Nacionalsocialista, aunque de hecho aquél era un trabajo inventado, con poca autoridad real, una prebenda que le había concedido Hitler para reconocer la amistad de Hanfstaengl ya desde los primeros días, cuando Hitler iba a menudo a casa de Hanfstaengl.
Después de presentarles, Hanfstaengl le dijo a Martha: «Llámame Putzi». Era su apodo infantil, usado universalmente por sus amigos y conocidos y por todos los corresponsales de la ciudad.